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 Mi madre siempre decía que los problemas no vienen solos, pero que tú solo puedes eliminarlos. Claro que ella no creía en amistades, ni en el amor. Era una luchadora empedernida, firme y dura como cuero sin curtir. A veces ni siquiera sabía si de verdad me quería o podía querer.

Por suerte nunca seguí sus consejos.

Sí tenía muchos amigos, a montones, desde vejetes canosos sin dientes hasta niñitos sosos sin dientes también; y aunque vivía con la manada más débil de todo el valle, la casa en la que residía era la más acogedora que pudieras encontrar a cien metros de distancia. Por ni hablar de mis compañeros de cuarto, ellos eran las personas más cariñosas y molestamente interesadas que lograrías conocer. No te dejaban tranquilo a no ser que te vieran feliz y hace muchas semanas me costaba ser feliz.

Razones por la cuales me había escondido de ellos en el ático. Aunque Runa me había olfateado y encontrado, por ser la que tenía el mejor olfato de toda la casa, su higiene le daría nauseas a un zorrino.

Ella iba a dar el grito cuando me vio, pero para hacerla callar le había prometido ayudarla con su tarea.

Era una niña rara, la burla de todos los demás críos del pueblo que por ser ordinarios se creían mejor que ella. Tenía nueve, su cabello enmarañado e hirsuto era cobrizo, sus cejas parecían orugas sobre sus ojos café y siempre vestía con una cacerola por encima de la cabeza para prevenir que le cayera granizo, no importaba si estaba soleado y con cero probabilidades de lluvia. Para completar su atuendo estrafalario ese día se había colocado en sus hombros un mugriento abrigo de piel de topo y sus ojos se perdían tras unas gafas de aviador. Su pálida y suave cara estaba tiznada de hollín y tierra.

Me provocaba tanta ternura como vergüenza ajena.

Estábamos sentados con nuestras espaldas contra polvorosas cajas repletas de pertenencias viejas y mohosas. Era lo único que había en el ático, además de muebles rotos o bajo sábanas y de la ventana esférica que se suspendía sobre nuestras cabezas y derramaba luz. Ella tenía sus botas militares encaramadas en una pila de periódico y yo leía sus libros de texto tratando de responder las preguntas de historia que le habían encomendado.

—Cuando termines con historia puedes seguir con matemáticas —aconsejó con una sonrisa pícara.

Le saqué los lápices, que se estaba por llevar a la nariz para fingir que era una morsa, por décima vez.

—Podrías leer las respuestas al menos —protesté alejando todas las cosas pequeñas de ella—. Así aprenderías un poco.

—Es historia de humanos —bufó—. Aburre. No me interesa cómo murieron.

—No murieron —negué fingiendo asombro.

Runa meneó con la cabeza y me observó ponzoñosamente.

—Tengo nueve ya no creo en ellos, ni en Santa ni en hadas.

—¿Ni en el hombre de la bolsa?

Me desvió la mirada como siempre que mentía, la olla sobre su cabeza chocó con una caja.

—No, claro que no —bisbiseó y se cruzó de brazos—. Sigo durmiendo con la luz encendida por costumbre —excusó, se encogió de hombros y me observó desafiante—. ¡Mucha gente lo hace!

—Muchas niñas lo hacen.

—¡Que no soy una niña! ¡Soy una mujer! ¡Ya puedo sentir los cambios en mi piel, el otro día me levanté de la cama y podía ver a kilómetros de distancia! —Se incorporó teatralmente y recorrió el horizonte con su mano—. Soy la más rápida corriendo. Ya lo verás, el año que viene estaré súper lista para la ceremonia del Nacimiento.

—Te vi pelear, Runa —dije con mi característico tono de voz mecánico, sin sentimiento, alejando el libro de texto de mi regazo y acercándome hacia ella—, eres buenísima, podrías retar a una manada más respetable, podrías conseguir un buen trabajo y ser alguien. Eso no significa que no nos veas más.

—Eso es lo único que pasará si me gano un puesto más arriba de la cadena, ya se lo dije a papá, me quiero quedar aquí, en Betún ¿Cuál es el problema?

—Ese es el problema —Le clavé el lápiz en el pecho—, que te quieres quedar en Betún. Puedes enfrentar a otra manada, ganarles y...

—¡Les diré a todos que te escondite en el ático! —amenazó poniéndose de pie y sosteniendo la cacerola que bamboleaba sobre su cabeza, me observó asustada, porque ambos sabíamos que era demasiado leal como para delatarme—. No quiero hablar otra vez de Nacimiento, por favor.

Alcé mis manos en señal de rendición y suspiré.

Miré con añoranza los humanos sonrientes del libro de historia. Estaban en la cubierta, personajes abrazados como si entre ellos no existieran diferencias.

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