7
Casi dos horas antes de la salida del sol, Sophia por fin pudo dormirse, aunque no fue hasta casi a media mañana en que la lluvia cesó y el clima mejoró un poco, si se podia decir que había "mejorado", ya que una densa capa de niebla cubría todas las montañas hasta donde la vista alcanzaba a ver. Agorén, sin embargo, la dejó dormir y cuando por fin se despertó por su propia cuenta, él ya tenia una pequeña fogata encendida en un rincón de la cueva, mientras asaba una marmota.
—Buenos días, Sophia —la saludó.
—Siento haberme dormido tarde, es que estaba demasiado alterada por todo lo que pasó anoche.
—No te preocupes, en cuanto comas algo nos iremos.
—¿Tú has dormido? —le preguntó ella, acercándose. Agorén la miró con sus ojos acristalados y azules.
—No, me quedé haciendo guardia toda la noche. Si los Sitchín estaban cerca, no quería que nos tomaran por sorpresa —levantó el palo con la marmota asada y se lo mostró—. Ahora ven, acércate y come.
Sophia así lo hizo, y al principio, el aspecto del pobre animal asado y despellejado no le pareció muy bueno que digamos. Sin embargo, el hambre la venció, y en cuanto dio el primer mordisco, se dio cuenta que sabía muy parecido al pollo, por lo que comió con avidez.
—¿Qué nos encontraremos al llegar a tu ciudad? ¿Cómo es? —preguntó, con la boca llena.
—Utaraa es conocida por ser una de las primeras bases subterráneas que mi raza construyó hace miles de años, y también es la más grande de todas las Ageayooseii, que así es como les llamamos. Las construcciones de los aposentos son una mezcla del estilo arquitectónico de sus mejores épocas: el románico, griego y medievo. Estoy seguro que te va a gustar.
—Tu amiga habló de que te vas a meter en líos por mi culpa, y en verdad no quiero eso. Aunque tampoco quiero abandonar todo esto, pero...
Agorén guardó silencio. La verdad era que no sabía muy bien lo que iba a pasar, y una parte de sí mismo no podía evitar pensar el hecho de que Anveeyaa tenía razón. Si por algún motivo decidían despojarlo de sus títulos y condenarlo por establecer vínculo con una humana, entonces estaba acabado. Sin embargo, prefirió no pensar en ello hasta no haber llegado allí. Confiaba en que su estrategia diera buen resultado. Si lograba hacerla ingresar por la Puerta Blanca vestida con las prendas de Anveeyaa, una vez dentro, la situación sería diferente.
—No te preocupes, todo irá bien —respondió.
Sophia terminó de comer en silencio, tenía un poco de sed, pero bien podía aguantarse algunas horas más. En el único momento que salió de la cueva fue para ir a orinar, en el mismo lugar donde los últimos dos días venía haciendo sus necesidades, a pocos metros de la entrada. Mientras tanto, Agorén limpió las cenizas de la cueva, revisó que todo estuviera en orden y que no se olvidara de ninguna pertenencia, y justo en el momento en que rebuscaba entre los restos del equipo de alpinismo de Sophia, ella volvía a entrar a la cueva.
—¿Qué haces? —le preguntó, al verlo. Entonces él se giró hacia ella con su cuerda en las manos.
—Buscaba esto, será de utilidad.
—¿Para qué? —volvió a preguntar, sin comprender.
—Ya lo verás, permíteme.
Anudándola de forma precisa, Agorén pasó la cuerda con tres dobleces por debajo de las nalgas y entre las piernas de Sophia, luego por su espalda hasta sus hombros, dejando algunos metros libres en las puntas, y entonces se acuclilló de espaldas a ella.
—¿Qué haces?
—Sube. Te até para que no te caigas en el viaje, ya que te cansarás y tus brazos perderán fuerza. De esta manera, estarás bien segura, amarrada a mi.
Sorprendida, Sophia se acercó a él, trepando con un poco de titubeos a su espalda para subirse a caballito, y anudó las piernas poco más arriba de las caderas de Agorén. Sabía que su espalda era ancha y robusta, pero nunca se imaginó qué tanto hasta que estando encima de él pudo apreciarlo mejor. Entonces se irguió, ella se sujetó a sus hombros, pero él la ató con firmeza a su vientre utilizando las cuatro puntas libres de la cuerda, por lo que Sophia pudo soltarse sin caerse, como si fuera una gorda mochila humana. Algo dentro de sí misma se quebró al pensar esto último, con cierta pena, por lo que decidió preguntar:
—¿Estás seguro que puedes conmigo?
—Claro que sí. ¿Lista?
—Con mucho gusto —sonrió ella.
De repente, Agorén comenzó a hacerse más alto. Al mirar hacia abajo, Sophia pudo ver como cambiaba la forma de sus piernas para convertirlas en las mismas patas que había visto en su compañera, con las rodillas invertidas, la piel amarronada y áspera, y tres largos dedos en cada pie. Al contar ahora con la potencia y la rapidez de sus extremidades naturales, Agorén salió de la cueva corriendo a buena velocidad, y de pronto, dio un potente salto de casi diez metros de largo, trepando de roca en roca. Sophia no pudo evitar cerrar los ojos y sujetarse a él, temerosa por puro gesto instintivo, pero en cuanto vio que efectivamente no se caía, se sintió casi como si volara. Era increíble, pensó, poder ver el paisaje y viajar de aquella manera. Era como si fuera un lince, como si se transportara como el viento, al igual que las aves que tanto le gustaba ver durante los fines de semana en su departamento, mientras desayunaba y miraba al cielo con cierta envidia por la libertad que esos bellos animales ostentaban. Una libertad que ahora estaba experimentando en carne propia, gracias al ser más maravilloso que hubiera podido conocer en su vida.
Viajaron durante horas sin detenerse, transcurrió todo el día y también toda la tarde. En cuanto el sol comenzó a caer y el anochecer le fue ganando terreno al paisaje, Sophia pudo ver como de las fosas nasales y de la boca de Agorén salía vapor en cada exhalación, respirando agitadamente. Se preocupó por él, ya que se le notaba cansado y los saltos eran cada vez más cortos, además tampoco corría a la misma velocidad que al principio. Le preguntó si estaba bien, si quería detenerse a descansar, pero él rechazó la idea, argumentando que ya estaban cerca y que no podían quedarse en el medio de la nada para cuando cayera la noche cerrada. Efectivamente, casi cuarenta minutos después, Agorén redujo su marcha hasta meterse en una profunda cueva ubicada en los pies de un monte repleto de nieve, y dentro de la cueva, avanzó por casi cuatro horas, profundizando en la tierra por caminos y pasadizos que solamente él conocía y podía ver, ya que para Sophia, la oscuridad de la cueva era total y no veía absolutamente nada. Hasta que, al fin, Agorén se detuvo. No sabía donde estaba, pero sintió que se detenía y comenzaba a aflojar los nudos de las cuerdas.
—Bueno, hemos llegado —dijo, hablando de forma agitada. Sophia bajó de su espalda en cuanto él hubo cambiado de nuevo la forma de sus piernas, para agacharse y acercarla al suelo. Al bajar, se dio cuenta que estaba tremendamente acalambrada por estar tantas horas en la misma posición. Entonces se sentó en el suelo arcilloso con un quejido de dolor, mientras cientos de millones de agujas parecían punzarle los músculos de las piernas. Cuando ya se sintió mejor, minutos después, se irguió y comenzó a dar saltitos en cada pie.
—¿Dónde estamos? —preguntó, a ciegas. Gracias a que Agorén había comenzado a manipular su cubo de cristal y este emitió una luz verdeazulada, pudo ver el entorno con claridad. Parecía una cueva muy grande, quizás dos o tres veces más grande en comparación a la que vivía Agorén, y el techo estaba lleno de estalactitas de roca. Todo alrededor parecía estar completamente virgen, sin haber sido alterado por el hombre.
—Aún seguimos en territorio de las Rocosas, pero estamos a veinticinco kilómetros de profundidad. Esta es la entrada —respondió él, acercándose a una pared lisa de piedra en el fondo de la cueva. Sophia lo miró sin comprender.
—Pero es solo roca, ahí no hay nada...
Como toda respuesta, Agorén dejó el cubo en el suelo frente a la pared de piedra, y al instante, la luz que emitió pareció refulgir con mas fuerza. Desde el centro de la pared hasta los bordes, cubriendo todo, la luz destelló y se abrió de forma circular, mostrando al otro lado un yermo extenso de tierra.
—Como dije, es la entrada.
—Oh, guau... —balbuceó, admirada. Agorén la dejó pasar primero, y luego tomó el cubo del suelo antes de cruzar el umbral. Segundos después, la puerta se cerró poco a poco, dejando nuevamente una pared lisa de roca.
Lo que vio era sencillamente espectacular. El área era extensísima, casi del tamaño de una ciudad pequeña. Había arboles muy frondosos y altos en un prado verde, al oeste una extensa playa de arena muy fina, lo cual Sophia imaginó que podía ser un lago subterráneo que jamás habría sido descubierto por el hombre, o quizás algo artificial creado por los propios Negumakianos. Al este se encontraba la ciudad amurallada, a un kilometro de distancia desde la posición de la entrada, construida enteramente de piedra. Al mirar hacia arriba, Sophia pudo ver que el techo del lugar no se veía, sino que parecía tan alto como hasta donde la vista llegaba a mirar, y en el lugar donde la negrura comenzaba a invadirlo todo, pudo ver destellos luminosos de color blanco que se movían de aquí para allá lentamente. Respiró hondo, y sonrió. Era el oxígeno más limpio y puro que había podido inhalar en su vida.
—Es hermoso... es una ciudad subterránea con playa y todo... increíble —murmuró.
—Al igual que todas nuestras bases en su planeta, aprovechamos el lugar natural y construimos en él. Este sitio no es más que una burbuja de aire de cientos de miles de kilómetros, formada por erupciones volcánicas y actividad geotérmica en los primeros millones de años de la formación de la Tierra. Cuando llegamos, lo único que hicimos fue terraformar para construir la vegetación que nos brinda el oxígeno, y luego solamente levantamos la ciudad. La playa esta creada con agua termal dulce, que nosotros excavamos y convertimos en un lago.
—Es una maravilla... —Sophia volvió a mirar hacia arriba. —Y esas cosas, parecen estrellas, pero se mueven...
—Es bioluminiscencia, vertebrados que viven alimentándose de microorganismos. Son una especie que aún el hombre no ha conocido, prehistórica, pero muy bonita. Vamos, cúbrete la cabeza y no digas nada, yo haré el resto.
Sophia obedeció, poniéndose la capucha de piel mientras caminaba, siguiendo a Agorén por el camino de tierra hacia las puertas de la ciudadela. Era increíble como dentro de aquel lugar natural parecía todo demasiado perfecto, pensó, mientras sus ojos no dejaban de admirar todo a su alrededor. Una parte de su mente recordó cuando a los quince años de edad había leído la novela "Viaje al centro de la tierra" de Julio Verne, y no pudo evitar sonreír sintiéndose tal y como se habían sentido los protagonistas en aquel libro. La única diferencia era que todo aquello era real, lo estaba viviendo en carne propia, y daba igual si era una buena anécdota para contar, aunque todos la tomasen por loca. Aquella vivencia la acompañaría hasta el fin de sus días como el acontecimiento más bello que podía sucederle jamás.
Caminaron durante unos minutos, mientras Sophia se percató que encima de ellos y cerca de la orilla del lago, revoloteaban unas extrañas aves de colores rojizos y azules en sus plumas. Al volar una de ellas cerca de ambos, Sophia pudo verlos mejor: tenían garras de halcón, una cabeza de lagarto muy pequeña y una envergadura de ala similar a un cóndor. Aquello era magnifico, tal y como le comentó a Agorén. Este no respondió, solamente asintió con la cabeza y continuó mirando hacia adelante. Poco antes de llegar a la puerta de enormes dimensiones, confeccionada enteramente en mármol blanco, él volvió a hacerle acuerdo de que no dijera nada y se mantuviera con la cabeza baja. Luego de eso, cruzaron.
—Miyaa, feyue iyaoo —dijo uno de los cuatro guardias, dos de cada lado de la puerta. En aquel momento, Sophia fue testigo de algo increíble que hasta el momento no había sucedido: pudo escuchar dentro de su cabeza la voz de Agorén traduciéndole lo que aquel soldado había dicho. "Bienvenido, mi general".
—Aloeeyaa yisuaa, muyaaiee —respondió, asintiendo con la cabeza. Y Sophia de nuevo pudo escuchar con claridad: "Es bueno volver a casa".
Los guardias, vestidos con armaduras doradas y espadas a la cintura, asintieron con la cabeza y se retiraron, poniéndose a cada lado de la puerta para abrir el paso. Sin embargo, cuando comenzaban a entrar al camino interior que conducía a la ciudad, Agorén pasó primero, seguido muy de cerca por ella. Pero uno de los guardias apostados a un lado la miró, y abrió grandes los ojos.
—¡Agaayuee! ¡Agorén isyauu agaayuee! —exclamó, y al instante, Sophia sintió un pánico absoluto. No necesitaba que Agorén le tradujera telepáticamente lo que habían dicho, podía suponerlo a la perfección. Aún así, dentro de su cabeza sonó la voz de él: "¡Te han olido, apártate!".
En el instante en que uno de los soldados Negumakianos iba a sujetarla, Agorén desenvainó su espada con una rapidez increíble, y de un rápido movimiento cercenó el brazo del guardia. Este comenzó a dar unos alaridos muy graves de dolor, similares a rugidos, sujetándose el muñón sangrante hasta el codo, que emanaba un liquido negro y viscoso como el petróleo. Los otros tres centinelas se trabaron en lucha con él, mientras Sophia miraba la escena temblando de miedo. Los soldados eran casi tan rápidos y fuertes como Agorén, pero este se movía maravillosamente, haciendo chocar la espada con la de sus rivales y asestando puñetazos con su mano libre. Desarmó a uno de ellos, le traspasó el pecho con su espada y lo dejó caer muerto a un lado, mientras que uno de los dos restantes le atacó por detrás. Agorén esquivó el golpe deslizándose a un lado, se trenzó en lucha con él, y cuando su compañero iba a atacarle por un flanco, dio un salto ágil hasta ponerse por detrás del atacante, ensartando su espada directamente en la nuca del guardia.
Sophia no podía dejar de mirar la escena con los ojos abiertos de par en par. La punta de su espada rompió el cráneo por la parte frontal saliendo por encima de la nariz del soldado, y aunque ella se horrorizó a más no poder, cubriéndose la boca con las manos para no gritar, Agorén parecía bastante acostumbrado a eso. Sacó la espada de la cabeza de su víctima y dándole dos giros rápidos en sus manos, continuó luchando con el último guardia vivo. Sin embargo, ante los gritos de la trifulca, vinieron casi veinte guardias más abalanzándose al unísono encima de Agorén. Vencido, intentó forcejear lo más que pudo, pero eran demasiados, obligándolo a rodar por el suelo y desarmándolo con rapidez. Sophia entonces sintió dos pares de manos sujetándola de cada brazo con una fuerza increíble. Y en el momento en que ya esperaba su propia muerte, vio que todos se detuvieron.
—¡Amayuu! —exclamó otro Negumakiano. Este parecía muy importante, al menos por su vestimenta. Su armadura era del color del oro, con muchos símbolos y decorados, con hombreras en punta y una capa de terciopelo hasta los tobillos. No portaba espada, pero en cambio llevaba en su mano una especie de cetro con la punta curva y tres gemas celestes engarzadas a su acero, que parecían resplandecer con una tenue luz propia. Parecía igual de fornido que Agorén, pero con el cabello completamente blanco y trenzado en un peinado elegante, solamente decorado por un fino tocado de oro a los lados de la cabeza.
Para sorpresa de Sophia, los guardias soltaron a Agorén y también a ella, mirándolos con desconfianza, sin bajar la guardia. Agorén entonces se levantó del suelo, apoyando el índice y el dedo medio en la frente sucia de tierra, mientras respiraba agitado por la contienda, y saludó.
—Agaiaayoo, Ivoleen.
Sin embargo, no le devolvió el saludo. Lo miró gravemente durante unos segundos que parecieron siglos, hasta que se giró y comenzó a caminar dándoles la espalda.
—Iamayaa —dijo, y Agorén miró a Sophia de reojo. Entonces, mentalmente, le dijo: "Quiere que lo sigamos".
Caminaron en completo silencio durante varios minutos, a través de calles empedradas, caminos de tierra y recovecos de la ciudad de piedra, hasta llegar a un inmenso palacio construido completamente en roca basáltica negra, con formas hexagonales y cúbicas. Entraron luego de aquel misterioso Negumakiano, y entonces Sophia se dio cuenta que sin duda debía ser una especie de rey o algo similar. Mirase adonde mirase, todo estaba lleno de guardias por doquier, todos hacían el mismo gesto de saludo a medida que aquel ser —por denominarlo de alguna manera— avanzaba hacia una especie de trono de piedra negra, ubicado en una plataforma de mármol al finalizar unas escaleras de roca caliza. Tomó asiento, y miró a Agorén gravemente, luego a ella. Ella bajó la mirada y se quitó la capucha de la cabeza. No sabía si estaba en lo correcto, pero quería mostrar el mayor respeto posible, ya que lo cierto era que se hallaba muy asustada.
—¿Iamee ayugoo yuseaa, Agorén? —preguntó el del trono.
—Discúlpeme, mi señor. Me gustaría hablar en idioma terrestre, a ser posible, para que ella nos pueda entender.
—Como prefieras, pues. Ahora responde lo que pregunté, ¿qué ha sido eso allá afuera?
—Solo intentaba defenderme, mi señor. A mi y a Sophia.
—Has matado cuatro buenos guardias, seres de tu propia raza, Agorén. Eso es algo imperdonable, sin contar que has traído una humana a nuestra ciudad. Sabes perfectamente bien que debería ejecutarte sin posibilidad a ocupar un nuevo cuerpo. Tu situación es grave, más aún siendo general de mis ejércitos. ¿Lo entiendes?
Al escuchar aquello, Sophia sentía que tenía muchas ganas de llorar. Las lágrimas le picaban en los ojos y los labios le temblaban, al igual que todo el cuerpo. Si hubiera sabido que estaba condenando de tal manera al bueno de Agorén, hubiera aceptado que la llevara de regreso a algún poblado, cualquiera fuese, y nunca más le habría visto, con tal de no acarrearle más problemas. Sin embargo, ya era tarde. No había nada que hacer, se dijo, y todo era por su culpa.
—Lo entiendo, mi señor.
—Sin embargo, eres uno de nuestros mejores guerreros, por no decir el mejor, y has mostrado siempre una conducta ejemplar, por lo que antes de tomar una decisión me gustaría escucharte primero —dijo, inclinándose hacia adelante y apoyándose en su cetro—. Dime, ¿por qué has venido a Utaraa acompañado de una humana?
—Estaba cazando, mi señor, cuando escuché alguien que se quejaba de dolor en una ubicación de las montañas Rocosas. Decidí ir a ver, y la encontré en una fosa, con un brazo roto y casi muerta de frío, por lo que decidí llevarla hasta mi refugio y darle cuidados para salvarle la vida. Por lo que entiendo, estamos aquí para ayudar y salvar a la raza humana de los Sitchín, es cierto. Y se nos prohíbe establecer contacto con los humanos, eso también lo entiendo. Pero si hemos de proteger a una civilización inferior, entonces no podía dejarla morir allí. Iría contra nuestros principios.
—Un gesto noble, es verdad. Pero riesgoso, muy riesgoso. Ella es peligrosa, para sí misma y para nosotros también. El ser humano es una forma de vida avariciosa, con malicia, y destructiva tanto para sí mismo como para su entorno y la biodiversidad que le rodea —dijo, volviendo a recostarse en el respaldo de piedra.
—Ella es diferente, mi señor, se lo aseguro. No piensa como los demás humanos.
—¿Y cómo lo sabes? ¿Te lo ha dicho?
—Así es.
—¿Y por qué confías en una humana? Pudo haberte mentido.
—Ella no miente, estoy seguro —dijo Agorén—. Si quiere ejecutarme por la muerte de los guardias, es libre de hacerlo, mi señor. Pero le recuerdo que estamos en una eterna vigía, soy su mejor general, y aún así estoy dispuesto a permitir que se me ejecute con tal de defender mi postura y, obviamente, la protección de Sophia. Permita que se quede.
Ella lo miró de reojo, y si se le hubiera permitido, se abalanzaría a los brazos de Agorén visiblemente conmovida por sus palabras. Sin embargo, el temor de que le pudiera pasar algo por consecuencia de ella, le paralizaba por completo.
—De acuerdo, puede quedarse un plazo máximo de dos días, pero luego será tu responsabilidad Agorén, y deberás llevarla de nuevo con su pueblo. Además, agradece que no te ejecute por tus acciones imprudentes.
Sophia entonces sintió que todo dentro de su interior se fracturaba en mil pedazos. Ya está, no había nada que hacer, su rey, líder o lo que mierda fuese, ya había dictado sentencia. Eso era todo, ahí terminaba su historia. Y, sin embargo, estaba dispuesta a dar batalla hasta el final.
—Señor, disculpe... —balbuceó. Agorén la miró como si temiera lo que fuera a decir, sin embargo, el rey la miró con gravedad y el ceño fruncido.
—¿Qué quieres, humana?
—Supongo que usted es rey aquí, o algo similar, y lo respeto como tal, así como a su decisión —entonces no pudo evitarlo, comenzó a llorar mientras hablaba—. Pero de todas formas me gustaría poder hablarle de forma sincera, al igual que como hablé con Agorén.
—Pues bien, habla entonces —asintió.
—Yo abandoné mi ciudad buscando escalar el monte Assiniboine y probar mi valor, daba igual si moría o no. Me accidenté, Agorén me salvó, y estuve inconsciente durante tres meses. A los ojos de mi pueblo, como usted dice, yo ya estoy muerta. No tengo nada para mi allí, no quiero volver a un sitio donde todos me tratan mal por mi cuerpo, donde no puedo tener autoestima ni sentir que tengo algún valor —dijo, suspirando por las lágrimas entre palabra y palabra—. Siempre detesté al ser humano, su constante desprecio por la vida y la naturaleza, su egoísmo y ambición incontrolable. Y ahora que conocí a Agorén, he visto lo maravilloso de su especie, así como su buen corazón al venir hasta nuestro planeta, preocuparse por nosotros e intentar protegernos. Otra raza se encogería de hombros, dejaría que nos aniquilasen y asunto resuelto, no sería su problema. Sin embargo, nos protegen, y quiero formar parte de esto. Quiero sentir que puedo valer para algo, quiero ayudar a Agorén de la misma forma que él me salvó la vida a mi, porque en el poco tiempo que he compartido a su lado he aprendido a apreciarme mucho más que en los treinta y cuatro años de vida que tengo. Y realmente, soy una privilegiada por estar viviendo todo esto y conocerlos, por favor, piénselo bien... —entonces, sin saber que hacer ni como actuar, apoyó una rodilla en el suelo y bajó la cabeza. —No me eche de aquí, no me haga volver a la mediocre sociedad de la que he intentado huir durante toda mi vida.
El rey entonces la miró unos instantes, viendo como su espalda subía y bajaba debido a los sollozos que la dominaban, y apoyándose en su cetro se puso de pie. Descendió la escalinata hasta ella y estirando un brazo, le ofreció la mano derecha. Sophia lo miró con la punta de la nariz enrojecida, y le aceptó el gesto. Al igual que Agorén, tenía la piel muy fría y suave. Entonces él la jaló levemente, y ella se puso de pie.
—Mientras hablabas, he visto en tu interior el dolor que te domina, humana. Agorén tiene razón, eres sincera, y tu causa es justa —entonces miró a Agorén—. ¿Tú respondes por ella? ¿Si acepto que se quede, será tu compañera de ahora en más y la instruirás tanto en batalla como en nuestra cultura?
—Claro que sí, mi señor.
—Entonces que así sea. Yo soy el rey Ivoleen, y te doy la bienvenida al pueblo de Utaraa, capital de las Ageayooseii.
Sophia sonrió con las mejillas aún empapadas por las lágrimas, sintiendo que en cualquier momento podría desmayarse de la felicidad. Entonces asintió con la cabeza, y miró a Agorén, quien también sonreía.
—Gracias, señor —dijo, esta vez llorando de la alegría—. No le fallaré.
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