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Capítulo 4: Vulnerable

El chico insistente de los ojos negros más hermosos que había visto, de los rizos gordos cayendo en su frente, de los la­bios carnosos y sonrisa fresca, estaba allí parado frente a mí, con mis cuadros en la bolsa y mi maletín entre sus manos, ob­servándome, confundido. Y yo, llorando, señalándole mi se­creto, el único que por primera vez en la vida me avergonzaba y me hacía sentir inferior, el único que me hubiera gustado no tener que mostrarle, no a él.

De pronto reaccionó, dejó los cuadros en el suelo y el male­tín al lado y corrió tras el árbol. Sacó la silla, la acomodó, y me ayudó a subir a ella levantándome por debajo del brazo como si fuera una niña indefensa. Me sentí completamente aplas­tada e inservible, pero al menos había logrado lo que toda la semana había venido intentando, deshacerme del chico que tanto me agradaba antes de que fuera demasiado tarde. Aun­que en ese momento ya lo era, había visto mi discapacidad y, de seguro, no volvería a mí.

Me ayudó a sentarme y recogí mi falda, que se arrastraba empapada hasta el suelo, pesada por el agua de la lluvia. Él se detuvo en frente y se arrodilló ante mí.

—¡En verdad eres una Sirena! —exclamó. Una sonrisa tímida se pintó en su rostro—. No llores, ya hay suficiente agua aquí afuera. —Señaló la lluvia que caía inten­sa sobre nosotros—. ¿Dónde vamos? —preguntó.

—En frente. Debo dejar los cuadros en la casa de una ami­ga —añadí tratando de mantener la compostura y señalando hacia la casa de Margarita.

—¿Necesitas que empuje la silla? —cuestionó indeciso.

—No... puedo sola, solo lleva mis cosas, por favor —res­pondí, y él asintió. Se levantó y tomó de nuevo los cuadros y el maletín, cruzamos la calle y tocamos el timbre. Margarita nos atendió y nos dejó pasar, le mostré dónde colocar los cuadros y él los sacó cuidadosamente de la bolsa, atendiendo que estu­vieran en buen estado.

—Ninguno se ha mojado, Sirenita —dijo satisfecho.

—Bien, gracias —respondí con una sonrisa tímida y agradecida.

Le di las gracias a Margarita y salimos de la casa a pesar de que ella insistió que nos quedáramos hasta que pasara la tormenta.

—¿Ahora a dónde te acompaño? —preguntó Bruno.

—Puedes irte, voy sola a casa —contesté mirándolo—. Muchas gracias.

—No, yo te llevo, dime a dónde vamos y te acompaño —ofreció él.

Anduve el camino a casa y él me siguió, no hablamos. Cuando llegué, saqué las llaves de mi bolso empapado y abrí la puerta. En la casa de Diana había luz; quizá, con suerte, ella y Tomy lograron llegar a casa antes que cayera la lluvia. Entré y dejé que Bruno pasara, después de todo, estaba empapado; él se quedó observándome en la puerta. Fui hasta el baño y saqué dos toallas, una se la pasé a él y otra la usé yo para secar mi pelo y un poco mi cuerpo mojado.

—Bien, ¿vives sola? —preguntó mientras observaba todo alrededor—. ¿Estarás bien?

—Sí, a ambas preguntas —respondí sonriendo—. Gracias por tomarte la molestia de ayudarme con los cuadros y de acom­pañarme. Si no hubieras estado allí, se hubieran estropeado to­dos, no me habría dado tiempo de juntarlos —añadí.

—No hay de qué —sonrió. Sus rizos pegados a su fren­te me daban ganas de alcanzarlo y separárselos. Aparté esos pensamientos de mi mente—. Bueno, será mejor que me vaya —comentó, inseguro, encogiéndose de hombros.

—Lo sé —agregué a sabiendas de que era probable que fuera la úl­tima vez que lo vería—. Gracias por todo —dije refiriéndome no solo a ese día, sino a todos los otros en los que su presencia alertó a mis sentidos. Y aunque intentase echarlo, en realidad lo disfrutaba.

—No hay de qué —contestó amable—. Nos vemos —son­rió y caminó hasta la puerta.

—Celeste —dije entonces.

—¿Qué? —se volvió a mirarme.

—Mi nombre es Celeste —expliqué, y sonrió.

—Muy acertado —agregó, y salió de la casa cerrando la puerta. Yo sabía que ya no lo vería nunca más.

Me moví hasta la ventana que daba a la calle y trepando en el banquito lo observé partir. Un enorme auto negro se detuvo en frente a mi casa y él subió en el asiento trasero... ¿Eso era un chofer?

No quise pensarlo más, no tenía caso. Fui hasta el baño y me di una ducha caliente, me sequé el pelo y me vestí, una sombra de tristeza se instaló en mi pecho. Luego fui a la cocina a preparar una sopa o algo para comer. Mi casa era parecida a la casa de un hobbit: todas las cosas estaban bajas para que yo pudiera alcanzarlas y llevar una vida lo más normal posible, mis padres lo habían preparado con mucho amor para mí. El timbre me sacó de mis pensamientos y fui hasta la puerta.

—¿Quién es? —pregunté.

—Diana —respondió mi amiga.

Abrí la puerta y pasó.

—¿Era ese? ¿El chico que te acompañó? ¿El que se fue en un auto negro? —hablaba con mucha velocidad y casi sin pau­sas, estaba entusiasmada.

—¡Dios mío! ¡Eres una vecina chismosa! —exclamé son­riendo—. Sí, era él, se llama Bruno.

Procedí a contarle a Diana todo lo que había sucedido esa tarde, ella ya estaba al tanto de que todos los días anteriores había intentado invitarme a tomar un café y había insistido para que lo aceptara. Yo le decía que no quería hacerlo, por­que eso significaría tener que dejarlo verme en la silla, lo que ocasionaría que sintiera lástima por mí y se fuera así, con ese sentimiento, al café conmigo, cosa que no soportaría.

Ella me decía que eso no tenía sentido, que quizás iba al café porque quería ir, no por lástima, que en todo caso fuera sincera y se lo preguntara. Diana quería que le dijera: «Oye, no puedo caminar porque no tengo piernas, si aun así quieres tomar un café conmigo, vamos. Si ahora que sabes mi verdad no quieres hacerlo, solo da media vuelta y vete, no me enoja­ré por ello, solo sé sincero». En realidad, no me parecía mala idea, pero no quería decírselo, quería alargarlo lo más que pu­diera, vivir como una chica normal aquello de que un chico te invite a algo, te insista una y otra vez como si de verdad le im­portaras. Diana me regañó, dijo que yo era una chica normal, y yo le contesté que sí, que lo era, pero que en ese momento no me sentía como tal, y eso no me gustaba, odiaba sentir que perdía el control sobre mí misma.

Yo siempre me había sentido fuerte internamente, nunca había decaído, no me gustaba sentirme vulnerable o desigual. Pensaba que era posible lograr todo lo que quisiera, pero, en realidad, en cuestiones de amor, nunca había tenido suerte.

Los chicos no se fijaban en chicas con discapacidades, eso era una constante. Me gustaron muchos chicos a lo largo de mi vida, pero ninguno de ellos me vio jamás como algo que no fuera una amiga. ¿Quién pensaría en una chica como yo para tener algo más?

Bruno me gustó desde el momento en que lo vi, era esa clase de chico guapo y sofisticado que te atrae con solo mirar­lo, con ese aire rebelde que acompañaba su forma de vestir y su pelo medio largo. Tenía algo de ternura en su ser y su sonrisa era tentadora, encantadora. Sabía que era de ese tipo de chicos que enamora a todas y las deja rendidas a sus pies. Justo el tipo de chico que jamás se fijaría en alguien como yo, aunque no sabía si existía un tipo de chico que lo haría.

Así que el amor era la única cosa que me dejaba indefen­sa, que me hacía sentir incompleta, vulnerable e incapaz. Era como si la sociedad estuviera de acuerdo en algo: una chica como yo no podía amar ni ser amada. Y eso era suficiente para que odiara ese sentimiento, o al menos lo ignorara, bajo la excusa de que «el amor no era para mí».

—¡Celeste! —llamó Diana trayéndome de regreso de mis pensamientos—. No te cierres a las oportunidades si el chico vuelve a hablarte, solo déjate ir, descubre qué es lo que el des­tino planea para ti.

—No... Primero, no creo que vuelva ahora que sabe cómo soy. Segundo, nadie puede enamorarse de mí —zanjé dolida y segura de lo que decía. Quería matar toda ilusión naciendo en mi interior, porque sabía que el choque de realidad luego sería peor.

—Eres hermosa, Celeste —dijo ella mirándome con ternura.

—Pero incompleta —añadí con la voz rota.

—No seas tonta —refutó mi amiga—. Si alguien llegara a ver ese enorme corazón que tienes y te dejara ir, sería un im­bécil —agregó sonriente en un intento darme ánimos.

—No es tan sencillo, nadie quiere atarse a alguien como yo —suspiré.

—¿Atarse? Si eres la persona más independiente que co­nozco —añadió negando y tomando mi mano en la suya.

—Ya, hablemos de otra cosa —rogué, porque no quería pensar en algo que sabía que nunca sería—. ¿Cómo te fue en el trabajo?


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