Capítulo 6
Dedicado a ValentinaValeri1104v
***
Tic, tac. Tic, tac. Tic, tac.
Era lo único que retumbaba en mi cabeza, y faltaba muy poco para que me levantara y tirara el jodido reloj al piso. No aguantaba ni un tictac más, aunque al «distinguido señor Gibson» no le agradaría que dañara su preciada molestia de pared.
Era un poco más de las ocho, las clases ya habían comenzado. Me preguntaba si notarían mi ausencia en el salón, pero no había manera de que no lo hicieran. A pesar de que me propuse no salir más de mi habitación, no me dejaron opción. Stella casi me arrastró hasta allí. No conseguía olvidar su cara de decepción mientras me reclamaba que cómo pude ceder ante las provocaciones de Natalia.
«Lo siento, Stella —pensé y me revolví en la silla, frente al escritorio—. No pude evitarlo».
¿Por qué la golpeé con la bandeja? No estaba segura de tener una razón concreta, probablemente porque me humilló en público. Nunca olvidaría la algarabía de todos los demás estudiantes a nuestro alrededor; ni la sonrisa de chiflada de Natalia; ni la expresión avergonzada de Víctor. Tampoco olvidaría la mirada seria de Jimmy cuando me volteé llena de sopa de la cabeza a los pies.
No tenía idea de qué había pasado por su mente en ese momento, solo sabía que algo se encendió dentro de mí. Y entonces lo hice, golpeé a Natalia dos veces con la bandeja —o quizás tres—, hasta que me detuvieron y me quitaron el «arma».
No le había hecho mucho daño, las bandejas eran plásticas y yo no era demasiado fuerte. De igual modo, no la dejé salirse con la suya.
Jamás había sido violenta antes. Esa hubiera sido una gran victoria para los que me culpaban por los sucesos en mi antigua escuela. Dirían que esa era una pequeña demostración de lo peligrosa que podía llegar a ser. Pero yo sabía que no era cierto, era la primera vez que reaccionaba de ese modo.
Lo curioso era que no me sentía culpable en lo absoluto, solo me defendí. Eso sí, menudo espectáculo montamos.
Seguía sin reconocerme. Yo era tranquila e invisible, no una competidora de lucha libre. Y eso no era lo más sorprendente, sino que la noche anterior rompí mi racha de lágrimas antes de dormir. Simplemente, no tuve ganas de llorar por primera vez en mucho tiempo.
De hecho, me atrevía a decir que una parte de mí estaba aliviada, lo cual era una buena señal. Eso no significaba que me dedicaría a golpear con bandejas de plástico a todos los que me molestaran, sino que se sintió muy bien tener el control por una vez. Al enfrentar a Natalia, me sentí fuerte, no indefensa como siempre.
Ella estaba sentada frente a mí en ese instante, para hacerme sentir más «cómoda». Llevábamos unos veinte minutos esperando a que Gibson llegara. No paró de mirarme ni un segundo con sus ojazos azules desorbitados y su sonrisa de maniática peligrosa. Sin embargo, no dijo ni una palabra; sabía que Stella nos estaba mirando bien de cerca a las dos.
Al principio, temí que llamaran a mi padre o que me expulsaran de allí. No sabía qué pasaría conmigo en ese caso, supuse que tendría que ir a un hospital psiquiátrico ordinario. Eso significaría dejar mis estudios y estar internada de verdad, no en ese simulacro de escuela. Luego lo reconsideré, el altercado no fue tan grave. Pensé entonces que quizás nos enviarían al ala C. Aún tenía miedo después de que Víctor me contara al respecto.
Esa tampoco parecía ser una opción, de cualquier modo.
Había sido una pelea, no un ataque esquizofrénico o algo así —o al menos eso creía—. Natalia acababa de regresar de allí y no tenía idea de qué le habían hecho. No obstante, de una cosa sí estaba segura: no debió ser nada agradable. Tenía unas ojeras enormes y algunas marcas en los brazos, tal vez de agujas. También tenía otras en ambas muñecas, que me hacían pensar en ataduras. El simple hecho de considerarlo hizo que la piel se me erizara. Allí no hacían esas cosas, ¿o sí?
Aunque lucía un poco demacrada, tenía que reconocer que aun así se las arreglaba para verse cautivadora. Era tan esbelta y delgada que podía ser modelo de revista.
Yo prefería seguir siendo una chica común, porque ella era tan malvada y perversa que su belleza estaba vacía. Yo nunca dañaría a nadie a propósito, a menos que me tirara su comida encima.
Finalmente, hizo su gloriosa entrada mi segunda persona favorita de la clínica: el «estímadísimo» señor Gibson. Venía usando un traje muy costoso, pues, claro, una personalidad tan distinguida como él no podía permitirse menos que lo mejor. La noche anterior no pudo vernos. A diferencia de la mayor parte del personal, él jamás dormía allí.
Me resultó curioso comprobar que, al parecer, yo no era la única que sentía tanto desagrado por él. Stella no lucía muy contenta al saludarlo, pero se limitó a sonreír forzado. Y, bueno, también estaba Natalia —a quien, por primera vez, me dieron ganas de estrecharle la mano—, que no dejó de mirarlo con su mejor cara de «Váyase a la mierda, pedazo de cabrón farsante».
Ya estábamos todos, era hora de comenzar el juicio.
***
«Genial. Genial. Genial —me dije—. Las cosas no podían ponerse mejor».
El maldito Gibson decidió que, como castigo por el alboroto en el comedor, la loca y yo debíamos hacer labores de limpieza... ¡juntas! ¿No podía ser cada una por su lado? ¿No comprendían acaso que no podíamos respirar el mismo aire? Sí que estaba jodida. No podía creer que realmente pensaran que obligándonos a pasar tiempo juntas lograrían que nos lleváramos mejor. Eran psiquiatras, ¿no sabían que esas cosas solo funcionaban en las películas?
Natalia y yo nos incorporamos a las clases y muchos no paraban de mirarme y de murmurar. Me costaba creer que nunca hubieran visto una pelea.
«¿No estamos internados en una clínica mental, idiotas? —pensé con enojo—. Seguro han visto escenas peores».
Víctor no se volteó en mi dirección ni una vez. En realidad, no podía culparlo, había agredido a su «protegida». Fue en defensa propia, eso debía quedar bien claro. Supuse que lo mejor era darle tiempo y esperaba que me perdonara.
Por otro lado, Jimmy me miró un instante y no pestañeó siquiera. Después cambió la vista al frente, como si yo no estuviera ahí. Por un momento, me sentí como un fantasma o como parte de la triste decoración del aula.
Traté con todas mis fuerzas de no pensar en nada y de resistir hasta que terminó la última clase. Quería desaparecer cuanto antes sin esperar a Jojo. No podía respirar ese aire ni un segundo más.
Pero alguien no tenía los mismos planes y tomó mi mano para detenerme. La respiración se me cortó por completo al ver quién era.
«Oh. Dios. Santo», exclamé internamente.
Jimmy sostuvo mi mano y me guio para salir del salón de clases. Ninguno de los dos dijo nada. Caminé por inercia mientras mis ojos querían salir corriendo de sus órbitas. Si bien cada vez lo entendía menos, me reconfortaba saber que no era la única. El resto de la clase nos miraba con el mismo asombro, incluso Víctor.
—¿Estás bien? —preguntó una vez que estábamos en el pasillo, lejos de todos los demás.
Asentí, a pesar de que seguía muy confundida. Entonces soltó mi mano e introdujo las suyas en los bolsillos de su jersey.
Continué caminando a su lado y no conseguía mirarlo más que de reojo mientras avanzábamos hacia el comedor. Él tampoco me miraba, mantenía la vista fija en el suelo. No pude evitar notar el modo en que sus rizos le caían sobre la frente y cubrían parte de su rostro. No creía que él tuviera idea de cuán sublime era su belleza, aunque de algo sí estaba segura: era la persona más enigmática e indescifrable que conocía.
Almorzamos juntos, todo el tiempo en silencio. Fue uno de esos momentos en los que no necesitabas decir nada porque la otra persona te comprendía. Me resultaba raro, nosotros casi no nos conocíamos.
Juré que no iría nunca más al comedor y por eso me salté el desayuno, pero ir en su compañía fue bastante diferente. Como siempre, varios chicos y chicas nos observaron. Por algún motivo, no me importó demasiado; estuve concentrada en él.
Luego comencé a seguirlo una vez más en dirección a la salida del edificio.
—¿A dónde vamos? —pregunté con curiosidad.
—Al lugar donde hablaremos del proyecto —respondió—. Odio la biblioteca, te mostraré uno de mis lugares favoritos.
Me pellizqué con disimulo en caso de que estuviera soñando. Y no, sí que estaba siguiendo al rubio burlón hacia donde fuera que pensara llevarme.
Me llevé una gran sorpresa cuando llegamos a la puerta principal. Habló con el guardia y salimos al jardín. Pensaba que jamás pondría un pie fuera.
Un viento fresco otoñal recorría el amplio terreno y las hojas secas crujían bajo nuestros pies. Un sentimiento de desahogo muy liberador me invadió. Se sentía tan bien estar fuera de esas paredes que podía acostumbrarme, sobre todo, a estar lejos de los demás.
Luego de avanzar un poco, nos detuvimos frente a un árbol enorme en el medio del jardín. Estaba casi deshojado por completo y las pocas hojas que aún conservaba ya se habían secado y lucían frágiles, a punto de caer.
Me miró y sonrió ligeramente. La brisa desordenaba sus rizos dorados. Colocó su mano derecha en el tronco y lo acarició, como si el árbol pudiera sentirlo; como si fuera un pequeño animal indefenso en lugar de una impresionante forma de vida vegetal.
—Bessie, te presento a Jimmy.
—¿Jimmy? —repliqué, confundida. No sabía si bromeaba—. ¿Es tu mascota?
Por un momento, dejé de sentirme tan única. Creía que nadie más les hablaba a las plantas y las trataba como personas. Mi pobre cactus se sentiría desolado de saberlo. Después me sentí como una tonta por considerar que las plantas eran capaces de pensar.
—¿Mi mascota? —preguntó en un tono divertido—. ¿Un árbol? Eso sería absurdo.
Soltó una risotada y, aunque me molestó que se burlara de la posibilidad de tener una mascota «no-animal», su risa era tan encantadora que terminé sonriendo también. No pude evitarlo.
—Primero —hablé, pretendiendo estar molesta—, no es absurdo en lo absoluto, es algo normal. Y, segundo, ¿me explicas o no por qué se llama Jimmy igual que tú? ¿Y qué diablos hacemos aquí afuera?
Hizo caso omiso a mis preguntas. En lugar de responder, tomó mi mano despacio y la colocó en el tronco.
—Siéntelo... —susurró.
Era una superficie rugosa y áspera al tacto. No obstante, podía jurar que lo sentía respirar, que tenía bajo mis dedos a una criatura capaz de sentir y de escucharme. Miré al chico, un tanto sorprendida, y me regaló una sonrisa tan genuina que me causó un cosquilleo raro en el estómago. ¿Tendría hambre?
—¿Ves? —dijo en un tono de voz bajo—. Parece que está seco y muerto, pero por dentro vive.
Apartamos nuestras manos del árbol y nos sentamos sobre las hojas en el suelo, mirando hacia el resto del jardín.
—Cuando entré en la escuela fue realmente difícil para mí —confesó y yo comencé a escucharlo con atención. Me asombraba que me lo contara—. Era una etapa oscura en mi vida y me sentía muy solo, así que Stella me trajo aquí una tarde. Estábamos en invierno, tal vez el más intenso que he vivido. Caminamos sobre la nieve y me mostró este mismo árbol.
Sonaba propio de Stella velar por todos los que necesitaban ayuda y hacer ese tipo de cosas. Ella era mi adulto favorito en la clínica, la única que me agradaba, de hecho. Sin embargo, escucharlo aumentaba mis ganas de saber qué motivo lo llevó ahí, en primer lugar.
—Ella también puso mi mano sobre el tronco y me dijo algo que nunca olvidaré. ¿Quieres saber qué fue?
Asentí con impaciencia.
—Me dijo que este es el árbol más alto y frondoso de todo el jardín, que puede verse incluso desde la carretera, pero que no siempre fue un gran árbol. Hace años era solo un pequeño retoño que unos chicos plantaron. Poco a poco, creció para volverse majestuoso, así como lo vemos hoy.
Se volteó hacia al árbol y habló con una emotividad que me cautivó, como si estuviera escuchando las palabras de Stella en ese mismo instante:
—Cada año el otoño arrasa con sus hojas y lo deja descubierto. Después la nieve lo cubre, pero siempre se derrite y la primavera vuelve. Sus hojas se renuevan más verdes que el año anterior y florece. Sin importar cuán duro sea el invierno, ninguna estación es eterna. También me dijo que él sabe que es fuerte y que resistirá, y que cada año que pasa es una prueba que debe enfrentar para fortalecerse aún más.
—Guau... —susurré y me miró.
—Cuando nos íbamos me dijo sonriendo que el árbol se llama Jimmy. Sé que eso se lo inventó en ese momento para animarme. He mantenido su nombre porque me gustó que se llamara igual que yo.
Esa era una de las historias más conmovedoras que me habían contado y ni sabía qué decirle al respecto.
—Desde entonces este es mi lugar favorito de toda la escuela —dijo con nostalgia—. Siempre que no me siento bien vengo aquí y le hablo al otro Jimmy. Aunque no sé si puede escucharme, al menos me alivia.
—¿Realmente crees en lo que te dijo Stella ese día? Eso de que él sabe que es fuerte y que no va a morir.
—No estoy seguro. —Se encogió de hombros—. Ni siquiera creo entender todo lo que me dijo, pero de alguna manera siento que tiene razón, Stella siempre la tiene.
Sonrió y lo imité. Era cierto, ella era muy sabia.
—Por eso te traje aquí, sé que no te sientes bien por lo que pasó con Natalia. Muchos piensan que es tu culpa. Eso es injusto y sé bien lo que se siente que te juzguen con la mirada... En fin, creo que me siento en la obligación de hacer lo mismo que Stella hizo por mí por otras personas.
A pesar de que me parecía dulce su gesto, la curiosidad me invadió de nuevo.
—¿Has traído a alguien más a conocer a Jimmy? —No pude resistir el impulso de preguntarle—: ¿De casualidad fue a Ana?
Su expresión cambió por completo, confirmando mi suposición. Lucía nervioso y perturbado al oír su nombre.
Me arrepentí un poco. No debía indagar sobre un tema que no me incumbía en lo absoluto, pero sí que quería saber. ¿Qué demonios ocurrió con esa chica que todos reaccionaban tan extraño con solo mencionarla?
Comencé a creer que había más en esa historia que una simple remisión. Al parecer, no iba a saberlo en esa oportunidad.
—¿Qué libro escogiste para el proyecto? —preguntó y me miró con intensidad, incitándome a responderle.
—El Principito —logré articular luego de un instante—, ese es mi libro favorito.
—No lo conozco. —Su expresión se suavizó—. Nunca había oído hablar de él.
—¿Nunca? Es un libro muy famoso, pensé que todos lo conocían.
—Pues ya ves que no. Si es tan genial como dices, está bien. Haré un «gran» esfuerzo y lo leeré para hacer el proyecto.
—Vale —le sonreí—, tengo una copia en mi habitación. Puedo buscarla y prestártela, solo si prometes cuidarla bien. Es un regalo de mi papá que tengo desde que era una niña.
—Sí, «capitán», como usted diga. Cuidaré su tesoro mejor que si fuera mío.
Rio, claramente burlándose de mí. Sin embargo, su gesto no me molestó. Le saqué la lengua de un modo infantil y me levanté del suelo.
—¿A dónde vas?
—Voy por el libro, te lo traeré.
—No, ahora no, mejor dámelo mañana. De cualquier modo, no creo que vaya a leer hoy. Ya tenía pensado ver una película en la noche.
Asentí, confundida. Pensaba que comenzaríamos el proyecto ese mismo día. No era una súper fan del estudio, pero tampoco me gustaba dejar los deberes escolares acumularse, eso era peor. Era evidente que a mi compañero no le importaba demasiado terminar pronto el proyecto, a pesar de que me dijo que quería concluirlo rápido porque detestaba la literatura.
Traté de consolarme pensando que al menos me permitió escoger el libro sin quejarse. Ese era un paso de avance.
Se levantó y fijó la vista en el suelo. Tuve la ligera impresión de que estaba teniendo un debate consigo mismo, hasta que por fin decidió hablar:
—Bessie, me gusta pasar tiempo contigo. ¿Puedo recogerte en las mañanas?
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