Dulce tenía un grave problema, imaginaba mil maneras de darle fin al muerto viviente que ahora era Gastón, pero en todas ellas era incapaz de matarle. Y eso que la última imagen que tenía de él era de alguien más muerto que vivo.

Era una mujer fuerte y tenía sed de venganza, pero no era una asesina. Sabía que, aunque lo merecía, nunca podría hacerle daño. En un enfrentamiento cara a cara con un brujo despiadado como ése, tenía todas las de perder.

Decidió pues que las prisas no serían buenas consejeras a la hora de urdir un plan efectivo para acabar con el nigromante, así que se tomó su tiempo para estudiar la mejor estrategia.

En su largo viaje de vuelta a casa registró las más prestigiosas bibliotecas de hechicería, en las que pasó noches enteras pegada a los libros. Visitó a brujas amables, y no tan amables, que la aconsejaron de formas muy diferentes y conversó con ancianos sabios que conocían leyendas de brujos derrotados. Pero nadie le daba una solución palpable, era frustrante.

El camino fue largo y duro. A veces disfrutaba de su soledad y otras la aborrecía. Conoció amores que le regalaron breves momentos de evasión, pero nadie llegó a tocar el núcleo de su corazón.

Lo que ella no sabía era que, durante su aventura, sin darse cuenta, había conseguido reunir las armas necesarias para vencer a Gastón.

En primer lugar, Ágata le había entregado su magia, para que ella sí pudiera tener la oportunidad de vivir la vida que merecía, quedándose así totalmente expuesta ante el mortal ataque del ladrón de corazones. Ese acto le había imprimado los dones de la perseverancia y la compasión, además de haberla dotado de unos poderes mágicos de los que aún no conocía su potencial.

En segundo lugar, ahora sabía que ya había conocido a su amor verdadero, tan inocente, puro y sencillo. Al descubrir la historia de su Lucero Azul, quien había perdido la vida dos veces por ayudar a otras personas a salvar la suya, se le había llenado el alma de generosidad. Lucharía hasta donde hiciera falta para que ninguna víctima más cayera en la trampa de Gastón y perdiera la oportunidad de conocer el amor verdadero.

Así pues, la nueva Dulce descubrió que ya no tenía miedo a nada, pues nada tenía que perder y ese es el primer cimiento de la valentía más absoluta.

La perseverancia, la generosidad y la valentía eran ahora su armadura, su escudo y su espada. Así lo sentía, tan dentro de su ser, que no recordaba el día en el que se materializaron y la hicieron consciente de que estaba totalmente preparada para enfrentarse a su enemigo. Ese día dejó atrás sus inseguridades y puso rumbo directo a su encuentro. Estaba preparada para morir luchando.

Tras un largo vuelo, llegó a su antiguo hogar. La casa del valle, antes tan acogedora y ahora estaba abandonada y devorada por la maleza. Era como si el bosque quisiera hacer desaparecer ese sitio habitado por el mal.

La entrada principal resultaba inaccesible, con tantas ramas y hojas delante, así que se dirigió al establo en cuanto vio que tenía la puerta entornada.

Un hedor asfixiante salía de allí, todo estaba tan silencioso que Dulce escuchaba perfectamente su propia respiración, amplificada por el miedo, y aunque de buena gana se hubiera marchado, entró. No podía creer lo que estaba viendo, una montaña de cadáveres de personas y animales con un agujero en el pecho se descomponían en sus antiguas caballerizas. Y de pronto sintió que no estaba sola, unos ojos la acechaban desde las sombras.