Capítulo 28
Francisco llevó a Atilio hasta la casa al mediodía; Esperanza y su nieta lo estaban esperando con mucho entusiasmo. En general estaba bien, salvo por una venda que tenía aún en la cabeza. El anciano se puso muy feliz de ver a Sarah y de estar de nuevo al lado de su querida Esperanza.
—Muchas gracias por traerlo —le dijo Sarah a Francisco.
—No tienes que agradecer, es un gusto para mí ayudar a mi tío. Le ofrecí que pasara unos días con nosotros, en su antigua casa, pero ha insistido en no querer separarse de Esperanza ni un minuto más.
—¡Por supuesto que no! —exclamó con viveza el aludido—. No hay mejor lugar que estar junto a ella.
—Yo te echaba mucho de menos también —repuso Esperanza con lágrimas en los ojos.
—No se preocupe, Francisco, yo los cuidaré a los dos con mucho cariño, puede estar tranquilo.
—Lo sé, Sarah, y te agradezco también. Me alegro mucho de que hayas vuelto, todos estamos muy felices con esa noticia, y a Fernando le noto un brillo en los ojos que no tenía antes.
Sarah se ruborizó. Sí que Francisco era directo, pero era muy bueno saber aquello de labios de un padre amantísimo como él y que tan bien conocía a su hijo.
—Yo también me alegro de estar de vuelta —respondió con sencillez.
Francisco no los importunó más con su presencia y se despidió de ellos.
Luego de la comida —que esta vez preparó Sarah—, la chica decidió ausentarse por unos minutos de casa. Su abuela y Atilio iban a dormir la siesta, y le prometieron que no harían disparates.
—No demoraré mucho. Iré a casa de Alberto y Antonia a devolver los recipientes de la cena de ayer y luego iré al supermercado por provisiones. Estaré atenta a mi teléfono. No duden en llamarme si sucede cualquier cosa...
—Puedes irte tranquila, hija —le tranquilizó Esperanza—, no sucederá nada. Todo estará bien.
Sarah asintió y salió de casa. Caminó hasta la vivienda de sus queridos vecinos y fue Antonia quien le abrió la puerta con una sonrisa.
—¡Hola! ¡Qué bueno verte, Sarah! Pasa, pasa adelante.
La chica se detuvo en el umbral de la puerta, pues andaba con prisa. Echó una ojeada por si veía a Fernando, pero no había rastro de él.
—Es una pena que no veas a Fern, se fue hace poco para su estudio después de comer.
—Solo venía a devolverle los recipientes, el cocido estuvo delicioso.
—Lo preparó Fern —contestó la anciana con orgullo—, cocina estupendamente. Estamos muy orgullosos de él. En estos años ha sabido enfrentar las dificultades para convertirse en un excelente padre. No ha sido sencillo criar una niña solo.
—Lo imagino —estuvo a punto de preguntar por Viviana, pero desistió—. Perdóneme que no me quede más tiempo, pero debo ir al supermercado.
—¡Oh! ¡Justo al lado del Mercadona está la oficina de Fernando! Es en el edificio gris. Te lo comento por si quisieras visitarlo, estoy convencida de que a él le encantará mostrarte su oficina.
Sarah agradeció, aunque no tenía intenciones de pasar por aquel lugar, ¿o sí? Alejó la tentación por el momento y se despidió.
Las compras en el Mercadona fueron rápidas, y al cabo de un par de minutos salió de la tienda con dos enormes bolsas de papel. Se detuvo frente al edificio gris que ya había visto antes, y la marquesina rezaba: Correa, Jiménez y Martín, arquitectos. Supo enseguida que esos eran los apellidos de Fernando, Gustavo y Lucas, respectivamente.
Con curiosidad avanzó un poco y entró al edificio. La puerta del estudio se abrió en ese momento, marchándose una pareja con rostro de felicidad. Una señora mayor, que los despedía, se acercó a Sarah.
—¡Hola! ¿Tienes cita para ahora? —preguntó. Era baja y usaba anteojos.
—Soy... Soy amiga del señor Correa. ¿Él está?
—¡Pase adelante! Justamente ha terminado con esos clientes.
Sarah se sintió un poco rara, más aún con sus dos enormes bolsas, ¿qué era lo que estaba haciendo? Siguió la indicación de la señora y pronto se vio en un salón moderno, minimalista y muy luminoso.
—Enseguida le aviso. ¿Cuál es su nombre?
—Sarah —respondió.
—¡Por supuesto! ¡Cómo no me di cuenta antes! Eres la joven de la fotografía.
Sarah se sobrecogió una vez más al escucharlo. Pilar ya se lo había dicho el día antes, al parecer era verdad. Fernando salió casi al instante, con una expresión de sorpresa pero también de alegría.
—¡Sarah! No podía creerlo cuando me lo dijeron.
—Hola, —sonrió con timidez—, estuve en casa para devolver los recipientes de la cena de ayer, y tu abuela me dijo dónde se encontraba tu oficina. He estado muy cerca haciendo las compras y me decidí a saludarte.
—Me alegra que lo hayas hecho; por favor, pasa —él le quitó las bolsas de las manos y la escoltó hasta su oficina.
El local era muy espartano y tan minimalista como el salón anterior. Las paredes blancas otorgaban mucha luminosidad y contrastaban con el escritorio caoba que estaba en el centro. Fernando la hizo sentar en un diván rojo cercano a la ventana, y él se colocó frente a ella.
—Es un lugar muy bonito. Te felicito.
—Llevamos abiertos un año, y nos ha ido bien. Nuestra cartera de servicios es amplia, y ya tenemos varios clientes. Lucas y Gustavo se encargan de la oficina en Valencia y yo aquí en Castellón, aunque también voy a la ciudad con frecuencia.
—Qué bueno que siguen siendo muy unidos los tres. Son buenos amigos.
—Y familia prácticamente —explicó—. No sé si sabes que Gigi y Lucas llevan años de novios...
—¿En serio? —añadió sorprendida—. ¡No lo sabía!
—Es que fue después que tú... —no quiso decirlo, así que se interrumpió abruptamente—. En fin, esos dos se llevan de maravillas. Gustavo también tiene novia, desde hace algún tiempo.
Sarah estuvo tentada a preguntarle: "¿Y tú? ¿Estás solo?", pero no se atrevió, era evidente que estaba más que solo. Los dos se quedaron callados, tan solo mirándose, el ambiente se volvió tan extraño que Sarah se levantó.
—Lo siento, debo irme. Dejé a la abuela y a Atilio solos en casa y les prometí que no me tardaría.
Fernando se puso de pie también.
—Me alegra mucho que hayas venido.
Sarah iba a marcharse cuando percibió que en una de las paredes había varios retratos enmarcados. Se acercó a ellos y pudo ver a Pilar y a la familia de Fern. Sin embargo, en otra de las instantáneas estaban los dos, en el Castillo de Morella. Ya había imaginado que se trataba de esa fotografía, pero verla causó un estremecimiento en ella.
—Te prometí que la enmarcaría —susurró Fernando tras ella. Sarah no se volteó, pero pudo advertir que estaba muy cerca.
—Tengo que marcharme —dijo Sarah apartándose un poco y tomando las bolsas de donde Fern las había colocado. Tenía las mejillas sonrojadas.
—Sarah, ¿podría pasar esta noche a verte? ¿Conversar un poco?
Ella no sabía qué responder, pero tampoco podía negar que quería verlo.
—Te invito a cenar, a Pilar y a ti —respondió atropelladamente.
—Pilar no podrá ir, pues es viernes y se ha vuelto costumbre que se pase la noche con los mellizos en casa de mis padres. Nada puede competir contra ese plan, créeme —Sarah sonrió.
—Está bien, ven solo tú. Ya podré ver a la niña otro día.
—Gracias por pensar en ella —le dijo Fernando de corazón.
—Es lo mismo que pensar en ti —confesó.
—Me alegra que congeniaran al instante, pensé que sería más difícil para ti...
Sarah negó con la cabeza, estaba demasiado emocionada.
—Es un amor de pequeña, además ella no tiene la culpa de lo que sucedió —y antes de que Fern pudiera detenerla, Sarah se despidió de su secretaria y salió a la calle con el corazón latiéndole muy aprisa.
—Entonces invitaste a Fernando a cenar —comentó Esperanza mientras veía a su nieta preparar la comida.
—¿Lo ves mal?
—¡Por supuesto que no! Me parece una idea estupenda, solo estoy preocupada por ti, pues según recuerdo estabas saliendo con un chico.
Sarah suspiró, recordando a Carlos.
—Entre Fernando y yo no está sucediendo nada, abuela.
—Ambas sabemos que eso no es cierto. Creo que lo mejor es que seas sincera con Carlos y, si no estás enamorada de él, queden en buenos términos.
—¿Crees que no estoy enamorada de Carlos? —precisó Sarah. Le resultaba fascinante la percepción de su abuela.
—Pienso que no o no estarías preparando esa cena para Fern. Por cierto, van a cenar solos...
—¿Qué?
—¡Por supuesto! Tienen mucho que decirse, nosotros solo les estorbaremos.
—Abuela, no creo que sea lo mejor —Sarah se interrumpió cuando Atilio llegó y se sentó junto a la dama.
—Cariño, Sarah me está diciendo que invitó a tu sobrino nieto a cenar a casa esta noche. ¿Crees que sea buena idea que cenemos con ellos?
—¡Qué va! Estaré viejo y me habré dado un golpe en la cabeza, pero todavía sé el valor de la privacidad durante una cita.
—¡No es una cita! —se ruborizó la joven.
—Sarah, cariño —prosiguió su abuela—, Atilio y yo todavía no estamos del todo recuperados para ser buenos anfitriones, además nos dormiremos temprano a causa de los medicamentos. Lo mejor que podemos hacer por ustedes y por nosotros es cenar antes y dejarles el espacio libre.
Por más que Sarah quiso razonar con ellos, no lo logró y finalmente se dio por vencida. En realidad, ella quería cenar a solas con Fern pero tenía miedo... Miedo que después de tanto tiempo los recuerdos y los sentimientos se volvieran más fuertes.
Una llamada en su teléfono la distrajo por algunos momentos: era Carlos. Se sintió mal al hablar con él, pues el hombre era muy amable y cariñoso con ella. Era increíble que con solo dos días transcurridos y la distancia interpuesta entre ellos pudiera darse cuenta de que esa relación jamás iba a funcionar. Su abuela tenía razón: ella no estaba enamorada, y lo mejor era terminar lo antes posible. Pensó en hacerlo por teléfono, pero aquello le parecía demasiado feo. Tal vez, cuando sus padres llegaran a Castellón —algo que ya habían anunciado para el sábado—, pudiera ir un fin de semana a Barcelona y poner fin a lo que nunca debió haber comenzado.
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