Capítulo Seis.
Acepté la conversación con Marcus, pero no quise que fuera en ese momento. Llevaba un día entero en esa ciudad y todavía no tenía en donde caer parada y andaba con el mismo vestido. No era la mejor idea seguir andando por la vida sin una buena ducha y un lugar en donde parar. Si bien tenía la idea de irme a la casa de Laura, ahora que sabía que seguía con el chico malo no quería molestarlos. No podía vivir en la casa de los Scott, por más novia falsa que era y Suni parecía no estar de buen humor para darme su hogar.
Así que tuve que hacer lo que menos deseaba en la vida: volver a casa.
Y cuando digo casa no hablo del departamento en el que viví mientras estaba trabajando para la editorial, a unas cuadras del edificio, sino mi verdadera casa. En la que había crecido.
Mis padres vivían en una bonita casa alejada de la ciudad, en un sector de casas de familia que odiaban el centro y yo era una de esas. Había pasado toda mi vida viviendo en un barrio cerrado lleno de verde y casas bajas, sin ningún edificio. Todos se conocían, todos eran amigos y yo siempre había sido la chica gorda a la que nadie quería. Pero no tenía otra alternativa y al mismo tiempo seguía siendo mi hogar.
Tomé un taxi y al decirle la dirección me miró con ilusión sabiendo cuánto iba a ganar por ese viaje. Maldita sea, todo parecía una mala opción. Pero, ¿qué iba a hacer? Ya estaba ahí, tenía que solucionar el caos que había hecho con Marcus y al mismo tiempo detener una boda. No iba a negar que era una idea descabellada, pero tampoco iba a vivir en un hotel cuando tenía en donde caer.
El auto estacionó frente a una bonita casa de paredes grises, típicas de un hogar de familia suburbana, con tejados azules y jardines bonitos. Recordaba la cantidad de veces que había jugado en ese lugar y también vivido buenos momentos. Mi infancia me golpeaba y saber que iba a dormir en mi cama de adolescente me angustiaba. Esa cama era bien incómoda y la habitación estaba llena de posters de One Direction (con Zayn tachado, obviamente).
Toqué el timbre de mi casa y escuché ese ruido insoportable que le había puesto mi madre al llamador. Tenía una buena relación con mis padres, la mejor de todas sinceramente, pero no solía conversar mucho con ellos. Desde que me había ido de su casa me habían ignorado, habían viajado por el mundo y hasta habían adoptado un perro. Estaban felices de finalmente estar lejos de su hija y un poco los entendía, había sido una adolescente demandante. Pero esperaba que por lo menos me recibieran.
—¡Lizzie! —exclamó mi madre cuando me vio al abrir la puerta y yo le regalé una sonrisa tratando de conseguir un pase gratis. Necesitaba dormir en una cama, podía soportar cualquier cosa. Realmente podía vivir de cualquier modo con tal de estar en una cama calentita—. ¿Qué haces aquí?
Yo a veces jugaba un poco el papel de "vistima" pero nunca en mi vida me sentí tan incómoda como ese día. Mis padres estaban nerviosos y demostraban que algo sucedía, algo que les incomodaba de mi presencia. Primero llegaron los abrazos, los besos y luego las explicaciones. Mi madre se mostró contenta de verme y de saber que me quedaría unos días, pero mi padre estaba nervioso. Algo sucedía y esos dos no querían decírmelo.
Me imaginé a mis padres siendo parte de un asesinato. Tal vez la chica que los ayudaba con las cosas de la casa se había portado mal y la habían matado, escondido el cuerpo para luego dejarlo caer al río. O mucho peor, se habían dado cuenta de que podían abrir la pareja y ella era parte de un trío. O tal vez me odiaban por los malos regalos que les había enviado en Navidad. O tal vez todo junto.
Pero la realidad fue aún peor. Mucho, mucho peor.
Si ustedes recuerdan mi anterior historia, recordaran a esa Lizzie muy insegura y llena de prejuicios. Normalmente, todos esos problemas los crea la sociedad, niños malos en el colegio y, sobre todo, un padre abusivo. En mi caso ninguno de mis padres había sido malo conmigo, sino todo lo contrario. Mi madre era un sol de persona y mi padre era un tipo bromista y divertido, de donde yo sacaba los chistes la mayoría de las veces. Por eso muchas personas me preguntaban por qué yo era tan insegura con mi personalidad y mi cuerpo.
Bueno, quiero presentarles a la persona culpable de eso.
La persona que arruinó mi infancia, que se burló de mí a cada momento y llegó a hacerme llorar todas las Navidades cuando se burlaba de mi atuendo. El ser humano más desagradable del mundo, lleno de rencor por el mundo a pesar de su belleza y su riqueza.
—Elizabeth, siempre tan oportuna...
Levanté la mirada para encontrarme con mi abuela, la madre de mi padre y quise vomitar. Bueno, de hecho vomité sobre la alfombra de mi madre.
—Margaret, por favor, siéntate. Te prometo que mandé a lavar la alfombra.
Mi madre hablaba y a mí me giraba el mundo mientras trataba de entender que estaba sucediendo. ¿Cómo podía ser eso posible? ¿Cómo podía ser que mi abuela estuviera viviendo con mis padres después de todo el daño que me había hecho? Ustedes no se hacen una idea de lo malvada que era esta mujer cuando yo era pequeña.
No solía vivir con nosotros, pero hubo una temporada que estuvo enferma (aunque a mi parecer solo quería atención) y teníamos que ir todos los domingos a verla. Mi padre vivía loco por ella, tratando de cuidarla y darle la atención que pedía a gritos, mientras que mi madre se mostraba recelosa de ese amor que parecía un poco Edipo. Yo simplemente jugaba sola imaginando historias con mis peluches, unos años después con mis Barbies y, mis últimos años junto a ella, mi computadora. Mi abuela era un ser malvado, de esos que te miran a lo lejos y te juzgan, sin pensar absolutamente nada bueno.
Había sido una mujer muy bella, todavía seguía siéndolo, tenía unos ojos verdes preciosos y una cabellera blanca que antes había sido roja. De ella sacaba el color de cabello, pero no estaba contenta solo por tener algo en común con su persona.
Pero no solo la veía los domingos, sino que también tenía que verla los días de semana que mis padres tenían citas. Los viernes por la noche era el bendito día horrible que mi abuela me invitaba a su casa y mis padres creían que yo era una niña feliz. ¿Quién es feliz pasando la noche con una vieja podrida como ella? Nadie.
Cada vez que me veía me preguntaba cuánto pesaba y yo tenía la obligación de pesarme en su balanza. Recordaba los azulejos del baño con mucho horror, aquel verde color vómito y las pequeñas flores dibujadas. Mis pies descalzos y yo subiéndome a esa balanza del demonio que para mí siempre estaba configurada para que yo pasara vergüenza.
Según mi peso ella debatía la cena y en muchas ocasiones no comí porque ella creía que yo estaba "pasada de peso". Me olvidé de contarles, mi abuela fue una modelo por muchos años hasta que mi abuelo, padre de mi padre, se casó con ella. Le impidió seguir con su carrera y el rencor la persiguió para toda la vida. Tenía tanto odio encima por las personas de peso que no paraba de mirar la televisión y juzgar a las personas que veía. Pero yo era su caso favorito.
Me decía cosas horribles, cosas que me persiguieron para toda la vida. Que no iba a tener novio solo por ser gorda, que las estrías eran cicatrices horribles que nadie me iba a quitar, que nadie me querría, que no iba a ser nadie porque la única manera de ser alguien era ser bella y muchas cosas más. Cuando crecí y me podía quedar sola en mi casa fue cuando dejé de verla. Pero cuando ella venía a mi casa no dejaba de tirar algún comentario horrible.
"Que linda te ves, pero te verías mejor si estuvieras más flaca"
"Estoy segura de que debajo de toda esa grasa hay una persona bella"
"Necesitas bajar de peso, querida, te pueden confundir con una obesa"
"¿Cómo haces para entrar en las sillas de los cines?"
"Puedo pagarte una operación si quieres, solo tienes que estar dispuesta a mantenerla".
Así todos los años. Me regalaba ropa que no me entraba, esa era su maldad todas las navidades y cuando quería devolverla me decían que no podía cambiarla por dinero o que no había de mi talle. Mi abuela era un demonio, un ser horrible que había creado quien era antes de Marcus y nunca más la había visto desde el accidente.
De eso hablaré más adelante, primero necesito recordar lo mal que la pasé ese día.
—Elizabeth, ¿qué hablamos sobre vomitar? Tienes que hacerlo una hora antes de comer, no mil después —se burló ella mientras fumaba un cigarrillo horrible y largo, digno de una vieja asquerosa como ella. Mi padre suspiró y la ignoró, porque por alguna razón siempre ignoraba cuando la muy maldita me maltrataba. Al día de hoy no entiendo por qué, siendo testigos del maltrato, lo permitían y yo jamás fui lo suficientemente fuerte para vencerla. Ella me traía a la niña insegura que era antes de ser la persona que era.
—¿Qué hace ella aquí? —quise saber por qué me indignaba que estuviera respirando el mismo aire. Mi madre me dio un vaso de agua con una pastilla para mejorar mi estómago (y mi resaca), así que la tomé porque le confiaba la vida a esa mujer.
—Tu abuela ha decidido quedarse a vivir por complicaciones de su salud, Lizzie.
—¿Y en dónde está durmiendo? —quise saber tragando la pastilla y dejando que bajara por mi garganta. Miré a la mujer, que ignoraba por completo mi mal carácter y además, se reía un poco de la situación.
—En tu cama, Lizzie, lamento decirte que la convertí en mi habitación y si decides quedarte... creo que lo mejor será ir al cuarto de invitados.
¿Iba a dormir en el cuarto de invitados la heredera de esa familia? Al parecer sí y por dentro sentía que todo volvía a comenzar.
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