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15

 Se levantó, fue hacia un aparador con fotografías y libros, agarró un periódico doblado y me lo tendió. En el se veía mi fotografía (una no muy buena), bajo el rotulo «¡El gen de los humanos se repite!» había varios diarios matutinos todos con diferentes encabezados «Nace primer humano en casi mil años» «Se descubre un humano y es inmune»

—Y mañana estará en los periódicos de los demás países.

Lo miré anonadado, lo peor de mi cólera era que nunca podía descargarla sin perder dignidad y quedar como debilucho. Cuando me enojaba era igual que una mariposa o un bebé molesto: no te causa ni una pizca de respeto.

—Al tener un gemelo licántropo llegué a la conclusión de que desarrollaste una inmunidad a la enfermedad que altera nuestros genes. Te mordieron varias veces y ni así te contagiaste. Eso me hace pensar que había inmunes antes, pero fueron devorados y el gen se despertó en ti como los anteriores casos que te cité. Lo averiguaré, descubriré el por qué, pero ya sé qué eres. Sin lugar a dudas. De todos modos, no te necesitaré para hacerlo, pasaste tantos años visitando a médicos y sometiéndote a pruebas de todo tipo que tengo lo que necesito para continuar con la investigación.

—¿Por qué? —pregunté comprimiendo mi voz a un susurro porque de otro modo gritaría hasta perder la garganta.

—No podía dejar al mundo sin este descubrimiento —recorrió la habitación con sus manos como si viera la audiencia—. Sería un pecado para la ciencia. Lo siento, pero no me mires como si fuera un monstruo.

Se inclinó sobre una de sus gavetas y extrajo un regordete sobre de papel madera, me lo arrojó y lo agarré, era mullido, lo abrí recelosamente y en su interior descubrí fajos de billetes. Eso era lo que ganábamos en un mes todos los de Betún.

—Eso es lo que pagó solo la revista científica, mañana tendrás las membrecías de los periódicos y cada vez que nombren tu caso tendrán que pagar patente, a mí principalmente que fui el del descubrimiento, pero compartiré la mitad contigo. Entre los billetes encontrarás los datos de una cuenta bancaria a tu nombre en donde iré depositándote más ganancias. Si las cosas van bien, podrías ganar mucho dinero por años. Podrías cambiar la vida de toda tu manada ¿No hay un sueño que querrían cumplir?

No podía hablar, rápidamente se me vinieron millones de cosas a la cabeza.

Podría pagarle la Universidad a Ceto y verdaderamente tendría posibilidades de llegar a juez o gobernador, Yunque podía tener la prótesis de una mano, Cuarzo y Tibia nunca habían ido de luna de miel ¡Y pronto tenían un bebé! Mirlo podría reducir horas en ese odioso restaurante, podía invitarla a salir como una pareja normal, en una cita normal, en un maldito hotel o algo. Panda y Pato querían bicicletas nuevas y Runa podría usar un casco en lugar de una cacerola para calmar su manía con el granizo o mejor aún podría llevarla a un terapeuta y que superara su temor al hielo.

Y la lista seguía.

Tragué saliva con cautela.

—Puedo desmentirme, lo haré —aseguró—, prometo hacerlo, aunque no prometo que otro médico no se sienta atraído por el artículo y no siga la investigación como lo hice yo y tal vez ese otro no comparta las ganancias contigo.

Qué sucio, doctor.

—Es tu elección Hydra, hundir tu imagen y conseguir dinero o conseguir más tiempo y luego hundir tu imagen de todos modos, sin ganancia alguna.

—Yo no... yo...

Ceto abrió la puerta de una patada, pudo haberlo hecho con la mano, pero de otro modo no hubiera podido presumir sus horas de entrenamiento de cuádriceps. La puerta se desplomó al suelo emitiendo un estampido estridente. Señaló teatralmente a Termo Ternun.

—¡Vergüenza es lo que debería darle!

Yunque tenía a Mirlo de los brazos, la sujetaba para que ella no se abalanzara sobre el doctor y le diera la golpiza de su vida.

—¡Suéltame! —rugía ella, y se revolvía bajo el peso de Yun—. ¡Voy a romperle la puta cara a golpes! ¡Lamentarás haber nacido, cuatro ojos! ¡Voy a hundirle tanto la nariz que se pasará al código genético de tus jodidos nietos!

Termo se puso de pie, retrocedió tambaleante y asustado, algo que yo no había logrado provocar, y alzó las manos.

—Tratemos de hablar civilizadamente como la mitad humana que tenemos.

—No puedes pedir civilización de mi familia —respondió Ceto remangándose la cazadora, no le gustaba que la sangre de sus víctimas le ensuciara la ropa—. ¿Dónde prefiere, en la cara o en las bolas? Ya sé, déjeme sorprenderlo.

Yunque levantó una pierna a modo de barrera entre ambos, tratando de detener a Ceto mientras inmovilizaba a Mirlo. Así era la lógica de todos los que me rodaban: una paliza y al olvido.

Todos se habían olvidado de papá. Habían sufrido por su muerte, pero no tanto como yo ¿Por qué era tan sensible? ¿Por qué recordaba?

—Jóvenes, solo quiero hablar —la voz del doctor mermó de miedo.

Miedo.

Tal vez era lo que yo siempre había sentido. O lo que debería sentir ahora. Pero la verdad era que después de gritarle a Termo y de arrojarle todas sus pertenencias al suelo, luego de haber escuchado la verdad, sentía un insípido y aturdido vacío que me daba paz.

Estaba tranquilo y atribulado como si después de muchos años de agonizar hubiera llegado mi hora de partir. Pero no me sentía como si partiera, sentía como si recién hubiera llegado.

Era el único humano del planeta. Y el último humano estaba enfermo, depresivo y cansado.

Jamás me había sentido tan solo, siempre había reconocido que era diferente, que tenía algo que me separaba del resto y era consciente de que hubiera sido miles de veces peor si no tuviera Ceto.

Él siempre se encontraba a mí lado para darme ánimos. Los que nos vieran creerían que físicamente éramos iguales, que por dentro éramos diferentes, aunque nos amaramos por igual. Y otras cursilerías chapuceras.

Pero Ternun me había dicho no solo que éramos físicamente y emocionalmente disimiles, ni siquiera pertenecíamos a la misma especie. Teníamos tanto de común como un águila rapaz y un pollo.

Medité: no importaba. Al fin de cuentas la sociedad siempre me había visto como un espécimen extraño no significaba mucho que me aislaran o rechazaran un poco más. Y mis amigos y familia continuarían amándome de la misma forma que el día anterior y todos los siguientes. Sólo ellos me importaban. Y ahora tenía dinero para ayudarlos.

Miré el sobre con billetes, repiqueteé mis dedos sobre el papel de cartón y me imaginé todas las cosas que se merecía mi manada y no tenía. Carraspeé.

—Oigan.

—¡Vergüenza, usar a mi hermano como una máquina de dinero! ¡No soy ningún montañés tonto, así es, estudio leyes! —gritó con orgullo— ¡Y sé que usted las está quebrando! ¡Está violando muchas leyes! ¡Difamación! —Se adelantó un paso.

—¡Destrózalo, Ceto! —lo animó Mirlo.

—¡Violación de privacidad! —avanzó dos pasos más.

—¡Dale!

Agarró a Termo por el cuello de su chaqueta, el anciano convirtió sus alargados dedos en unas afiladas garras, se veían como dagas, estaban por luchar. Carraspeé y hablé más alto:

—Oigan, chicos... no hay nada qué hacer —Todos se petrificaron al oír mi voz y para mi alivio también se callaron.

Cuatro pares de ojos me escrutaron. Ceto colocó al doctor lentamente en el suelo, Mirlo hizo un mohín, Yunque la liberó, ella dio unos pasos hacia mí y me rodeó la cara con las manos.

—No tienes por qué... —Sonaba afligida, sus ojos destilaban pesadumbre, estaban vidriosos y apagados.

—No me importa, no de verdad —Agarré sus manos y las bajé lentamente—. Vámonos, quiero irme.

Ella se veía como una caricatura compungida, asintió y se alejó sin dar pelea.

Era la primera vez en mi vida que me hacía caso. Sin duda era un día de sorpresas.

Ceto fulminó con la mirada al doctor que se veía indefenso ante él, la coronilla de su cabeza le llegaba a uno de sus ejercitados bíceps. Él oprimió los puños, gruñó y se marchó con Yunque murmurando que no quiso participar en el pleito porque de haberlo hecho arruinaría el hospital entero.

Le dediqué mi mejor mascara al doctor, inexpresiva y gélida. Agarré el sobre con ambas manos y le di golpecitos con los dedos, dejándolos caer con el ritmo de una ola y comunicándole tácitamente que esperaba cumpliera su palabra. Salté la puerta derribada y le dije antes de irme de marcharme.

—No soy un mentiroso patológico.

Me sentía vacío.

—¿Se equivocó la psiquiatra? —interrogó alisándose los pliegues de la camisa que le había arrugado Ceto y recuperando la compostura.

—Tenía quince años, mi hermano me retó a que no podía confundirla y le mentí en varias cosas adrede. Fue para divertirlo porque él se preocupaba más por mí, cuando me daban sesiones, que yo mismo.

—Es bueno saberlo.

Asentí y me despedí.

—Fue un placer conocerlo —En eso sí mentí.

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