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Especial (parte 3): Anais

Una pequeña Anais de cuatro años alzó su manita hasta agarrar la de su madre, que se la tendía con una dulce sonrisa. Agitando la mano libre con entusiasmo, Anais se despidió de su profesora, la señorita Higgins, y caminó medio corriendo al lado de su madre. Emocionada, le contó a Lyzbeth todo lo que habían hecho aquel día en el colegio, , mientras su madre la escuchaba encantada. 

Mientras caminaban juntas por las calles de Firesand, se cruzaron con Susan, una compañera de clase de Anais con la que la niña disfrutaba jugar. Anais, con su habitual amplia sonrisa, la saludó, y la niña, con otra sonrisa, le devolvió el saludo con la misma energía. Lyzbeth, en cambio, saludó a los padres de la niña con una sonrisa y una leve inclinación de cabeza, que la pareja le devolvió al instante. 

Desde ese momento, Anais calló durante un rato. Lyzbeth la observaba por el rabillo del ojos, curiosa. Su hija fruncía el ceño de una manera un tanto divertida en su rostro infantil, como si estuviera intentando descifrar un puzle muy difícil. Lyzbeth estaba sorprendida. Su hija sólo callaba en muy contadas ocasiones. 

- ¿Anais? ¿Estás bien? -preguntó Lyzbeth, sin poder contener su curiosidad. La niña asintió con vehemencia, pero siguió en silencio-. ¿Por qué estás tan callada? -insistió la joven. 

- Estaba pensando -respondió la niña simplemente. 

- ¿Y en qué pensabas?

- En los papás de Susan.

- ¿Qué pasa con ellos?

- Son dos.

- ¿Y?

- Tú sólo eres una. 

Lyzbeth sabía que aquel día llegaría. El día en que su hija se preguntaría por qué no tenía un padre. El día en que se preguntaría quién era su padre. El día en que se preguntaría dónde estaba su padre. 

Anais alzó su cabecita, mirándola fijamente con aquellos ojos oscuros que los rojos mechones insistían en tapar una y otra vez. Con cuidado, Lyzbeth se los apartó, y vio que los iris de su hija estaban llenos de ilusión. 

- Mamá, ¿eres tan lista que no necesitaste a un papá para tenerme?

Lyzbeth se echó a reír, mientras Anais la mirada confundida. Que ella supiera, no había contado ningún chiste. Un chiste bueno era el de la diferencia entre una pulga y un elefante. Pero lo que acababa de decir no era un chiste. 

- ¿Qué es tan gracioso? -Anais soltó la mano de su madre y se paró en mitad del camino, con los brazos en jarra y su diminuto ceño fruncido.

- Nada, cariño, nada -Anais no parecía convencida-. Venga, dame la mano y vayamos hacia la playa, hace un día maravilloso -Anais siguió sin moverse, todavía estaba molesta de que su madre no le hubiera respondido su pregunta-. Vamos. Te hablaré de tu padre. 

En ese momento, a Anais se le iluminaron los ojos y echó a correr con pasos cortos hasta volver a agarrarse a la mano de su madre. La observaba con ojos hambrientos, como si aquellas respuestas pudieran saciarla al fin. Lyzbeth suspiró para sus adentros. Anais era muy lista. Seguro que se había dado cuenta hace tiempo de que ella no tenía un papá, pero no se había atrevido a preguntarle hasta ahora. 

El sol empezó a hundirse en el horizonte, tiñendo la arena de la playa de un rojo intenso. Lyzbeth ayudó a Anais a sentarse, y después se sentó a su lado, en el mismo sitio en el que se había sentado durante los últimos cuatro años. Y empezó a hablar. 

- Tu papá se llama Shanks. Es un pirata que pasó por esta isla hace mucho tiempo. 

- Tío Hank dice que no hay que confiar en los piratas. Que si veo un barco pirata, corra y avise al alcalde -parecía confusa. 

- Tío Hank se refiere a los piratas de mentira. Tu papá es uno de verdad.

- ¿De verdad? -Anais se inclinó hacia adelante, apoyando la barbilla en las palmas de sus manos. 

- Sí, de verdad. Los piratas de mentira son malas personas, que disfrutan robando lo que la gente se gana con el sudor de su frente y haciendo daño a las personas. Los de verdad, en cambio, son viajeros que adoran conocer nuevos lugares y nuevas personas, y no causan ningún mal. Sólo son libres, como los pájaros. Imagínatelo así: los piratas de mentira son como los cuervos que se comen las semillas y las frutas de las plantas de la tienda, y los de verdad son como los petirrojos, que sólo vuelan sin hacer nada malo -Anais asintió, así sí que lo entendía-. Pero, como los petirrojos, papá tuvo que migrar. 

- ¿Por qué? -Anais pareció sentir la tristeza de su madre, y empezó a hacer pucheros. 

- El mundo lo llamaba para que lo recorriera. No podía evitarlo. Era parte de su ser. Pero no te pongas triste -Lyzbeth acarició suavemente el cabello rojo de Anais, idéntico al de su padre-. ¿Qué hace los petirrojos después de marcharse?

- No lo sé -los ojos de Anais comenzaron a llenarse de lágrimas. Lyzbeth la sentó en su regazo y la abrazó con fuerza. 

- Después de marcharse, los petirrojos vuelven. Y también volverá papá. Me lo prometió, y así será. Me prometió que volvería algún día, y por eso le espero aquí todos los atardeceres. 

- ¿Puedo esperar contigo? Yo también quiero ver a papá. 

- Claro que sí, cariño. Me encantará tener compañía, y a él le encantará conocerte. Seguro que estaría muy orgulloso de ti. 

- ¡Háblame más de él!

Lyzbeth rió suavemente, y le habló a Anais de Shanks y de su banda, hasta que el cielo se oscureció y se encendió de estrellas. 

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Una Anais de diez años estaba sentada al lado de su madre, hablando y riendo como todos los atardeceres. Mientras Anais le contaba mil y una cosas sobre sus clases y sus amigos, Lyzbeth se limitaba a sentarse a su lado, sonriendo y con la mirada levemente ausente puesta en el mar, pero Anais sabía que, aunque no lo pareciera, la estaba escuchando. 

- Y entonces Susan ha dicho que... -Anais se paró de repente, consciente de que, de pronto, su madre se había tensado, con la mirada fija en el horizonte. 

Anais, curiosa, dirigió su propia mirada al mar, encontrándose con una oscura figura acercándose lentamente. A medida que se acercaba, la silueta se fue definiendo, confirmando sus sospechas: era un gran barco, con las blancas velas henchidas al viento. 

Anais sintió como el corazón empezaba a latirle más deprisa, casi que parecía el de un pajarillo, y alzó la mirada para encontrarse con la de su madre, esperando encontrar la misma ilusión que ella sentía en sus ojos. Pero la mirada de su madre seguía fija en el horizonte, inexpresivos. 

- Mamá... ¿Crees que es él? ¿Papá? -Anais intentó controlar el entusiasmo de su voz, sin conseguirlo. 

Lyzbeth se quedó en silencio, sin apartar la mirada del barco. Con movimientos lentos, dirigió la mano a uno de sus bolsillos, sacando unos prismáticos que se colocó ante los ojos. Anais vio, más que oyó, como su madre contenía la respiración un segundo, antes de bajar los prismáticos y mirarla con urgencia. 

- Anais, ve al pueblo y busca al alcalde. Dile que hay un barco pirata acercándose a la isla -a pesar de que su voz era controlada y neutra, Anais pudo ver el temor en sus ojos. 

- ¿Qué pasa, mamá? ¿Por qué tengo que avisar al alcalde? Los piratas son aventureros y libres, ¿no? No nos harán daño -dijo Anais, pero con duda en la voz. La inquietud de su madre la estaba poniendo nerviosa. 

- Sólo hazlo, ¿de acuerdo? Yo me quedaré a recibirlos. 

Anais asintió, y echó a correr hacia el pueblo. Llegó sin aliento hasta el ayuntamiento, en el que entró sin llamar, encontrándose al alcalde con las gafas en la punta de la nariz y leyendo atentamente varios documentos. Al verla entrar, le sonrió amablemente. 

- Anais... ¿qué hay que hacer cuando vas a entrar a algún sitio ajeno?

- Eeeh... ¿Llamar a la puerta?

- Exactamente -el alcalde rió suavemente, mientras se quitaba las gafas-. ¿Qué ocurre?

- Mi madre me ha dicho que venga a buscarte. Un barco pirata está a punto de llegar a la playa. 

- ¿Un barco pirata? Mejor que vaya a ver. 

Se levantó con firmeza, y salió del despacho mientras se ponía una chaqueta. Cada vez que se cruzaban con algún habitante, les hacía un gesto para que los siguiera. En caso de invasión pirata, lo mejor era mostrarse fuertes y unidos. A algunos, les comentaba algo de poner a los niños a salvo en los sótanos de las casas. Anais caminaba al lado del alcalde, pero cuando estaban a punto de llegar a la playa, el alcalde la detuvo gentilmente, poniéndole una mano en el hombro. 

- Quédate aquí, podría seguir peligroso. 

Anais se quedó quieta mientras el hombre se adelantaba, pero cuando éste ya no la miraba, siguió a la muchedumbre, mezclándose entre ellos. Al llegar a la playa, intentó llegar a la primera fila, empujando a la gente. En aquel momento, no sabía que aquello sería un gran error. 

Con asombro, vio como unos hombres estaban alrededor de su madre. Veía que estaban gritandole, y que ella también les respondía gritando. De pronto, uno de los hombres, alto, forzudo y rubio, pegó a Lyzbeth. A pesar de la distancia, Anais pudo ver como unas gotas de sangre salpicaban la arena. Uno de los hombres, que tenía un oscuro tatuaje en el dorso de la mano, se echó a reír.

- ¡¡¡MAMÁ!!! -gritó, sin poder contenerse. 

El alcalde la abrazó, intentando taparle la horrible escena, pero ella todavía era capaz de ver como la ataban violentamente, y uno de ellos se la llevaba al barco como si fuera un saco de patatas. Anais intentó zafarse del alcalde, ir adonde su madre y soltarla, pero el alcalde no le dejó. Se separó de ella, agarrándole con firmeza por los hombros, mientras Anais comenzaba a sollozar. 

- ¡Anais! ¡No puedes ir ahí, es peligroso! Nosotros salvaremos a tu madre, tu ve al pueblo y escóndete en tu casa, ¿de acuerdo? Todo saldrá bien. 

Anais asintió entre lágrimas y, tras echar una última mirada a los hombres de la playa, echó a correr. La risa del hombre rubio todavía resonaba en sus oídos. 

Haciendo oídos sordos a lo que le había dicho el alcalde, pasó de largo su casa, y siguió corriendo en trecho que quedaba hasta Greentree. Antes incluso de verlo más allá de los árboles, podía ver el ambiente festivo y la música que salía del bosquecillo en el que estaba ubicado. Al fin y al cabo, eran las fiestas de Greentree. 

Corrió por el pueblo más rápido de lo que jamás había corrido en su vida hasta llegar a la plaza del Gran Árbol, donde sabía que estarían los demás. Antes de poder hablar con nadie, se chocó con un joven ligeramente más alto que ella. 

- ¡Anais! ¡Qué bien que al final hayas venido! -soltó Nick, que era con el que se había chocado. 

Anais apoyó las manos en sus rodillas, tratando de recuperar el aliento. Alzó el rostro para pedirle ayuda, para que fuera a avisar a los guardianes, pero ningún sonido salía de su boca. Entre jadeos, tras un buen rato, consiguió articular.

- Firesand... playa... mamá... Piratas.

No hizo falta nada más para que Nick comprendiera lo que estaba ocurriendo. Su rostro se ensombreció, y echó a correr. Desde donde estaba, Anais vio como Nick hablaba con su padre, Hank, haciendo varios gestos con los brazos. Pudo ver como el rostro de su tío se ensombrecía de la misma manera en la que se había ensombrecido la de su hijo. 

Entonces, la música paró y la festividad se convirtió en alboroto. Los guardianes de la isla dejaron de bailar y echaron a correr de un lado a otro, buscando armas y protecciones para luchar contra los piratas. Anais lo observaba todo, inmóvil, deseando que no fuera demasiado tarde para su madre. Cuando apenas quedaba gente en la plaza, porque ya se habían marchado hacia Firesand o porque se habían refugiado en sus casas, Nick se puso ante ella dándole la espalda. 

- Vamos, súbete a mi espalda. Sé que no aguantarás esperando aquí. 

Sin dudarlo un segundo, Anais se subió de un salto a la espalda de su primo, que echó a correr hacia Firesand. Si tenían suerte, podrían ver como los guardianes derrotaban a los piratas. Pero, por desgracia, no fue así. 

Cuando llegaron a Firesand, el aire olía a humo, muerte y desesperación. Los edificios ardían, mientras los guardianes de Greetree trataban de apagarlo. Anais estaba asustada, ¿por qué parecían tan taciturnos? ¿Dónde estaban los habitantes de Firesand?

- Vayamos a la playa -Nick asintió y corrió hacia la playa, donde se encontraron con un espectáculo horrible. 

La arena, normalmente roja al atardecer, se encontraba todavía más roja debido a la sangre que se había derramado sobre ella. Unos cuantos cadáveres se encontraban desperdigados a lo largo de la playa. Un grupo de guardianes se encontraban reunidos en un punto. Cerca de ellos, Anais vio un brillo desde el suelo. Unas gafas de lectura. 

De un salto, se bajó de la espalda de Nick, y echó a correr hacia aquel círculo. Al apartar a uno de ellos para ver qué rodeaban, Anais se echó a llorar. 

En el centro del círculo, con una herida muy fea en el costado y rodeado de sangre, se encontraba el alcalde de Firesand, todavía consciente y respirando, pero no por mucho tiempo. 

- Alcalde... -sollozó fuertemente Anais. 

- Lo siento, Anais... No hemos podido salvar a tu madre -el alcalde le sonrió con dulzura, antes de que un acceso de tos hiciera que escupiera sangre y que todo el cuerpo se le convulsionara-. Se los han llevado a todos. Hombres, mujeres y los niños que se habían escondido. Todavía puedo oír sus gritos y oler sus lágrimas -la vista se le desenfocó en un punto lejano en el cielo-. El hombre que golpeó a tu madre... es el capitán... de ese barco esclavista... su nombre es... -parecía que al alcalde le costaba cada vez más concentrarse. Su respiración se estaba volviendo rápida y superficial-. Didrieg. 

Aquellas fueron las últimas palabras del alcalde. 

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Una Anais de doce años cerró de golpe una saca, y se la puso a la espalda. Le dolió el corazón mientras dejaba una nota en la mesilla de noche.

Hank y Nick la habían tratado genial durante aquellos dos años, pero no soportaba quedarse en la isla sin saber donde estaba su madre ni si estaba bien. Como la última habitante libre de Firesand, era su deber recuperar lo que aquellos piratas se habían llevado.

El corazón todavía le sangraba al recordar aquel bastardo golpeando y llevándose a su madre, el alcalde muriendo ante sus ojos, las lágrimas de dolor de su tío al descubrir que Lucy estaba en Firesand en el momento del ataque y que también se la habían llevado. Todo aquel sufrimiento que todavía parecía impregnar la isla... Debía ponerle un final.

En silencio, en medio de la noche, bajó las escaleras. Abrió sigilosamente la puerta y paró para oír si alguien estaba despierto. Soló le llegaron las tranquilas respiraciones de su tío y de su primo. Con lágrimas en los ojos, se dirigió al puerto, donde sabía que había un barco que nadie usaba, y que nadie echaría de menos si faltaba. Se sentía mal por tener que robar a sus vecinos, pero no tenía ninguna manera mejor de salir de la isla.

Se subió en silencio al barco, con la mirada fija en Greattree durante unos segundos. Después, le dio la espalda, se secó las lágrimas y se pinto la sonrisa por primera vez. Mientras comenzaba a pilotar el barco, un pensamiento no muy agradable recorrió su mente. 

Ya no era Anais. Era la caza piratas de la Sonrisa Pintada.

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Shanks se dejó caer sobre la arena de Firesand, atonito. 

- Pero qué... ¡¿qué demonios ha ocurrido aquí?!

Ante él, se extendía lo que una vez fue Firesand. De los edificios solo quedaban las carcasas quemadas y, al levantarse el viento, las cenizas adquirían vida propia. Shanks sintió que se le rompía el corazón. ¿Qué había ocurrido? ¿Dónde estaba Lyzbeth?

Había tardado trece años, sí, pero había cumplido su promesa. Pero Lyzbeth no estaba ahí. Parecía una cruel ironía del destino. Él, que se jugaba la vida todos los días contra marines y piratas, había cumplido su promesa de volver. Ella, que se había quedado a salvo esperándole, no lo había hecho. Y probablemente, estaba muerta. 

No soportaba estar aquel lugar. No soportaba que Lyzbeth no hubier cumplido su promesa. No soportaba la probabilidad de que ella no estuviera allí porque estaba muerta. 

Se levantó de un salto, se sacudió la arena de los pantalones, y con voz fuerte, gritó:

- ¡Nos vamos!

- Pero, capitán... -empezó a decir Benn Beckman, pero Shanks lo interrumpió secamente. 

- He dicho que nos vamos. 

Beckman, al igual que el resto de la tripulación, asintió y subieron al barco. Shanks fue el último. 

Mientras se alejaban de la isla, Shanks no miró atrás ni una sola vez, pero no pudo evitar que una lágrima le resbalara por la mejilla. No intentó secársela. 

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Hank estaba ante la tumba de su esposa, Matilde. Como todas las semanas, dejó un ramo de rosas a los pies de la lápida. Se sentó de golpe enfrente, con las piernas cruzadas, observando fijamente la lápida como si así pudiera invocar la amada imagen de su difunta esposa. 

- Hoy ha venido Shanks a Firesand. Ya sabes, el amor de Lyzbeth. He visto su barco llegar al atardecer, pero ellos no me han visto. No he querido dejarme ver. Han llegado, han visto el horror y se han marchado. No he intentado detenerlos -hizo una pausa, y se pasó la mano por el rostro, cansado-. ¿He hecho bien, Matilde? Ojalá estuvieras aquí, ojalá pudieras haberme ayudado en este momento. Desde que te fuiste, no he sido ni un buen padre, ni un buen hermano, ni un buen hombre. Diste tu vida para traer al mundo a nuestra niña, a Lucy, y la perdí. Y no hay dolor más horrible que el de perder a tu hijo. Me alegra que al menos no hayas visto eso, que te hayas ahorrado ese sufrimiento -suspiró, con dolor en la mirada-. Tal vez por eso no he intentado parar a Shanks. ¿Cómo podría haberle dicho que habían secuestrado a Lyzbeth? ¿Cómo podría haberle dicho que tenía una hija? ¿Cómo podría decirle que no supe protegerla, que no pude evitar que se embarcase en una viaje en el que seguramente terminaría muerta? No me habría perdonado. Ni yo me lo he perdonado todavía. Con la desaparición de Lyzbeth, me prometí a mí mismo que protegería a Anais como no pude proteger a Lucy... Pero no ha servido de nada. ¿Qué puedo hacer, Matilde? Te perdí a ti, a Lyzbeth, a Lucy, a Anais. Tras la muerte de mi padre me prometí que protegería a mi familia de las desgracias, pero no ha servido... Al parecer, soy incapaz de proteger a nadie. Sólo me queda Nick... Como algo le pasara a él también, no podría seguir viviendo...

Entonces, se echó a llorar, desconsolado, mientras los rostros de aquellas mujeres a las que había amado y perdido pasaban uno tras otro por sus retinas, intensificando su dolor. 

La visita de aquel hombre que en un principio había odiado, pero que había aprendido a respetar por su hermana, el ver el sufrimiento de sus ojos al observar la destrucción  de Firesand y aceptar la posibilidad de que la mujer a la que había amado había muerto, había revivido viejas heridas que jamás terminarían de sanar. 


Ahora sí que sí!!! Ahora sí que ha terminado la Trilogía de la Chica de la Sonrisa Pintada!!! (Os preguntaréis, como que trilogía, si son dos libros, pero os recuerdo que este segundo libro está dividido en dos partes, La Chica del Sueño Imposible y la Revolucionaría de la Sonrisa Pintada) Ahora mismo subiré el especial de Preguntas y Respuestas (dadme tiempo a escribirlo xD), y yasta. Y no voy a escribir mucho más porque todo lo decible está dicho en los agradecimientos que llevan escritos desde que terminé el último capítulo de la historia en sí xD

Capítulo, intenso, eh? Un poco más de detalles sobre el pasado de Anais y algunos explicaciones como porque Shanks no sabía que Lyzbeth había sido secuestrada. El pobre Hank no fue capaz de decírselo para no empeorar su sufrimiento :(

Bueno, no olvideis votar y comentar ;) Gracias por leer. 


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