26
Cuando Mirlo regresó con los cobertores de autos nos reunimos en un cubículo, Cet y Yun se frotaban las manos para combatir el frío lo que significaba que esa lluvia me hubiera hecho temblar como un terremoto a mí.
Ella les había servido café y el líquido humeaba cálidamente, fuera continuaba diluviando, por dentro Gornis era un caos. Mirlo y yo nos sentamos de un lado del cubículo y ellos del otro, cubriéndose con el cobertor de plástico. Yo raía con mis manos el cuero sintético y rojo del sillón, a la espera de su explicación.
—¿Cómo convenciste a Yunque de que existía la Ciudad de Plata? —pregunté alzando una ceja.
Yun estaba sacudiendo la cabeza para escurrir el agua cuando escuchó su nombre y se paralizó, me observó con ojos temerosos y bien abiertos. Tenía la nariz roja por las alergias a su propio pelo.
—Es papel —explicó rascándose la nariz.
—¿Papel? ¿El niño nuevo? —inquirió Mirlo.
Cet negó con la cabeza.
—¿Qué? No —Sacó la carta debajo de la mesa, la tenía guardad en un folio de plástico para no tocarla, no lo había visto entrar con ella—. El sobre es de plata y el papel dentro no es completamente de plata, lo tocamos...
—¿Qué hicieron qué?
No podía creerlo, ellos sonrieron orgullosamente y me mostraron las manos rojas, parecían que habían caminado con ellas sobre el hielo. Mirlo le agarró los dedos regordetes a Yun y los observó rigurosamente, casi como si odiara la tonalidad irritada de sus yemas:
—Pudiste dejarte una cicatriz, eres alérgico a todo.
—Pero el papel del interior es no sé —Movió sus labios tratando de llegar a una estimación—. Treinta por ciento plata, setenta por ciento papel ¿Entiendes lo que significa?
—Además de encontrarte desnudo un lunes a la madrugada haces cuentas —traté.
—No, que viene de la Ciudad de Plata —explicó mi hermano golpeando con los puños la mesa como si estuviera a punto de presentar una obra de teatro—, piénsalo Hyd. Tu publicación se hizo un día antes en una revista médica y se publicó en el periódico la misma mañana de la noche que recibiste la carta de plata. Lo que significa que tuvieron un día o menos para escribir eso. Nadie puede crear un papel que sea mitad de plata en menos de un día. Ningún licántropo. Es una aleación, como el papel de arroz, pero en este caso papel metálico. Tuvo que haber fundido el metal y luego mezclarlo con esa masa rara que forma el papel y es mucho trabajo para poco tiempo ¿Conclusión?
—¿Estuvieron pensando esto toda la tarde?
—Conclusión —reiteró Yun—. Eso tiene que venir de un lugar donde todo sea de plata, donde alguien se sentó agarró un papel cualquiera, te escribió y envió a un mensajero. Piénsalo, averigüé y estamos en la frontera, muy cerca del País 20. Si tomamos un tren estamos a diez horas de ese pueblo que llaman Suelo Muerto.
—Sí —añadió rápidamente Cet y le quitó el teléfono celular a Mirlo, navegó rápidamente en el mientras hablaba—. ¿Sabían que el país 20 es uno de los países menos poblados del planeta? Los arqueólogos lo llaman la Tierra de Ruinas porque está repleto de edificios de la vieja era, ciudades en putrefacción de la antigua sociedad humana —Mostró fotografías de viejas aglomeraciones cubiertas de vegetación—. Si se iban a ocultar por qué no ahí, en un lugar poco poblado y tal vez ellos sean la razón de que nadie quiera vivir allí. En los últimos cien años han desaparecido siete licántropos en esa zona.
Mirlo se inclinó con interés, observó las imágenes y levantó la mirada hacia mí.
—Tiene sentido —concluyó a modo de disculpa.
—¿Y sabes qué más? —inquirió Yun—. La persona que transcribió la leyenda popular de la Ciudad de Plata, Botella Bortes, desapareció en el siglo tres ¡Estamos en el siglo seis y jamás nadie volvió a saber de él! Es como si alguien o algunos se hubieran molestado de que Botella haya escrito su historia que antes sólo era un mito hablado. Y no sólo la publicó, sino que al convertirla en una leyenda para niños la popularizó.
—Botella Bortes era un borracho que escribía cuentos para niños —obstiné—. Porque eso es la Ciudad de Plata —Un relámpago iluminó las expresiones de incredulidad de mis tres amigos— un cuento para niños.
—¡Por qué no crees, hombre de poca fe! —aulló Yun guiando teatralmente sus manos al cielo.
Cet bebió tranquilamente de su café como si él estuviera complacido con la investigación que había hecho, Mirlo continuó escudriñando las fotografías en el móvil.
—Corazoncito de melocotón —Me llamó distraídamente concentrada en el mapa del País 20, mientras yo me levantaba y agarraba una escoba—. Creo que estamos en frente de algo grande.
Por la sonrisa de Cet supe que iba a hacer un chite de mal gusto, agarró el cobertor que lo cubría, abrió la boca para decirlo y Yun lo interrumpió:
—¿Sabes que es lo peor de todo? —inquirió—. Que si lo hacemos publico tal vez desaparezcamos como Botella Bortes. Solo tenemos una opción y es ir a la ciudad, ellos nos esperarán en el edificio de dos caras.
Meneé la cabeza, pensando en todo lo que me habían dicho. Que el escritor del cuento más popular de niños haya desaparecido siempre me había parecido un dato histórico importante, pero en aquel momento el dato se convirtió en una pista siniestra ¿Había sido asesinado por los humanos al revelar que estaban ocultos bajo tierra? No podía ser cierto y si lo era, válgame, menudo grupo de humanos, no soportaban nada.
La venganza no era algo que se practicara todos los días en mi comunidad.
Pero lo que tampoco me creía era que haya sido una broma. Nadie podía crear papel de plata tan rápido, ni acertar en una ubicación geográfica tan idílica para que se ocultaran humanos.
Cet, Yun y Mirlo comenzaron a colocar las mesas en sus lugares mientras yo trapeaba el suelo. Trabajaba en silencio, pero ellos no cesaban de hacer especulaciones de la ciudad de humanos, su escondite, de cómo serían y de qué preguntas querrían hacerme a mí.
Por otro lado, yo tenía miedo, por primera vez en mucho tiempo tenía un poco de temor recorriendo mis venas. Bufé, de seguro ellos habían olfateado mi espanto porque comenzaron a bajar la voz y a murmurar en secreto. Podían olfatear casi todos mis estados de ánimo, siempre, lo que me quitaba un poco de intimidad.
Pero lo que verdaderamente me inquietaba era el hecho de que si existían los humanos por qué habían estado tanto tiempo ocultos.
Es decir, se habían enterado de mí por medio de revistas y periódicos, así que habían comprobado que los licántropos controlaban sus instintos salvajes y emulaban la sociedad que habían destruido. Si los humanos estaban al tanto de que la nueva generación tenía coches, naves espacies, hospitales, revistas, Internet y otro montón de cosas civilizadas ¿Por qué no volver y darle una segunda oportunidad a los lobos más humanizados? Pero sin embargo continuaban ocultos bajo tierra ¿Por qué?
Había algo que no cuadraba, una línea escapándose de los márgenes, mal pintada, arruinando todo el cuadro.
Recordé lo que había dicho el doctor Ternun de mí al leerme el perfil psiquiátrico que me habían diagnosticado, decía que era desconfiado, rencoroso y propenso al odio. Y tal vez tenía razón porque me negaba a creer que los humanos existieran y si me equivocaba y continuaban vivos me negaba rotundamente a creer que eran unos aliados.
Terminamos de ordenar todo a las cuatro de la mañana, faltaban unas pocas horas para que amaneciera.
Bostezando cerré Gornis, el dueño nos había dado la llave hace años y me dirigí al estacionamiento donde me esperaba Mirlo.
Cet y Yun se llevaron la motocicleta para ir a casa y cambiarse y no caminar en pelotas a un lado de la carretera. Cet hacía bromas diciendo que su miembro extra largo distraería a algún conductor y podría crear un choque en masa y Yun insistía en recordarnos que era el décimo día más vergonzoso de su vida (tenía sus días tristes estrictamente ordenados en escala de dolor).
Para hacerlos callar fui caminando a casa con Mirlo de la mano.
La carretera estaba mojada, nuestros reflejos se veían en los charcos de agua, ella pateaba con sus botas algunas lagunas que se formaban en el medio de la desolada carretera. Me puse la mochila sobre los hombros y la observé caminar aburrida, se había puesto unos pantalones anchos y con muchos bolsillos, una camisa y su chaqueta de cuero con parches, tan característica, de ella.
—Hoy no habrá entretenimiento para el hombre misterioso —noté.
—No, hoy no —concluyó ella observándome, rio, caminó hacia mí y me abrazó torpemente, como si bailara ebria, cargó sus codos en mis clavículas y con sus dedos me dio golpecitos en la coronilla—. Oye, le hubieras regresado esa carta a tu hermano, te da un olor asqueroso, más de lo habitual.
Arrugué el entrecejo.
—Yo no la tengo.
—¿Qué? —Me soltó, se apartó—. Hyd, la puedo oler, está en tu mochila —Habló abriendo sus manos.
—Claro que no.
Ella me descolgó la mochila un poco histérica, abrió la cremallera y me indicó con la barbilla que metiera las manos en el interior. Lo hice, revolví entre los guantes, las gafas y el resto de mi traje aun no fabricando hasta que mis dedos toparon con algo rectangular y metálico. No podía ser cierto.
Saqué un sobre plateado del interior, pero no tenía manchas de tierra ni estaba arrugado como el primero. Era otro, lo único que podía pensar era en qué momento lo habían metido allí.
—Léelo —ordenó Mirlo con la voz quebrada de entusiasmo y temor.
Esperó expectante a que abriera el sobre, lo hice preguntándome cómo me sentía ¿Asustado, insultado, burlado, enojado o menos solo? Tal vez sentía un poco de cada cosa.
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