1
En las primeras setenta y dos horas viviendo en la ciudad de Utaraa, Sophia ya había perdido toda noción del tiempo y los días, y le daba exactamente igual. Se sentía maravilloso vivir en completa libertad, no estar al pendiente del teléfono, de las redes sociales, de la hora, y del trabajo. Despertó, arropada por las mantas tejidas que había en la cama de piedra, se desperezó y se frotó los ojos, mirando a su alrededor.
—Buenos días... —murmuró, aún somnolienta.
—Buenos días, Sophia —respondió él, desde un rincón de la espaciosa sala.
—¡Oh, cielos! —exclamó, al verlo con más atención. Agorén estaba completamente desnudo, mientras examinaba su armadura colocada en una especie de soporte de madera, toqueteándole algunas cosas que no llegaba a distinguir. Los músculos de su espalda, su marcada cintura y los hombros anchos y macizos eran envidiables y atractivos. Él se giró hacia ella, vio como se sacudía el pene ante aquel movimiento, e instintivamente se cubrió los ojos, sorprendida y acalorada. Solo había visto algo así de grande en los vídeos para adultos, pensó.
—¿Qué sucede? —preguntó, sin un ápice de malicia.
—¡Estás desnudo, Agorén!
—No te entiendo...
—¡Sin ropa, que estás sin ropa! —exclamó. Y para su sorpresa, él comenzó a reír. Fue allí cuando se descubrió los ojos para mirarlo con el ceño fruncido, intentando no desviar su atención hacia otros sitios.
—Ah, eso no tiene nada de malo. Nosotros no conocemos el pudor como lo conocen ustedes, dentro de nuestros aposentos es normal que estemos sin túnica. Solo la vestimos cuando hay una reunión importante o algún evento social, como la fiesta de mañana.
—De todas formas... no sé si pueda acostumbrarme.
—¿A qué? ¿A estar sin ropa? —preguntó, volviéndose a girar hacia la armadura.
—¡No! A verte desnudo por aquí.
—¿Deseas que me vista? Si te hace sentir incomoda, no hay ningún problema.
—Te lo agradecería —resopló ella.
Agorén entonces tomó una de sus túnicas. Tenía varias, una blanca con la que Sophia le había conocido, y según él era la más casual, una negra para colocarse debajo de la armadura en los combates y una gris para las ceremonias. Luego tenía una azul marino, con arabescos y guardas en hilo dorado, que era la vestimenta que usaban todos lo generales para demostrar su importancia y su estatus, por lo cual se vistió con esa, y Sophia lo miró fascinada. El rubio de su cabello excesivamente largo con el azul de la tela combinaban de una forma inmejorable.
—¿Mejor?
—Gracias —asintió ella. Sus mejillas hervían.
—¿Has dormido bien?
—De maravilla, aunque hubiera dormido mejor si me pudiese dar una ducha. Ya he perdido la cuenta de la cantidad de días que no me doy un baño —se encogió de hombros.
—Cuando quieras puedes darte un chapuzón en el lago que viste cuando llegamos. Yo mismo te acompañaré, si así lo deseas.
—¿Podemos ir ahora?
—Claro, vamos.
Agorén se ciñó la túnica a la cintura, y junto a ella, salieron del recinto de piedra. Afuera, la ciudad de Utaraa hervía de actividad. Mucha gente iba y venía en todas direcciones, convirtiendo aquello en el sinfín de sonidos y rostros que Sophia admiraba desde que llegó. En la esquina de la calle empedrada, un hombre de espesa barba negra y cabello trenzado tocaba un ayiiabee, aquel instrumento de cuerda que había visto antes. Algunas mujeres, de cuerpo voluminoso y curvilíneo, paseaban a aquellas quiméricas mascotas, mientras algunas de ellas comían frutas, como manzanas o naranjas recién arrancadas de los arboles de la plaza central. A medida que caminaban, las personas a su alrededor se apartaban mirando a Sophia con temor, y cuando cruzaron de nuevo las puertas de piedra blanca de la ciudadela, ella suspiró.
—¿Es que en algún momento van a dejar de mirarme como si fuera un monstruo? —preguntó, con cierto hastío en su voz.
—Posiblemente nunca. No olvides que, ante los ojos de los Negumakianos, el ser humano es una raza destructiva y peligrosa, pero que hemos decidido proteger porque hay una raza aún peor que ustedes y no podemos permitir el abuso injustificado. Sin embargo, es posible que cambien de idea en cuanto te conozcan más, luego de la celebración de mañana.
—Sí, comentaste algo así cuando me desperté. ¿Hay una celebración? ¿Sobre qué?
—Se conmemora la fundación del Concejo de los Cinco. Es costumbre todos los años que nos reunamos en la plaza principal para comer, beber y pasar un rato ameno. Estoy seguro que muchos van a intentar acercarse a la humana —respondió él, con una sonrisa.
—Ya veremos, mientras no quieran matarme... —masculló, encogiéndose de hombros.
—Yo estaré siempre contigo, y mientras eso ocurra nadie te hará daño.
Sophia sonrió ante aquella declaración, y lo miró de reojo levantando la vista ante la diferencia de altura entre uno y otro. Agorén, sin embargo, caminaba con la vista hacia el frente sin darse cuenta siquiera de lo increíblemente caballeroso que había sonado segundos atrás. Si tan solo fuera un humano como ella... pensó, con cierta congoja.
En cuanto llegaron a la ensenada de la playa, Sophia miró encantada hacia el horizonte, donde el agua llegaba hasta donde la vista alcanzaba a ver. Obviamente, no había corrientes ni oleaje, por lo que el lago parecía un plato hondo lleno de agua y de dimensiones titánicas. Se acercó a la orilla, metió los pies descalzos en el agua fresca y transparente, y sonrió a gusto. En cuanto dio un paso más, Agorén le apoyó una mano en el hombro.
—No iras a nadar con la túnica, ¿verdad?
—¿Pretendes que me desnude?
—Claro que sí —aseguró, sin ningún tipo de vergüenza—. Adelante, no tengas miedo. Recuerda que ya no perteneces a tu mundo, aquí las costumbres son diferentes.
—No sé si pueda hacerlo... yo...
—Claro que puedes. Solo debes romper con la barrera natural impuesta por las limitaciones de tus tradiciones como humana, y entender que la desnudez no es un tabú ni algo con lo cual sentir pena.
Sophia suspiró, temblorosa, y con cierto recelo desató el nudo de su cintura. La túnica se resbaló entonces por su cuerpo, quedándose en ropa interior, y luego se desabrochó el sostén. Por último, se quitó el bikini y sin dejar de mirarse sus propios pies, se abrazó a sí misma cubriéndose los pechos. Con suavidad, Agorén le tomó de las manos y la hizo descubrirse, y entonces ella levantó la mirada hacia él. Estaba enrojecida como un tomate maduro.
—Eres hermosa con todo aquello que tú consideras imperfecciones. El tiempo en que debías sentir pena por tu cuerpo se terminó, Sophia. Ahora ve, y disfruta del agua. Yo me quedaré aquí —le dijo.
Sonrió tanto como el pudor le permitió, y dándole la espalda, caminó adentrándose en el agua hasta zambullirse. Estaba fresca en la superficie, pero abajo estaba muy tibia, y luego de sacar la cabeza a flote, se giró de espaldas haciendo la plancha, mirando hacia el techo abovedado de la gigantesca caverna, donde vaya uno a saber a cuantos cientos de metros de altura, la bioluminiscencia resplandecía allá arriba, como si estuviera saludándola y festejando por su liberación emocional, porque al fin Sophia Cornell ya no era considerada una gorda fea, sino que alguien la apreciaba tal y como era, de forma natural. Entonces se giró, volvió a sumergirse y sacó la cabeza unos metros más adelante, levantó sus brazos y gritó de felicidad. Agorén la veía con las manos a la espalda, por lo que también levantó sus brazos y la aplaudió con una sonrisa.
Se sentó en la fina y blanca arena, con las piernas cruzadas, para deleitarse viéndola nadar. La verdad era que disfrutaba el hecho de poder estar compartiendo aquello con una humana de noble corazón. Sabía que el hecho de haberle salvado la vida era lo correcto, y pelearía contra viento y marea con tal de protegerla, porque Sophia era una chica que ya había sufrido demasiados abusos en su vida personal como para no darle lo mejor tanto de sí mismo como de su pueblo. Estaba seguro que su encuentro no había sido casual, que tanto Woa, aquel Dios universal del que le había hablado en su refugio, como Booaeii Biaeii, esa mente universal, habían trabajado en conjunto para permitir que ambos se conocieran. Y estaba realmente feliz por ello, por ser quizá el primer Negumakiano en la historia de su planeta en conocer y establecer un vínculo de amistad con un habitante del planeta Tierra.
Tan absorto se hallaba mirando a Sophia chapotear de aquí para allá, que ni siquiera pudo notar que alguien se acercaba por detrás, ya que los pies descalzos de Anveeyaa no hacían ruido en la fina arena. Ella miró hacia la dirección donde él observaba, vio a Sophia nadar en el lago, y una punzada de algo que no sabía definir con exactitud la golpeó en el medio del pecho.
—Hola, Agorén —le saludó. Éste se giró, miró hacia ella y se puso de pie con una sonrisa, haciéndole el típico saludo con los dedos en la frente.
—¡Anveeyaa, que bueno verte en casa! Creí que ibas a volver luego de nuestro encuentro en mi refugio.
—Quería asegurarme de que no habían más Sitchín merodeando por ahí, antes de venir. Si me seguían, sería un peligro inminente para todos —luego miró por encima del hombro de Agorén—. Veo que has podido meter en nuestra ciudad a la humana. ¿Los guardias no hicieron nada?
—En realidad, si lo hicieron. Hubo una lucha, maté a cuatro.
Al escuchar aquello, los ojos de Anveeyaa se abrieron de par en par. Entonces lo miró como si Agorén hubiera mencionado una total demencia.
—¿Mataste a cuatro guardias? Oh, por Woa... —murmuró. —Imagino que te van a juzgar.
—En realidad no. El rey Ivoleen intercedió, y le permitió quedarse.
—Hum... —farfulló, haciendo un gesto de inconformidad.
—¿No estás a gusto, Anveeyaa?
—En realidad no, y no te voy a mentir. Una parte de mi deseaba que los guardias la mataran en la entrada, tal vez hubiera sido lo mejor.
—Ya te lo he dicho, ella es diferente —terció Agorén. Entonces ella se giró de espaldas a él, para volver a la ciudad.
—Es diferente, pero no mejor que nosotros, y nuestro pueblo es quien debe prevalecer. Espero que no te equivoques con ella y realmente sea una buena humana, Agorén, porque a mi no me temblará la mano si tuviera que matarla.
Dicho aquello, Anveeyaa se encaminó de nuevo a la ciudad, deseosa de poder quitarse su armadura de combate y ponerse más cómoda. Agorén la miró, aquel cabello negro azabache ondeándole en cada paso, su esbelta y curvilínea figura, y dio un bufido de desconformidad por la pésima actitud de su compañera. Conocía a Anveeyaa desde que entrenaban juntos, siempre había sido una Negumakiana muy abnegada a la rectitud y la responsabilidad. Y aunque no sabía que le pasaba en contra de Sophia, no podía permitir que se pelearan entre sí.
El ruido al agua lo distrajo de sus pensamientos, y se giró de nuevo hacia el lago. Sophia salía de él, aún con el agua por los tobillos, completamente empapada. Agorén la miró y sonrió. Sus rizos colorados goteaban, pendiendo por sus hombros hasta casi alcanzar sus pechos, y los muslos de sus piernas se rozaban entre sí con cada paso que daba.
—Ven, imagino que querrás esperar a secarte un poco antes de volver —le dijo, señalándole un árbol a unos metros de su posición—. ¿Has disfrutado del agua?
—Es deliciosa —asintió ella, recogiendo su ropa interior tirada en la arena, para lavarla en el lago.
—Deja eso, ya no lo necesitas aquí —Agorén tomó la túnica de ella, y le rodeó los hombros mojados con su brazo—. Me alegra poder verte al natural.
—Se siente raro... caminar desnuda, que me veas así.
—Cuando ustedes tienen crías...
—Bebés —lo interrumpió ella, riendo levemente. Él asintió con la cabeza.
—Bebés, sí. Cuando ustedes tienen bebés, para ellos es completamente normal estar desnudos. No sienten vergüenza ni pena. Muchos humanos deberían recordar eso, y vivir como tal.
—No me imagino la ciudad de Nueva York llena de gente desnuda, ¿sabes? —se rio Sophia.
—Pues ellos se lo pierden.
Tomaron asiento en el fino césped que bordeaba el árbol, uno frente al otro, Agorén con su túnica azul impecable y hermosa, ella con algunas gotitas de agua que aún resbalaban por su cuerpo y los pezones erguidos, gracias al frescor de continuar mojada. Se miró sus rollos en la cintura y en la panza, y decidió ignorarlos para no sentirse mal, ya que no quería arruinar el momento. En su lugar, prefirió mirar algo más valioso y bello, como al propio Agorén, por ejemplo.
—Vi que vino tu amiga, la que me prestó aquella ropa —dijo.
—Así es, Anveeyaa acaba de llegar a la ciudad. Justo a tiempo para la celebración de mañana.
—Me odia, yo lo sé.
—Ella no te odia, ¿por qué piensas eso? —sonrió él.
—Porque una mujer sabe reconocer cuando otra mujer la detesta. Es una habilidad que tenemos, ¿sabes?
—Ella no es como tú, es una hembra Negumakiana, y una excelente soldado. Te aseguro que no funciona como ustedes, no te olvides que nosotros no somos seres emocionales.
—¿O sea que no sientes nada, nunca jamás? ¿Por nadie?
—No, lo cierto es que no.
Agorén lo respondió con tanta naturalidad, que Sophia sintió un poco de congoja en su interior. Recordó entonces cuando le había dicho aquello en el interior de la cueva, y que ni siquiera le había importado tanto, al contrario, le había fascinado saber que no se regían por sentimientos ni emociones amorosas de ningún tipo. Pero claro, eso había sido varios días atrás, cuando no habían compartido juntos tantas cosas, cuando no lo había visto desnudo, ni había viajado en su espalda, ni le había dicho tantas maravillas. Ahora, la situación era muy diferente, y al mismo tiempo muy amarga. Porque era extraño, pero al verlo todo el tiempo con aquella forma humana, también olvidaba por momentos que no era un ser humano. Y aquello era peligroso para su corazón.
—¿Ni por mí? —preguntó. ¿De verdad había preguntado eso en voz alta? ¿Es que acaso se había vuelto completamente estúpida? Se preguntó.
—Es diferente, Sophia —respondió él, con aquel tono de voz paciente y sereno, a pesar de su profunda voz gruesa, mirándola directamente con aquellos ojos azules acristalados que parecían traspasarle el alma—. Tú eres importante para mí, porque eres la primer y única humana con la que interactúo desde mi llegada a la Tierra. Tienes buenos sentimientos, tienes respeto por tu naturaleza, y a su vez yo te respeto y te valoro como tal. Si tuviera que matar o pelear por protegerte, tal y como lo hice cuando llegamos, entonces lo haría sin dudar, porque sé lo que vale tu vida. ¿Eso responde tu pregunta?
—Supongo que sí —sonrió. Pero la verdad es que no, no la respondía. Y lo peor de todo era el hecho de razonar que no podía esperar otra cosa.
A fin de cuentas, él no era un ser humano, y por su propio bien, ella debía grabárselo a fuego en su mente.
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