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11

Me puse de pie, todos aplaudieron, golpearon sus vasos o aporrearon la mesa. Las cosas comenzaron a temblar como si estuvieran en un terremoto, el pequeño Radio se echó a llorar, asustado del alboroto.

Agarré mi billetera, la carta y el teléfono celular, Mirlo se puso el abrigo mientras mi hermano y Yunque corrían a la cochera. Se habían retado a una carrera, pero Yun se tropezó con sus propias piernas regordetas y cayó al lodo.

—No cuenta —gritó incorporándose y buscando a la desesperada la roca con la que había tropezado.

Mi hermano se había llevado casi una docena de panecillos, siempre tenía hambre a causa de las exorbitantes cantidades de ejercicio que hacía. Agarré una computadora portátil, Yun, Ceto y yo éramos unos aficionados a la informática que había sobrevivo del mundo de los humanos y jamás podíamos hacer un viaje largo sin una.

Antes de salir Rueda me interceptó en la entrada, me agarró de mis vaqueros y tironeo suavemente. Era muy canijo para tener cinco años, tenía puesto un pijama de dos piezas con dibujos de extraterrestres y asteroides, aunque quería ser un villano era todo un sentimental.

—¿Te vas ahora?

—Sí, Rueda.

—Pero hoy es sábado. Hoy me lees un cuento. Toca el cuento de la ciudad de plata. Pu-puedo ir a buscar el libro si quieres...

—¡Que no Rueda, que nos vamos! —lo regañó Yunque, alzando la voz desde fuera, limpiándose los pantalones, solía tener buen oído, podía escuchar a cuadras de distancia.

Runa, que estaba la mesa terminando su cena, también lo oyó, se bajó de un salto de la silla y corrió hacia allí, pude escuchar sus ruidosos pasos, aproximándose como tormenta hasta que cruzó el umbral y se precipitó al interior del desván. Se acomodó la cacerola que se mecía sobre su cráneo.

—¡No existe la ciudad de plata ni tampoco los humanos, ya madura, Rueda! —lo amonestó como si fuera un pecado ser infantil.

Los ojos de Rueda se pusieron acuosos y observó con timidez el suelo ¡Madre mía! ¿De verdad eso iba a poder conmigo?

Odiaba cuando los niños lloraban, hacían mucho ruido y se ponían pegajosos. Pero Rueda era como mi hermano pequeño.

Me incliné hacia él, lo agarré de la remera de asteroides, su barriga infantil abultaba la tela.

—Sí, que existen los humanos, están ocultos en una ciudad de plata venenosa —resumí y miré severamente a Runa para que no contradijera—. Cada edifico es de plata y todos visten de ese metal maldito. Viven bajo tierra, como serpientes, jurando entre dientes su venganza eterna contra los licántropos que los mataron a todos cuando dio luna llena —dije enterrando mi mano en su estómago y haciéndole cosquillas.

Él rio y gritó lo suficientemente agudo como para obligarme a soltarlo demasiado rápido, les di a ambos un beso en la frente de forma apresurada y ruidosa.

—Runa, no hagas llorar a tu hermano —ordené, tirándole la cacerola de la cabeza como advertencia.

Ella se inclinó a recogerla rápidamente y observó asustada si diluviaba granizo del cielo, sin importar que era el techo del desván.

—Rueda, no te hagas villano en mi ausencia.

—¡No prometo nada!

Bajé corriendo los escalones del porche, Mirlo tocó la bocina repetidamente, con impaciencia, entré al auto y me situé de copiloto. Yunque se estaba quitando el barro con pañuelos desechables. Al ver el monitor que cargaba, se abalanzó sobre él.

—Ven con papá.

—Sólo si me acaricias primero, bebé —le respondí.

—Le hablaba a la computadora, búscate otro gordito.

—Eres el único gordo de la casa —se sumó Mirlo.

Yunque abrió la boca dolido, su papada hizo tantos pliegues como la cadena de montañas. Mi hermano me palmeó el hombro y se aproximó hacia delante:

—Acelera, Mirlo, ahí viene.

Pimienta salió corriendo de la casa y Mirlo pisó a fondo el acelerador.

—¡Vuelvan! —Agitó sus puños al aire—. ¡Regresen! ¡No les presto mi camioneta! ¡Que los jodan, que es mía! —Su silueta se fue volviendo más pequeña.

Las primeras horas cantamos música, luego iniciaron un juego de contar árboles, luego hackeamos sitios al azar como bancos o naves espaciales para pasar el rato, nos habían enseñado de tecnología en el corto período que estuvimos en Olimpo, luego nos perfeccionamos y estudiamos por nuestra cuenta, la verdad era que muy pocos licántropos comprendían los procesadoras.

La computadora portátil que teníamos la habíamos creado nosotros en el taller y aunque era un poco robusta y pesada tenía un procesador que superaba los contrafuegos y procesamientos de cualquier unidad de vigilancia. Era una computadora portátil, pero funcionaba como veinte ordenadores juntos.

Luego de cuatro horas cambié turno con Mirlo para que ella pudiera dormir, se recostó contra el cristal y la cubrí con mi chaqueta, aunque le frío no la afectara tanto como a mí.

Yunque y Ceto estaban roncado en la parte de atrás.

Mirlo respiraba tranquilamente. Las luces de una ciudad desconocida la alumbraron y crearon colores en su rostro, sus ojos se agitaron debajo de los párpados, su mente era como un mar atravesando una tormenta. Pesadillas. Ni siquiera en sueños descansaba de la bravura y la intensidad.

El silencio me hizo pensar en el artículo y me preocupé. Recordé lo que me había dicho cuando habíamos salido del supermercado, luego de hablar con mi mamá. Le sacudí el hombro para despertarla, ella se revolvió, pero continuó durmiendo, le jalé un mechón de cabello.

—Ummmm.

Le piqué un ojo, aun sosteniendo el volante y vigilando el solitario y oscuro camino que se abría ante nosotros.

—Mmm, no.

Coloqué mi dedo en su labio inferior y lo hice bajar y subir. Se incorporó, había mucho silencio, se oyó el susurro de su ropa rasgar contra el cuero del vehículo y me observó con el cabello alborotado y unas ojeras pronunciadas.

—¡Métete el puto dedo en el...

—Estaba pensando en lo que me dijiste cuando salí del supermercado.

—¿En qué me llamarás imitando a un ave? —preguntó frunciendo el ceño y cerrando los ojos nuevamente—. ¿Cómo cuando éramos niños?

—No. Me dijiste que no podía tener lo quería pero que te tenía a ti.

—¿Tan lento eres? ¿Recién entendiste lo que dije?

—No, es qué...

—¿Ahora estás procesando la conversación de la cena? —continuó mofándose de mí mientras buscaba una posición cómoda en la silla para dormir—. ¿Sabes a dónde vamos?

—Te equivocaste.

—Supongo que me dirás por qué.

—Te tengo a ti y te quiero, mucho Mirlo, al fin y al cabo, sí puedo tener lo que quiero. De verdad —Abrí mis manos sobre el volante y fui sincero—. Te quiero.

—¿Te paso un pañuelo o soltarás tu discurso sin llorar?

—Hablo en serio.

—Deja de hablar, estoy durmiendo —comentó tratando de encontrar una postura adecuada.

Sonreí y le pellizqué una mejilla.

—Lo haré si me besas.

Ella se encogió de hombros, se acercó hacia mí, abrió su boca y recorrió con su lengua toda la extensión de mi cara. Reí y me limpié la piel con la manga de mi chaqueta, mirando sobre mi hombro y comprobando que los de atrás seguían dormidos.

—Das asco.

—Sabes a sueños frustrados —musitó.

—¿Y cómo sabe eso?

—A polvo —susurró y cayó dormida nuevamente.

Pasé el resto de las horas mirando las estrellas y las naves espaciales del cielo. Desde lejos las naves se veían como puntos luminosos y distantes, pero en aquellas estaciones vivía gente, incluso había países espaciales. La mayor parte de la población estaba en el espacio, la tierra se hallaba casi deshabitada.

Habíamos utilizado ese invento de los humanos, aunque a nuestra manera, porque por dentro las naves estaban colmadas de plantas y materiales orgánicos, no estaban construidas de metal como los humanos fantaseaban.

De la antigua civilización, después de la era oscura y salvaje, cuando los licántropos lograron controlar sus instintos y transformaciones, se recuperó gran cantidad de inventos y tecnología humana. Se había perdido más que nada la historia y la cultura.

Maestro decía que los humanos eran de progresar y nuestra especie no, porque, por ejemplo, los autos que ellos tenían mejoraban con el correr de los años, al igual que las cámaras y las construcciones, pero nosotros solo habíamos logrado recuperar lo que ellos habían dejado, no habíamos logrado ninguna innovación o nueva tecnología.

Continué mirando las estrellas, preguntándome qué maravillas hubiera creado el humano en el espacio de haber tenido más tiempo.

Cuando llegué al hospital toqué estridentes bocinazos para despertarlos a todos muy asustados y desorientados.

—Ups —dije desabrochándome el cinturón.

Mirlo desenfundó sus garras y arañó todo el cuero de los sillones, trazando profundos surcos y liberando la espuma de su interior a borbotones. Yunque se había convertido en un lobo de color ceniza de casi cuatro metros, la cabina era demasiado pequeña para contenerlo, una de sus patas, me había empujado y enterrado mi cara contra el volante. La bocina no paraba de sonar. Lo que me aplastaba era un animal como él: grande y gordo. El resto de su cuerpo estaba comprimiendo a Ceto contra el vidrio, él abrió la puerta y fue expulsado de rodillas sobre el asfalto del estacionamiento.

Yunque cayó al aparcamiento, no sin antes contorsionarse dentro del auto y aplastarnos, aun más, a Mirlo y a mí, para salir. Una vez fuera asomó su peludo morro al interior de la camioneta y olfateó su ropa ajada, la que había desgarrado al transformarse de sopetón. Ceto agarró lo que habían sido sus pantalones: un guiñapo de trapo arrugado y descuartizado. Sus zarpas rasgaban el cemento del suelo. Estaba molesto.

—Ni modo, tendrás que andar en pelotas —opinó Mirlo observando, por encima del techo del auto, colgada de la puerta, cómo había quedado su vestimenta—. O entrar al hospital con esa forma, pero está prohibido convertirse en el interior y tirar pelos a los enfermos.

—Andar en pelotas entonces —dije encogiéndome de hombros.

—Nadie te vera nada —terció Ceto, separó su pulgar de su dedo índice por una corta distancia—. Si tus pelotas son dimi...

Yunque erizó su pelaje y gruñó enseñándonos todos sus colmillos.

—Calma —dije alzando las manos—. Pimienta guarda ropa de emergencia debajo de los asientos.

Guardé las llaves en mi bolsillo, regresé al auto y mientras rebuscaba en el suelo escuché la voz de Ceto:

—No me mires así, no es mi problema que seas alérgico a tu propio pelo ni que no controles aun tu transformación. Vamos, tienes veinte, debes saber cuándo transformarte o no.

Luego de que Yunque regresara a su antigua forma, después de que recibiera comentarios de su pequeño amigo (según él tenía frío) y de que se vistiera, pudimos entrar al hospital. El edificio era una compleja estructura de vidrio rodeada de algunos pinos amontonados y delgados.

Nos atendió una recepcionista vestida con un traje rojo rubí, estaba maquillándose el rostro con lianas, runas y símbolos, dispuesta a marcharse y presenciar los desfiles matutinos de la ceremonia. No había un alma en el hospital. La gente no solía enfermarse mucho y si lo estaba fingía que no le dolía nada, sobre todo el día de la ceremonia.

Le dije que era Hydra Lerna y que venía por el artículo de Termo Ternun. La mujer abrió enormemente los ojos, levantó el teléfono, accionó un botón y susurró unas palabras tímidas al auricular. Se puso de pie y nos indicó con su brazo que subiéramos las escaleras al final del pasillo y entráramos a la oficina número 25.

Mis amigos quisieron seguirme, pero negué con la cabeza. Sabía que si ellos entraban a esa oficina comenzarían a recitar leyes de confidencialidad, criticarían al doctor Ternun y actuarían como unos padres quisquillosos y protectores. No necesitaba eso, yo no sólo había venido a disuadirlo de que no publicara ese artículo, quería también saber cuál era el diagnostico que había deducido para mí.

Mirlo abrió la boca para protestar e insultarme, pero mi hermano la interrumpió.

—Solo cinco minutos, si se tarda más entraremos de todos modos.

Me encogí de hombros.

—Me parece bien.

—Odio cuando te encoges de hombros —protestó Mirlo descargándose contra una pared.

Mientras me alejaba por el pasillo los escuché murmurando, cerrándose en un círculo y tramado: «Podemos pararnos en la puerta y oír» «Sí, sí» «Démosle tiempo, que crea que va solo» «Sí, sí» «¿No se supone que debe confiar en su novia?» «Ñah»

Abrí la puerta sin tocar. 

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