Todo empezó de una manera sin relevancia y un tanto común, como si el universo hubiera querido que yo no supiera lo importante que sería ese día para mí.

El día que la conocí.

Un día normal de escuela, a mitad del primer semestre del último año. Con el habitual uniforme de aspecto desaliñado, en mí al menos, y en una clase, como de costumbre, aburrida de matemáticas.

Vamos, todo decía que nada sería relevante o importante ese día.

Hasta que el ruidoso rechinar de la puerta interrumpió la, muy entretenida, explicación de... bueno del tema que hayan explicado en esa clase.

Todas las miradas cayeron de inmediato en el cuerpo culpable de quitarnos tan valioso tiempo de nuestra materia favorita, sí, estoy siendo sarcástica.

Una chica; alta, delgada, cabello castaño, medias rosas -no llevaba uniforme-, su cabello lucía como esos que parecen no despeinarse nunca, qué envidia.

No es que disfrute analizando comportamientos, pero mi madre es psicóloga, y, bueno, sí, lo disfruto. Su postura era rígida, sus manos estaban detrás de su espalda, de seguro jugaba con sus uñas, y su mirada se movía en todo el lugar, pero no se centraba en nada. No manifestaba mucha confianza.

En un susurro que de seguro solo el profesor y yo, que estaba sentada en primera fila, escuchamos, explicó su tardanza, y dijo que era la nueva. 

No me digas.

Iba a apartar la mirada en el momento en que el profesor empezó con un monólogo de la puntualidad, a pesar de que tenía una justificación, pero sus ojos chocaron con los míos. 

¿Por qué? No se fijó en nada en concreto, ¿por qué verme a mí? No lo sé, pero no aparté la mirada. Y eso es algo muy raro, porque no puedo soportar el contacto visual por mucho tiempo, ver a alguien directo a los ojos se me hace íntimo. No soy tímida, pero tampoco osada. Ahí estaba viendo sus ojos avellanas, sin embargo. Aparto la mirada antes de que yo me rindiera.

El profesor le asignó un asiento. Tres puestos detrás de mí. Luego todo continúo en orden natural de mi monotonía mientras la matemáticas seguían.