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Por fin, ese miércoles a las nueve de la mañana, emprendió el camino rumbo al Parque Nacional Banff. Partir, abandonando su hogar y cerrando la puerta de su casa con llave por última vez, imaginó que la pondría un tanto melancólica, pero no fue así. Lejos de ponerse triste o sentimental, la verdad era que nunca se había sentido tan extrañamente liberada como en ese momento.

El traslado de excursión que había pagado no le resultó para nada barato, pero al menos no tendría que andar cargando con la mochila y el equipo en un autobús interestatal. Sin embargo, en cuanto llegó a la localidad de Canmore Creek, la camioneta de excursión la dejó a un costado de la ruta y desde allí, Sophia tuvo que continuar el camino a pie. La verdad era que el equipo de alpinismo pesaba mucho más de lo que creía, y luego de dos horas caminando por un sendero natural hacia el oeste, ya comenzaba a sentirse agotada y con la respiración jadeante. El ambiente estaba húmedo, rodeado de vegetación a ambos lados del camino angosto de tierra, y el frío comenzaba a hacerse notar a medida que paso a paso se acercaba a las latitudes de la cordillera montañosa. De todas formas, el clima no era algo que la preocupara, sino los carteles de advertencia acerca de osos pardos. Al ver el primero, Sophia no pudo evitar esbozar una sonrisilla tenue. Sería el maldito colmo si mucho antes de comenzar su prueba personal, moría allí, sin siquiera haber llegado a su destino, atacada por un oso pardo en el bosque natural de Canmore Creek.

Sin embargo, nada le ocurrió. Llegó al poblado de reserva de los Sioux casi a las cinco de la tarde. Quizá podía haber llegado una hora antes, pero caminaba muy despacio, y además se había detenido a eso de la una de la tarde en la ensenada de un pequeño arroyo a comer algo y beber un poco de agua, por lo cual había perdido algo de tiempo. La reserva era linda, ambientada como los Sioux vivían en su mejor época. Había muchas tiendas cónicas, confeccionadas en piel de bisonte, que luego descubrió que se llamaban Tipis, y el único rastro del modernismo que había en aquella localidad eran solamente dos casas a ladrillos rojos: la del guía turístico y la de los servicios de vigilancia. El humo de las hogueras salía apaciblemente por la abertura de los tipis, y en su mente, aquello le pareció algo fascinante y maravilloso. ¿Quién lo diría? Se preguntó. ¿Quién podría imaginar que algún día estaría conociendo otra cultura diferente a la suya? Y aunque estaba agotada, no podía sentirse de mejor humor.

Matt Sinaummer —hombre de facciones indiadas, pómulos prominentes, cabello azabache negro y largo, y vestimenta de guardabosques— la recibió en cuanto la vio llegar, y aunque Sophia se imaginaba que vería en su mirada el asombro de recibir una escaladora con su peso, grande fue su sorpresa cuando vio que el señor Sinaummer no le daba demasiada atención a ese detalle. Solamente la saludó, le preguntó cuando quería partir hacia el monte Assiniboine, y nada más. Sophia le dijo que seguramente saldría al día siguiente, ya que se hallaba extenuada por la larga caminata y no podría hacer un buen comienzo de ascenso si a duras penas podía mantenerse en pie, por lo que Sinaummer accedió, le dijo que podría dormir en su cabaña, y luego le hizo un gesto hacia ella para que lo siguiera. Hombre de pocas palabras, eso le gustaba, penso.

Aquella noche durmió de forma tan apacible y profundo, que se asombró. La habitación de huéspedes que el señor Sinaummer le había proporcionado era pequeña, pero acogedora. No más que un desván, con una pequeña ventanita redonda cerca de la unión del techo a dos aguas. Sophia creyó que el ruido natural de los animales en la noche y tal vez algún que otro canto de los Sioux no la dejarían dormir, pero grande fue su sorpresa cuando a la mañana siguiente, se percató de que había dormido toda la noche del tirón. Al levantarse y ver la extensión de reserva desde su ventanita, no pudo evitar sonreír. No solamente por encontrarse allí, lo cual sería una buena historia para contar en caso de que lograse volver a la civilización, sino porque a la distancia en el horizonte, podían verse los picos de algunas montañas de las Rocosas, blanqueados por la nieve y brumosos por las nubes.

Desayunó de forma natural, había café, panes y mantequilla, pero Sophia eligió solamente dos manzanas, mientras que su guía le aconsejaba empezar el camino con parte del equipo de alpinismo ya puesto, al menos la camiseta térmica, las botas y los pantalones, y que ya llegando al pie de la montaña podría ponerse el resto. Sophia así lo hizo, y al fin, cerca de las once de la mañana, emprendían la marcha para conocer a su rival: el monte Assiniboine, con tres mil seiscientos metros de altitud.

Casi tres horas después de extensa caminata entre vegetación, rocas, escarpados y caminos sinuosos, por fin pudo llegar al lado oeste de la montaña. El paisaje era increíble, se dijo. La montaña se alzaba imponente y majestuosa cubriendo toda su vista, haciendo que su pico se perdiese entre las nubes que lo cubrían. El frío se hacía sentir, haciendo que de la boca y sus fosas nasales saliera vapor, y todo el entorno a su alrededor no era más que un yermo de pinos y coníferas, veteado de blanco allá donde la nieve había caído con más fuerza durante las horas sin sol. El contraste del verde de los arboles y el blanco de la montaña era magistral, como si un gigante desconocido hubiera puesto la montaña allí de forma artificial.

Matt Sinaummer le dio las últimas indicaciones a Sophia, antes de despedirse, algún que otro consejo sobre donde pisar, como subir y en donde instalar la tienda de campaña para dormir por las noches. Ella agradeció, y en cuanto él se alejó perdiéndose en la distancia, el perpetuo silencio del entorno la invadió, solamente interrumpido por el siseo del viento helado entre las copas de los arboles. Levantó la mirada de nuevo, observó la montaña y le lanzó un beso a su pico triangular, como punta de flecha, cubierto de nubes. Estaba tan feliz que quería gritar de la emoción, y al mismo tiempo estaba tan aterrada que no sabía si temblaba de miedo o de frío. En breve comenzaría con la prueba de su vida, un desafío personal que se había impuesto ella misma, con tal de probar su valía y defender la poca autoestima que le quedaba. Por lo que ansiosa, dejó la mochila en el suelo y comenzó a colocarse el resto del equipo de alpinismo con lentitud, sujetando cada arnés y cuerda de forma segura alrededor de su cuerpo.

Una vez ya estuvo todo listo y la cuerda bien asegurada, sujetó un piolet en cada mano, miró por última vez hacia arriba, y clavando las puntas de sus botas en la nieve asegurándose que estaba firme, dio el primer paso hacia arriba. En aquel momento fue cuando comprendió la magnitud de lo que estaba haciendo. Había sido una locura no prepararse adecuadamente, al menos haciendo un curso personalizado o entrenando para ello, pero ya estaba ahí, no podía darse media vuelta y volver tras los pasos del guía como una puta cobarde. Porque entonces ya no sería la gorda Sophia, sino la Gorda cobarde Sophia. Y no quería eso para ella. Se resbaló unas cuantas veces, algo en su mente le dijo que estaba haciendo el ridículo y que debía agradecer por el hecho de no haber nadie a su alrededor que viera la patética escena. Sin embargo, continuó persistiendo, intentando una y otra vez hasta encontrar un bloque de hielo firme en la ladera, recordando cada movimiento que hacían los alpinistas en las películas. Y fue así como poco a poco, comenzó el ascenso.

Los minutos pasaron, luego una hora, y Sophia pensó que aquello no era difícil, sino en extremo imposible. Las piernas le dolían, los brazos estaban agotados, apenas había subido quince metros y ya le parecían quince kilómetros. Por suerte, el hecho de mirar hacia abajo no le daba vértigo, al menos no aún, ya veremos con cien metros o quizá más, si es que llegaba a ello. Su fuero interno se debatía entre la posibilidad de desistir, bajar de allí y volver, o continuar por una simple cuestión de orgullo propio y superación personal. Además, ¿cómo haría para volver a un trabajo donde ya había renunciado, con unos ahorros que ya no tenía por haberlos invertido en el equipo de alpinismo? Se preguntó. Ni hablar, antes muerta que enfrentar eso. Y con los dientes apretados por el esfuerzo, continuó subiendo, metro a metro, paso a paso. Tenía provisiones y agua como para dos semanas, si racionaba todo a una barrita de cereal por día y unos tragos de cantimplora solo en caso de extrema necesidad. Si no lograba alcanzar la cima para cuando se acabaran sus recursos, entonces subiría hasta donde pudiera, y luego iniciaría el descenso.

Aquel anochecer, luego de haber subido unos increíbles y extenuantes ciento veinte metros, preparó la tienda de campaña en un llano de la montaña asegurando las estacas y las cuerdas con los últimos restos de fuerzas que aún le quedaban, y durmió apaciblemente.

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