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Arlene
Todo fue por culpa de la fiesta, la grandiosa fiesta que decidió celebrar mi padre, en honor al Conde Larvergne, recién llegado de sus viajes por Europa.
El conde no era más que un rechoncho hombrecito pusilánime, que viajaba con sus más de veinte sirvientes por toda Europa, iba por aquí y por allá ostentando su riqueza. Nada bueno podía salir de allí.
Pero mi padre consideró que era un buen hombre para hacer negocios, uno al que se le podía pedir más y probablemente engañar fácilmente.
Mi padre no era del todo honesto, tenía sus momentos en que servía a su patria con orgullo y devoción y otras en las que poco le importaba y se ocultaba detrás de su escritorio haciendo negocios turbios.
Todos en aquella sala de baile le conocían y la mitad de ellos, por lo menos, hacía negocios con él.
Mi padre no poseía un título nobiliario, no era un conde o un duque; era un comerciante con mucha suerte y dinero que todos envidiaban.
Teníamos una inmensa mansión en París, varios carruajes y un hermoso jardín al frente. Y todo eso, lo había construido desde cero.
No me podía quejar, como hija única, tenía innumerables privilegios, mi vida era simple...pero lamentablemente estaba arreglada desde el inicio. Ya había empezado a presentarme a los primeros candidatos a marido, pero por suerte no había insistido demasiado cuando los había rechazado. Esperaba que siempre fuera así de comprensivo, pero sabía que eso sería solo al principio, pronto las cosas se pondrían más rígidas para mí.
Estar en aquella fiesta, en aquel baile, era intenso.
Todos los invitados vestían sus mejores galas y estaban ocultos por una máscara, un antifaz de colores con diferentes temáticas. Había un pájaro, un zorro y por ahí vislumbré un león.
Entre los invitados estaban los Dumont, los Le Chevrier y los Lesoldault, entre otros. La élite estaba entre nosotros esa noche.
Me encantaban esas fiestas, pero esta en particular me hacía sentir débil, desnuda, observada. Sin embargo nadie me estaba mirando. Todos estaban en lo suyo, hablando o bailando en la pista.
Tomé unos aperitivos y bebí un poco de una copa. El líquido fluyó por mi garganta y me dió la fuerza que me faltaba.
Caminé libre por el salón, la gente me saludaba con una leve reverencia que yo repetía, y seguí por mi camino directo al exterior.
Me apetecía tomar un poco de aire fresco.
Solo unos pasos me separaban de la puerta cuando me cortó el paso mi padre.
—Arlene, ¿qué crees que estás haciendo?—Su voz ronca era autoritaria.
—Solo iba a tomar un poco de aire, por unos momentos.
—Será mejor que lo dejes para más tarde. Hay muchos invitados y esperan de nuestra hospitalidad.
—¿Pero qué quieres que haga? Ellos ya están siendo atendidos.
—Vé y baila, diviértete, diviértelos. No eres un maldito pedazo de mampostería, vé y haz algo.—Me empujó dentro y se alejó no sin antes dirigirme una de sus miradas asesinas.
Deseé con todas mis fuerzas que ese baile se acabara, ya no tenía ganas de estar allí. A pesar de disfrutarlos siempre, esta vez me estaba costando horrores no mirar el gran reloj que colgaba de una pared, y el tiempo no pasaba más.
Me invitó a bailar el vizconde de Chatheaublue. Bailamos un buen rato, dimos giros por aquí y allá.
Su charla fue muy deficiente. El vizconde era lento; para bailar, para hablar y lo lamento pero, para pensar también.
Lo dejé así como lo encontré, con la palabra en la boca y una sonrisa a medias.
Me tope con varios más en el camino, no quería ceder pero tenía las palabras de mi padre en la mente diviértelos, y tuve que hacerlo, bailar con uno y con otro. Aunque se me cansaran los pies y ya no quisiera, tuve que deslumbrarlos y sonreír para que todos vieran a la orgullosa hija de Ferdinand de La Rose.
No veía la hora de irme a dormir, regresar a mi cuarto, recluirme en mi pequeño espacio personal donde nada podía afectarme y olvidar esta noche. De seguro en la mañana tendría alguna que otra proposición en la mesa luego de ese espectáculo que acababa de dar.
Traté de relajarme y dejarme llevar, no faltaba tanto para la medianoche, los minutos pasaban lentos y los segundos parecían detenerse cada tanto.
Me senté en una esquina, apartada de la gente y esperé, con suerte nadie me vería y me dejarían en paz.
Una silueta avanzó hacia mí y miré con desgano, seguro era otro de los condes tontos de la sala.
Fue la primera vez que lo oí hablar.
—Hola Arlene.
Su voz era suave pero segura. Levanté la mirada y fue la primera vez que lo ví, no llevaba puesto el antifaz.
Era extremadamente pálido y su cabello casi negro hacía mucho contraste con su piel, sus ojos de un azul imposible me observaron con curiosidad.
Me perdí un poco en ellos y no supe actuar bien en la situación.
—Perdón, ¿lo conozco?—Se acercó un poco más.
—Mi nombre es Demian Komarov, soy nuevo en la ciudad, junto a mi hermano y su esposa.
—¿Ellos también están en la fiesta?
—Así es, ¿ves aquel vestido de traje azul—me señaló a un sujeto con pelo rubio recogido en una coleta—y al lado la dama, con su vestido violáceo, si es que existe ese color—sonríe.
—Ya veo, y ¿qué los trae a monsieur y madame Komarov a París?—enseguida me arrepentí de haber preguntado eso, era muy invasivo de mi parte, seguro pensaría que era una maleducada.
—Bueno—se agarró las manos en la espalda—no hay nada como París. Escuchamos mucho sobre ella mon chérie, y quisimos venir a ver como era el lugar.
Me tendió una mano.
—¿Vienes?
—¿A dónde?
—Yo puedo hacerte sentir cosas que nadie puede.
Demian
Llevo días viéndola, observándola desde lejos y no tan lejos, con sus vestidos elegantes y sus tocados exuberantes. Ella no me conocía, no tenía idea siquiera de que yo existía. Era un completo extraño.
Por lo general jamás pero jamás, enfatizando en JAMÁS, me hubiera fijado en ella.
Con mi hermano teníamos la norma de ir por quienes nadie extrañaría, extractos bajo de la sociedad en los que nadie notaría su ausencia. Lukyan y su esposa Astrid, eran del parecer que debíamos ocultarnos.
En los últimos años, las cacerías habían aumentado, y mucho.
Se organizaban grupos de diez a quince personas y salían a cazarnos. Iban armados con estacas, balas de plata y agua bendita. En el norte de Europa habían tenido bastante éxito. Caían como gotas de agua y nada podía detenerlos.
Yo tenía un amigo, Crimson Smirnov, pasamos mucho tiempo juntos. Él solía mantenerse bien oculto. Por las noches me pasaba a buscar y hacíamos visitas a algunas casa, lo sé, travesuras de novatos.
Intentaron cazarnos, nos persiguieron por días, y corríamos con desventaja de que solo podíamos movernos de noche.
Finalmente nos alcanzaron, nos rodearon con sus estacas y sus lanzas con punta de plata. Sentí miedo, nunca lo había sentido antes. Sin embargo no dimos el brazo a torcer y nos enfrentamos a ellos, no me iba a ir de este mundo sin llevar a varios conmigo.
Luché con toda la ferocidad de la que me fue posible, empuje, clavé, mordí y desgarré a cuantos toqué. Y entonces cayó Crimson, lo ví morir, le cortaron la cabeza. Eso me enfureció aún más pero eran muchos contra mi y por cuantos luchaba de frente, otros tantos se colgaban de mi espalda. Y así fue como aparecieron Lukyan y su esposa.
Me ayudaron y pusieron la balanza de mi lado. Él no era verdaderamente mi hermano, pero luego de ese día, fue como si lo fuera.
Lukyan, el gran vampiro rubio y elegante junto a su hermosa esposa Astrid, castaña de mirada profunda, me guiaban en esa tarea de pasar desapercibidos.
Pero no era tarea fácil. Alguien sabía de nosotros, o al menos de mí.
El último tiempo había estado recibiendo una cartas anónimas:
Monseiur Demian Komarov.
Sé lo que es, pero no se preocupe, no voy a delatarlo.
Quiero hacerle un regalo. Hay una doncella a la que nadie va a extrañar. Su padre es un hombre de negocios que no suele estar mucho en casa y su madre está muerta.
Ese había sido el inicio de las cartas, y muchas mas llegaron.
Al principio me mostré renuente, luego me interesé.
Siempre bebía de vagabundos, gente que se encontraba bajo el puente y la tentación de beber de una jovencita, sangre fresca y joven que seguro sabía mil veces mejor, era extenuante.
Monsieur Demian Komarov.
De fuentes confiables sé que la señorita De La Rose asistirá al baile vestida de rojo. Nadie notará su ausencia esa noche si decide llevarsela.
Por días lo pensé, la tentación era mucha, demasiado. No podía contarselo a Lukyan, sabía lo que me diría, además estaba poniendo en riesgo todo lo que él había creado. ¿Y quién me estaba mandando esos anónimos? ¿cómo sabía que no eran una trampa? Alguien nos había descubierto, tal vez deberíamos habernos ido cuanto antes y olvidarnos de todo, tapar nuestras huellas como ya lo habíamos hecho en el pasado.
Pero no podía quitarme a esa chica de mi mente, ya la había visto, ya la había acechado desde lejos. Conocía sus movimientos, a dónde iba, qué le gustaba hacer. Qué lugares visitaba y qué le gustaba comer. Con quienes se veía y en los horarios que salía.
Ella no era más que una presa para mí, una muy buena presa que de seguro sabía estupendamente bien. Era un festín para mi paladar acostumbrado a porquería.
Lo pensé mucho, lo analicé detenidamente y decidí arriesgarme, hacerlo con mucho cuidado de que nadie me viera y tal vez todo pudiera salir bien al fín.
Así fue que llegué a la noche de la fiesta, aquella ostentosa fiesta de máscaras. Llevé la mía de zorro, en tonos naranjas y violeta. No me fue difícil visualizarla, era la chica de rojo, la única vestida con ese color.
La seguí con la mirada durante toda la noche, se notaba incómoda y me pregunté si presentía mi mirada. Estuvo bailando, eso hacen los vulgares humanos constantemente, bailan girando para un lado y el otro. Usualmente me veía obligado a hacerlo para poder mezclarme entre ellos. Pero no era una tarea que me agradara.
Finalmente se retiró a un costado y decidí que era mi momento de acercarme. Me quité la máscara y le ofrecí mi mano luego de unas palabras, ella la tomó.
—¿Me estás invitando a bailar?—me dijo.
—¿Es eso lo que quieres? ¿bailar?.
—No lo sé, si tú quieres—su voz sonó dubitativa—comprendí entonces que la tenía en la palma de la mano. Solía ejercer cierto poder sobre las mujeres. Poder que poco me servía, porque las tenía prohibidas, si llegara a matar a una que fuera relevante, Lukyan estallaría en furia.
—Está bien, vamos a bailar—gruñí por dentro y la llevé al centro del salón. Me puse la máscara nuevamente y nos sumergimos en el mar de música que nos rodeaba, llevándonos para aquí y para allá cual si fuéramos un barco a la deriva.
—Monsieur Komarov, ¿le gusta París?—su pregunta me tomó por sorpresa, yo estaba tratando de idear un plan para poder sacarla de entre la multitud.
—Pues claro—contesté—¿Cómo podría no enamorarme de esta preciosa ciudad, su río, su catedral, sus calles serpenteantes?
—Yo estoy cansada de vivir aquí.
—¿A dónde te gustaría vivir?
—No lo sé, he pensado algún país más al norte. Pero son solo sueños Monsieur, yo vivo encerrada aquí con mi padre. Solo saldré el día que me case y me mude con mi esposo.—Me pareció bastante triste su expectativa de vida, sin embargo era peor aún, esa noche iba a morir y ya no tendría que preocuparse por matrimonios arreglados o encierros por parte de su padre. En todo caso yo sería su héroe.
—Me parece que tienes una buena vida aquí—dije señalando el lugar—tienes dinero y comodidades y un buen padre que vela por tus intereses.
Dimos una vuelta por un costado y el baile nos empujó al lado contrario.
—Lo sé, no quiero sonar desagradecida, no me malinterprete Monsieur, no sé ni porqué le estoy contando esto a usted.
—Porque te sientes cómoda, tranquila, continúa...
La música terminó y se apartó un poco, las luces la iluminaron, era muy hermosa. Pero no debía dejarme llevar por ello. Hacía ya mucho tiempo que había abandonado mi pasión por las mujeres, ahora no eran más que presas, contenedoras de sangre, alimento. Cuando veía una lo primero que pensaba era cuál sería la mejor manera de asesinarla.
Madame De La Rose era muy hermosa y podía sentir el pulso en su cuello a través del escote. Tuve que contenerme para no extender mi mano y arrebatarle la vida allí mismo. El olor a sangre afloraba a través de la piel. Una punzada de deseo se extendió bajo mi piel y todo mi cuerpo se tensó.
La deseaba.
Apreté los dientes y traté de aplastar el impulso.
Sería mía, solo debía esperar un poco más, solo un poco más.
Me pregunté qué estaría ella pensando en aquel instante, si sería consciente del peligro que corría. Me miraba incrédula y un poco temerosa, mi mirada la intimidaba, creía yo.
Sonreí e hice lo que todos los normales hacían, la invité a otro baile en cuanto comenzara la música.
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