La chica que no era una chica pronto se encontró sintiendo demasiado todo el tiempo. Felicidad, tristeza, ira. Cada emoción la abrumaba.

Una parte de ella quería volver a esa época en la que estaba vacía, cuando llorar era imposible, cuando había una pared protegiendo su corazón e impedía que otras personas le hicieran daño. Pero en el fondo sabía que eso nunca había sido real, que siempre había sentido así, que la única razón por la que no lo sabía era porque lo había reprimido y ahora cada sentimiento la desbordaba.

Perder algo la hacía llorar con la mayor de las tristezas y frustraciones.

El más mínimo de los malentendidos la hacía enojar con la fuerza de una huracán.

Ver a una persona que quería la hacía querer decirle todas las cosas bonitas que pensaba de ella, incluso si sonaban demasiado amorosas, abrazarla y nunca volver a soltarla.

Era una bendición y una maldición. Y la chica que no era una chica no sabía si debía sentirse agradecida u odiarlo.