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28

Llegamos a nuestra casa y todavía era de noche. Estaba preparado a subir de puntillas hasta mi habitación, pero todo Betún se hallaba despierto, con las luces encendidas.

Escuchamos los gritos, que venían desde la casa, en mitad del bosque.

Corrimos hacia allí, Mirlo se me adelantó y entró de sopetón por la puerta, pero al parecer vio algo que la tranquilizó. Cuando la alcancé, crucé el umbral y me encontré con algunos miembros que bebían café en la sala de estar. Los niños jugaban felices de haber trasnochado y Cartílago estaba en la cocina horneando algo con su hermana Tibia, a los dos se los veía estresados. Todo era iluminado por racimos de velas o antorchas, la tormenta había cortado la electricidad.

Había alguien gritando. Yunque y Ceto, ya vestidos, me esperaban en la puerta, susurraron una sola palabra:

«Papel»

El nuevo integrante de la manada parecía tener la peor noche de su vida, chillaba de agonía, lloraba, balbuceaba palabras incomprensibles y volvía a gritar. Los bramidos de dolor provenían del piso de arriba, la voz de Rudy se arrastraba hasta el comedor como un susurro tranquilizador pero los gritos del niño devoraban cualquier intento de aliento. Subí rápidamente los escalones, Pato y Rueda estaban sentados en el rellano, ambos en silencio y con expresiones compungidas.

Me incliné a comprobar el estado de las manos vendadas de Rueda, cuando él me dedicó una sonrisa juguetona, le sacudí el cabello y seguí hacia final de pasillo. Se suponía que el nuevo niño compartiría habitación con ellos, pero estaba solo y gritando.

Avancé por el pasillo hasta entrar a la recamara con dibujos, afiches, muñecos de felpa y otro montón de chucherías baratas y viejas.

En una cama individual descansaba un niño de doce años, de cabellos anaranjados, con la piel pálida y perlada de sudor, sus pecas se veían como manchas oscuras surcando su piel. Tenía los ojos verdes cerrados a cusa del dolor, como si quisiera escapar el rincón de su cerebro en donde no sintiera nada. Y en el lugar donde debía estar su pierna izquierda había un muñón de color granate, vendado con compresas que absorbían la sangre con avidez. Sólo había conservado la rodilla y un poco más.

A su alrededor estaban Rudy y Milla, tratando de tumbarlo en la cama y sugiriéndole amigablemente que se quedara acostado o se le abrirían los puntos. Pero el niño negaba con la cabeza y se revolvía entre las sábanas manchadas de sangre. Me cerní sobre él y abrió enormemente los ojos, trató de decir algo, pero no lo entendí.

—Está delirando —me explicó Rudy con la cara contorsionada por la pena.

Le toqué la frente, estaba volando en fiebre. Alrededor de la cama había baldes con hielo. Rudy soltó al niño y enterró su cara en las manos para llorar, tenía buen corazón y, al igual que Mirlo, le era imposible ocultarlo bajo una actitud férrea, aunque su hija era más impasible.

—¡No quiero estar aquí! —Lloraba el niño mientras se revolvía sin encontrar una posición reconfortante y cómoda—. No quiero...

—¿A dónde quieres ir? —pregunté, sentí los dedos de Mirlo tirando de mí hacia atrás como si me sugiriera que lo dejara tranquilo.

El niño me contempló, yo era un rostro nuevo en la marea de formas y palabras que se había convertido el mundo para él. Su pecho cubierto en sudor se hinchaba y descendía con un ritmo apresurado, me observó con aversión, pero luego el odio de sus ojos cedió paso a la desesperación y continuó llorando.

—No quiero estar aquí. No quiero —Negaba con la cabeza y sacudía la almohada empapada en sudor.

Yo sabía de heridas más que nadie en esa casa. No solo eran dolorosas si no que la molestia lacerante perduraba en el corte, latía como un corazón y escocía como si te quemaras. A su suerte, si es que la tenía, yo conocía un remedio para el dolor, de seguro Milla y Rudy le habían dado calmantes, pero él necesitaba otro tipo de paz.

Su cuerpo atinaba a transformarse, no sabía cómo reaccionar a tanto dolor, desenfundaba las garras para luego envainarlas nuevamente, un pelaje rojizo se le erizaba sobre la piel del cuerpo, intermitentemente. Gemía, aullaba, gruñía y sollozaba como un humano.

Milla estaba inclinado delante del pie de cama, aferrándose de la madera, y me dedicó una de las miradas que tanto conocía: «No sé qué hacer»

—¿Puedo? —pregunté señalando al niño.

Milla dudó, abrió la boca, la cerró, dejó caer los párpados, se subió las gafas por el puente de la nariz y asintió.

Agarré al niño, pasé una mano por debajo de su cuello, luego el brazo y acto seguido lo cargué, Rueda y Pato se levantaron al verme cruzar la escalera con Papel en brazos, el resto hizo lo mismo hasta que salí de la casa. Me siguieron por el bosque, preguntándome qué tramaba.

El niño continuaba llorando, pero al menos ya no gritaba ni gemía, observaba el bosque nocturno, la espesura de las sombras y lo siniestro y traicionero de las siluetas que parcelaban la noche. Aferraba con sus garras mi hombro y con sus ojos dilatados, observaba con desconfianza su entorno. Llegué más rápido de lo que pretendía al lago.

Cuando me sumergí sentí el frío metiéndose por mi piel y rápidamente comencé a temblar, mi mandíbula no se quedaba quita y sentía los miembros agarrotados y rígidos. El nivel del agua había crecido por la lluvia.

Pero al niño le resultó refrescante, paró de llorar y sólo respiró espasmódicamente a causa de llevar horas derramando lágrimas. Se limpió los ojos con el dorso de la mano.

Nadé hasta el centro del lago y lo sostuve en mis brazos. Podía ver las luces y las velas del resto de la manada en la orilla, eran como luciérnagas. El niño también las contempló.

Remo captó lo que quería hacer, se quitó la ropa y se metió al agua. Los grillos se oían chirriando, algunos pájaros nocturnos se unían a la orquesta noctámbula y el ruido acompasado del agua era tan adormecedor que te daban ganas de soñar y no despertar jamás. Las nubes habían emigrado a otro poblado y las cuantiosas estrellas se reflejaban en el lago, estaba tan despejado el cielo que podía ver la curvatura luminosa de la vía láctea.

Varios miembros de mi familia comenzaron a nadar en el lago, a retarse carreras, chapotear y todo eso.

—Buenas noches —canturreó Remo al pasar a nuestro lado nadando de espaldas.

El niño continuó observando todo en silencio, cuando se tranquilizó, sus ojos dejaron de rebotar de un lado a otro del paisaje y se detuvieron en un solo punto. Me observó a mí. Le sonreí.

—Tuviste un día largo, Papel.

Me tocó los labios.

—Están morados ¿Verdad? —pregunté tratando de no temblar tanto—. Juró que no es maquillaje.

Sonrió, lo que en su estado era similar a una carcajada.

—Eres Hydra —susurró—. El humano.

—Sí.

Se quedó mudo.

—Suelo ser más divertido, pero yo también tuve un día largo hoy.

Me miró con curiosidad.

—No debería contarle a nadie —comencé y farfullé—. Pero me llegó una carta de la Ciudad de Plata, me invitaron a ir.

—¿Existe? —preguntó con escepticismo.

—Eso voy a averiguar, tenemos muchas pistas que indican que puede ser real. Mañana te las cuento, si quieres.

Asintió.

—¿Te gusta estar aquí? En el lago me refiero —mi voz sonaba quebrada por el frío.

—Sí.

—Puedes venir todas las noches, estás a cinco minutos, puedes practicar tu nado y cuando llegue la siguiente Ceremonia de Nacimiento serás el más veloz de todos, nadarás en aguas rápidas, esquivarás las rocas como un salmón y todos dirán «Diablos, ojalá fuera como él»

—No puedo nadar, perdí una pierna —comentó funestamente como si me odiara por recordárselo.

—¿Y eso qué? ¿Conoces a Funda? —Esperé que negara con la cabeza para continuar—. Pues él es un anciano, muy viejo, que vivé en la montaña de allá —dije levantando un dedo y señalando la masa negra que recortaba el cielo—. Él perdió ambas piernas en la Ceremonia y era un tipo duro, nadie se metía con él, luego perdió un brazo luchando con tres miembros de Olimpo ¿Y sabes qué? Ganó, le ganó a tres, claro que cuando estaba en Olimpo siempre cambiábamos la historia, pero luego me fui de esa manada y comencé a contar la verdad. El viejo Funda había ganado una pela con sólo un brazo y dientes. Funda siempre venía a nadar a este lago de noche y cuando mi hermano y yo le preguntamos por qué lo hacía, dijo que en el agua todos eran iguales. Mira.

Papel miró las cabezas que flotaban en el lago, eran puntos oscuros en una negrura aún mayor.

—Es como si flotáramos en oscuridad —murmuré tratando de controlar mi vibratoria barbilla—. No puedes ver quién tiene brazos o piernas, esa ventaja no existe en el agua.

—Pero quiero regresar a casa —insistió con los ojos llorosos y apoyó con confianza su cabeza en mi antebrazo.

Me encogí de hombros.

—Puedes hacerlo si quieres, digo, no te tendremos prisionero aquí. Cuando Yunque vino a nuestra manada lloró tanto que luego de un mes todavía tenía la voz aflautada. Iba siempre a dormir a su casa, sus primos lo invitaban a «Pijamadas» —Recalqué las comillas con mis dedos, pero mi cuerpo temblaba tanto que fue un gesto indetectable—. Una vez pasó una semana entera en su casa, no va contra la ley. Sólo debes quedarte unos días más aquí, no sé, hasta el miércoles. Hoy es martes a la madrugada así que sería mañana ¿Qué te parece?

—¿Podría?

—Pfff, Milla no es como los otros líderes alfa, él es más flexible.

—Bueno.

Miró las estrellas en paz, pasaron los minutos y también lo hice. Mi piel estaba lívida en el lago, empalideciendo al tratar de combatir el frío. Creí que no volvería a hablar, pero lo hizo.

—¿Hydra?

—¿Sí?

—¿Era verdad? Lo de la carta.

—La tengo en mi mochila y son dos.

Sus párpados comenzaron a cerrársele, aunque él se esforzaba para que no sucediera. Había perdido mucha sangre y era un milagro que continuara consciente.

—¿Crees que están esperándote?

—Sí, eso creo —contesté y entonces supe que lo hacía sinceramente.

—¿Crees que están mirando el cielo tratando de calmarse?

—Sí, eso creo.

—Me gustaría... estar... estar con ellos —arrastraba las palabras.

—¿Para qué?

—Para decirles que... decirles... que...

Cayó dormido.

Continué nadando, pensando en todo lo que había sucedido ese día. Ya no me preguntaba si la carta era verdadera o no, en el fondo sabía que aquella correspondencia venía del mundo de los humanos. Ahora sólo podía pensar en el extraño mensajero o mensajera, estaba en aquellos bosques, en aquel mismo instante, huyendo, teniendo frío. O tal vez descansando para reanudar al día siguiente la fuga a su mundo bajo tierra, tal vez estaba contemplando los cielos por última vez, preguntándose si sería por última vez.

Esperando por mí.

Tratando de calmarse, en un mar oscuro de desconocidos.

Aguardando una respuesta que nunca llegaría. 

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