La ciudad de fuego
Diré ante todo que fue una suerte. No espero que alguien pueda creerme, aunque sé que muchos desean en el fondo de su corazón vivir algo parecido.
Quienes me conocen saben que siempre he sido muy prudente, que por no arriesgar ni siquiera me acerco a una mesa donde haya dados o cualquier otro pariente del azar. Sin embargo, aquella noche me lancé a vivir una experiencia, una que me ha marcado para siempre.
Lo vi a lo lejos. Parecía envuelto en una cúpula de cristal para evitar que el mundo lo dañara, temiendo el tacto de cualquier desaprensivo. Luego comprendí que aquella barrera tenía otro fin, que se exponía tan bello como inalcanzable porque así se aseguraba mi infinita curiosidad. Y yo me dejé llevar, ávida de su misterio, con sedienta expectativa.
Escalé hasta la parte más alta y desde allí contemplé su cuerpo. Sentí que mi deseo se desangraba entre matices, atendiendo cómo el dorado atardecer incidía sobre cada una de sus curvas, casi como un desafío; una perversión.
No dejé que la impaciencia me delatara, así que, lentamente, ajusté la marcha hasta su encuentro, deslizándome liviana y sin prejuicios. Fue entonces cuando caí en el embrujo de su aroma. No sabría describir con palabras lo que la fina fragancia supuso en mí, pero tengo la certeza de que es un arte de hechicería.
Sentenciada a su condena, me lancé a besarlo. Aquel contacto fue tan delicado y sublime, que acabé aferrándome a él con fuerza, deseando que el encuentro no tuviera fin. Su sabor se me antojó un alivio, medicina para almas cansadas; el refugio perfecto que acoge a las causas perdidas.
Sumergida en una marea cálida y densa, me aventuré a explorar la profundidad, aun percibiendo las corrientes submarinas que prometían un destino incierto. Apagados los miedos, descubrí un mundo de eternas maravillas, donde la piel no era una frontera, sino un camino a la dicha.
Hallé pues una ciudad ignota donde el fuego de los versos era derramado con una cadencia prodigiosa; marcando el sendero a través de las más bellas palabras. Nadie temía a los espíritus desnudos, ni a los corazones que danzaban al son de nuevas melodías. Los ojos eran inocentes, tímidos infantes con baúles llenos de preguntas e inmaculadas intenciones. Y los abrazos, térmicas tempestades, no guardaban puñales para futuros sombríos.
Las batallas se libraban con la verdad como armadura, a veces cruda y cruel, pero siempre necesaria. Y la lucha sólo se prestaba a conseguir riqueza intangible, la que no precisa bancos o bolsillos.
Y el amor... El amor acariciaba franco, sin enigmas ni dobleces, igual que la voz de un padre henchido de orgullo. No había contratos ni bienes que separar. No había cuerdas que marcaran los límites. El amor surgía de las entrañas vehemente, criatura alada que no teme ser vista, que no ofrece leyes ni pactos porque sabe que sólo ella da sentido a las cosas. El amor es la pluma y el papel, la sábana y el colchón, el aire y los pulmones. El amor es principio y fin.
Nunca reparé en la belleza de esas cosas. Viví encorsetada creyendo que había que aceptar el destino tal como surgiera, sin cuestionarlo ni prevenirlo. Urgía un cambio en mi manera de pensar, y no porque fuera infeliz, sino porque nunca fui consciente de este hecho.
Me emocionó saber que todo aquello no se trataba de una utopía frágil, que no era el residuo de un onirismo desordenado y azaroso. La ciudad de fuego se alzaba imponente, elevada gracias a un manifiesto de designios cuyo objetivo era volver mejores a quienes cruzaran sus puertas. Y permití que me envolvieran sus llamas, dejé primero que me ardieran los ojos, y luego fueron quemándose la frente, la espalda y el pecho.
Ahora estoy de vuelta, extrañando aquel lugar tan sagrado como maravilloso. Al despertar asimilé que la superficie siempre ha sido producto de mediocres tratados, que abrazamos demasiado tiempo la negación como principio irrefutable sin ser conscientes de que hay mucho más allá. Nos hemos olvidado de que es posible conectar sin una pantalla de por medio, y que nunca está de más echar un vistazo alrededor antes de tomar un rumbo. Extraviamos personas aparte de cosas, y ansiamos respuestas sin formular antes las preguntas pertinentes.
Dejamos que otros eduquen a nuestros hijos, que centren su atención en patrañas y circuitos que se repiten. Y envueltos en una desidia incomprensible, una molesta y pesada, miramos hacia otro lado cuando suceden eventos injustos, excusándonos desde la premisa de no estar siendo partícipes. Sin embargo, forzarnos a la ceguera nos convierte en cómplices. Y es que la sombra sólo se combate con luz.
La mayoría me toma ahora por demente, aunque algunos, sin duda movidos por la deliciosa curiosidad, me preguntan cómo llegué a tamaña conclusión, cómo liberé a mi yo metafísico de una forma tan salvaje. Surgió una noche que, envuelta en una soledad lacerante, acepté la propuesta de un extraño. Sostenía una botella de vino y dos copas: «te sentirás mejor» dijo.
Atendí entonces a sus pupilas. Refulgían bajo la luz ambiental, con llamaradas que bailaban vibrantes mientras él esbozaba una expresión de seguridad.
—Ves el fuego, ¿verdad? —preguntó en voz baja.
He de reconocer que en ese instante me invadió el terror. Sin embargo, no hice amago alguno de huir. Necesitaba saber qué causaba aquel brillo en sus ojos, por lo que asentí y acepté la bebida.
—¿Has probado alguna vez el vino del saber? —intervino de nuevo. Al ver que yo negaba con la cabeza, agregó—: Pues te aconsejo que lo hagas. Es como beber libertad.
—¿Qué te ocurre en los ojos? —cuestioné sin ambages.
—Tú sólo bebe —insistió.
—Ni siquiera sé cómo te llamas.
Él sonrió y bebió un poco. Sus ojos se encendieron aún más después de saborear el vino. Parecía satisfecho, feliz, y después de mirarme durante unos minutos, finalmente respondió:
—Me llamo Progreso, ¿y tú?
—Mi nombre es Inquietud —respondí.
—Entonces estamos destinados, querida.
Y fue ahí cuando, tras dar el primer sorbo al vino del saber, descubrí la ciudad de fuego.
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