Capítulo 42
Dedicado a dalipher
***
Al principio fue un poco difícil acostumbrarme a la idea de estar nuevamente en casa. Nada había cambiado, excepto dos cosas: Beth ya no estaba, ni la antigua Bessie tampoco.
Mi cuarto y todas mis cosas estaban exactamente como las había dejado, como si solo me hubiera marchado un par de días. Mi pequeña cama con las sábanas púrpuras; las frases escritas en la pared; la ropa doblada en el armario; los libros sobre el escritorio.
Pero por algún motivo me sentía como una total extraña.
Mi familia se esforzaba lo más posible para mantenerme ocupada y feliz todo el tiempo, aunque no era nada sencillo. Mis hermanitos no me dejaban en paz ni un segundo desde que llegaban de la escuela, y Elisa y papá hacían casi cualquier cosa para complacerme.
Sin embargo, no dejaba de sentir la ausencia de mi mejor amiga en mi hogar y en mi vida, mucho más que antes de irme. Ni la de Jimmy que, aunque nunca había visitado mi casa o algún otro lugar cercano, había dejado un vacío enorme en mí.
Otra cosa que me golpeaba era el cambio radical en la actitud de Elisa y de mi padre conmigo. Antes de irme a la clínica habían dejado de hablarme casi por completo y me temían, muy en el fondo lo sabía. Una parte de ellos habían aceptado que quizás lo del incendio sí había sido mi culpa.
Pero ya no era así, habían vuelto a ser la familia adorable y amorosa de siempre, aunque no porque habían creído en mí. Lo habían hecho por Stella y Melissa. Ellas les habían explicado que yo no encajaba en el perfil de una psicópata asesina, que solo era una chica deprimida. Y ellos se habían convencido entonces, a pesar de sus oídos sordos todas esas veces que les había explicado entre lágrimas mi inocencia.
No era su culpa, de cualquier modo. Los amaba demasiado como para guardarles rencor.
Siempre trataba de ocultar la tristeza cuando estaba con ellos o con los niños, no quería hacerlos sufrir. Solo me permitía ser honesta conmigo misma y sentirme un poco miserable cuando estaba sola. Y estaba sola más tiempo del que me hubiera gustado.
A causa de los meses que había pasado en la clínica me había atrasado un año con respecto a las personas de mi edad. No podría entrar a la universidad hasta el próximo año escolar, por lo que no tenía demasiadas cosas en las que ocuparme. Pasaba horas aprendiendo y practicando recetas culinarias —y todos lo agradecían, pues Elisa era pésima en la cocina—. También leía mucho, casi todo lo que caía en mis manos, y estudiaba temas que me interesaran.
Y jamás salía de casa.
Llevaba casi tres meses recluida allí, pero por voluntad propia. Solo salía cuando tenía que ir a las consultas con el psicólogo un par de veces al mes para chequear mi frágil estabilidad emocional. Mi padre me llevaba de ida y vuelta en auto para no tener que ver a nadie. No estaba lista para hacerlo, y a veces creía que ese día nunca llegaría.
Me aterraba pensar en lo que podía pasar si me encontraba a Nancy o alguno de mis antiguos compañeros de instituto, así que lo más cercano a salir que hacía era sentarme a ver el cielo desde el jardín, y solo luego de que oscurecía. La primera vez mi padre se había quedado atónito. No era lo mismo escuchar a la psiquiatra decirle que ya podía salir de noche que verme hacerlo con sus propios ojos.
Mi único contacto con el mundo exterior eran las llamadas telefónicas con Nick y Stella. Hablar con ellos siempre me causaba un poco de nostalgia, pero también me animaba mucho.
Esa noche Axl Rose estaba cantando por quinta vez en menos de una hora Sweet Child o' Mine en mi habitación. Después de escucharla por primera vez se había vuelto adictiva para mí, sobre todo en un día tan oscuro y triste como ese. Faltaban tres días para mi cumpleaños y ya habían comenzado las nevadas.
Como no podía salir al jardín, había decidido organizar mi armario. Había aumentado ligeramente de peso, y estaba separando todo lo que ya no me quedaba para donarlo. Conservaba algunas prendas de ropa tan pequeñas que ni siquiera eran la talla de Hannah.
Entre todas mis cosas encontré algo que me hizo detenerme: el jersey rojo de Jimmy.
Lo tomé en mis manos y lo acaricié contra mi pecho. Ya no olía a él —o al menos eso me parecía—. Era imposible luego de haberlo lavado que conservara su olor, aunque ya ni siquiera estaba segura de saber cómo se sentía. En unos días se cumpliría un año desde el día que nos habíamos hecho novios. Y sencillamente dolía.
Podíamos haber estado planeando la celebración de nuestro primer aniversario, pero, en lugar de eso, estaba acariciando un recuerdo suyo y preguntándome si llegaría a olvidar cómo lucía.
No tenía ninguna foto suya, como mismo no tenía fotos de mi madre porque mi padre se había deshecho de todas luego de su partida. Era un caso totalmente diferente porque yo había dejado de verla siendo aún muy pequeña. No obstante, a veces —casi siempre— no lograba recordar su rostro, sino pequeños detalles como sus ojos llenos de pestañas y su lunar en la mejilla izquierda. Solo eso.
Me daba mucho miedo pensar que pudiera pasarme lo mismo con Jimmy; que mi mente incompetente fuera olvidando su hermosa sonrisa y sus hoyuelos, o sus ojos azules tormentosos. Pero faltaba demasiado para eso, en caso de que fuera posible. Su recuerdo aún estaba demasiado presente.
Con el jersey entre mis manos me senté en el borde de la cama y comencé a mirar la nieve acumulada fuera de la ventana. Recordaba vívidamente la noche en la que me había pedido que fuera su novia y me había besado por primera vez. También había nevado, y esa era la única ocasión en la que recordaba haberme divertido con la nieve.
Pero sonreí, en lugar de llorar.
Había sido realmente muy dichosa de tener su luz angelical en mi vida a pesar de su corta existencia. Quizás el mundo era demasiado oscuro y cruel para un ser tan mágico como él. Le había quedado muy pequeño. Quizás yo tampoco había estado a la altura de lo que él merecía, pero aun así me había amado. Eso era más que suficiente para mí.
Suspiré profundo y decidí apartar toda la tristeza. Subí el volumen de la música y me miré al espejo. Del otro lado me sonreía una chica de aspecto saludable y sin ojeras. Incluso me sentía bonita. Luego coloqué una de mis diminutas ondas tras mi oreja, pues me había cortado el cabello por encima de los hombros con la ayuda de Elisa.
***
—Lo siento, no puedo —expliqué—. Estoy algo indispuesta. Ya saben... problemas de chicas...
Papá asintió un poco decepcionado y salió del cuarto, dejándome sola con Elisa. Ella me sonrió con algo de picardía en la mirada.
—Puedes engañar a tu padre, pero esos trucos no te funcionarán conmigo.
—No son trucos, es cierto —sentencié y me hice un ovillo en mi cama.
—No, no lo es, y ya sabes que nos hace mucha ilusión llevarte a salir hoy. Es tu cumpleaños, Bessie, no puedes quedarte encerrada en casa.
Una parte de mí pensaba que quizás ella tuviera razón; que debía armarme de valor y salir a tomar helado con ellos. Pero la otra me gritaba que me quedara escondida en mi cuarto atormentándome con el recuerdo de mi cumpleaños anterior.
Finalmente me incorporé en la cama y la miré a los ojos.
—No sé si estoy lista para salir aún —le dije—. En realidad... tengo miedo...
—Lo sabemos, cariño... —me dijo con dulzura—. Pero tú eres inocente, Bessie, no puedes seguir huyendo como si fueras una criminal. Debes salir allí afuera con la cabeza en alto y disfrutar de tu cumpleaños. No todos los días se cumplen dieciocho...
Reflexioné un momento antes de contestar. Sabía que me arrepentiría profundamente de hacerlo, pero era más por ellos que por mí.
—Vale... ¡pero solo un rato!
Sonrió feliz como una niña pequeña y luego me abrazó. Sabía que lograr sacarme de casa la emocionaba mucho y que había estado preparando esa salida por varios días. Incluso me había comprado un vestido de florecitas rosadas adorable para que me lo estrenara. Lo usaría, pero no se notaría demasiado, de cualquier modo. Hacía mucho frío y tendría que cubrirme bien.
¿Qué persona medianamente cuerda podía aceptar salir por un helado después de una nevada? Pues yo; me encantaba en cualquier época del año. Aunque no muchos estarían de acuerdo con lo de «medianamente cuerda» para definirme.
***
Bajarme del auto y entrar a la heladería fue todo un reto para mí, pero logré hacerlo después de darme «auto terapia» durante todo el camino hasta allí. Aunque valía la pena, mi familia estaba muy emocionada.
Sin embargo, me coloqué la capucha del abrigo intentando esconder mi rostro lo más posible. Resultaba bastante estúpido hacerlo, pues no era que los Moore tuvieran más hijas de dieciocho años.
Nos sentamos al final. Ellos seguían tratando de animarme mientras la mesera tomó nuestra orden y luego nos llevaron los helados. Estaba bastante ansiosa, aunque nadie había notado mi presencia, al parecer.
En realidad, no sabía que había esperado encontrar fuera. ¿Creía que al verme colgarían pancartas diciendo algo así como: «Abajo Elizabeth»? Quizás sí me pasó por la cabeza...
No obstante, fui relajándome hasta que comencé a reírme con mis hermanitos sin notarlo siquiera. Por un rato parecía que nada había ocurrido. Ni el incendio; ni la clínica; ni Jimmy. Y comprobar por mí misma que las cosas no eran tan terribles como había pensado me resultaba muy reconfortante.
Cuando salimos de allí decidimos que volveríamos a casa. Estaba bien así para ser la primera vez. No obstante, papá se detuvo en una estación de servicio para llenar el tanque y Hardin y Hannah aprovecharon para bajarse e ir a comprar golosinas en la tienda justo al lado.
Era un lugar muy pequeño y llevaba más de un año sin estar allí, así que me quité el abrigo aprovechando que había salido un poco el Sol y me bajé con ellos. Fuera me di cuenta de que esa no había sido una gran idea. A pesar de que el vestido era de mangas largas y llevaba medias, me parecía que me iba a congelar.
Corrí hacia la tienda para resguardarme en la calefacción y ellos me siguieron. Dentro me aseguré de que tomaran mis favoritas, pero decidí volver antes al auto porque se estaban tardando demasiado y sentía frío.
Sin embargo, el caos se desató apenas salí.
Al poner un pie fuera escuché una voz que hizo que mi piel se erizara. Era Nancy; era la madre de Beth. Me volteé despacio para comprobar que, en efecto, sí era ella. Estaba discutiendo con otro conductor que no había respetado su turno de echar combustible, al parecer. Eso no podía estar ocurriendo.
La garganta se me cerró y deseé por un segundo que todo fuera una pesadilla. Pero era real; ella estaba allí a menos de veinte metros de mí.
Comencé a hiperventilar y a sentirme mareada. No podía tener un ataque de pánico, eso ya era historia en mi vida. No podía.
Aún no me había visto, así que solo tenía que llegar al auto y ocultarme. Reuní todas mis fuerzas y obligué a mis pies a moverse.
Pero ya era muy tarde.
—¿Elizabeth? —preguntó con incredulidad y yo permanecí paralizada. Mi mayor miedo se había hecho realidad.
Me giré hacia ella, muy despacio y respirando con dificultad. La observé, aterrada. No era ni siquiera la sombra de lo que solía ser, había envejecido tanto en ese último año que estaba casi irreconocible. Pero sabía bien que era ella, había crecido viéndola y la había llegado a considerar una parte importante de mi familia.
—¿Qué diablos haces tú aquí? —gritó y comenzó a acercárseme, amenazante. Retrocedí sin lograr articular palabra—. Tú deberías estar en la cárcel, este lugar no es para ti. ¡Eres una asesina!
Estaba totalmente indefensa mientras ella seguía acorralándome contra otro auto que estaba abasteciéndose de combustible. Algunas personas se detuvieron ante la escena, pero yo solo miraba intentando localizar a mi familia con desesperación.
Era inútil; seguían allí dentro.
—¡Asesina! —volvió a gritarme, frenética—. ¡Deberías estar pagando lo que hiciste! ¡Tú me arrebataste a Bethy, maldita!
Luego todo ocurrió en fracciones de segundo: le arrebató la pistola de gasolina al conductor y comenzó a verter el combustible sobre mí. Entré en pánico e intenté zafarme, pero me encerró entre su cuerpo y el auto, impidiéndome escapar.
—¡Vas a arder, maldita! ¡Vas a morir como mi Bethy!
Escuché gritos de horror y a lo lejos distinguí la voz de mi padre:
—¡Bessie! —Corrió hacia nosotras y le arrebató violentamente la pistola de la mano.
—¡Estás loca, mujer! —le gritó—. ¡Vas a ir a la cárcel por esto!
—¡La única loca es tu hija! ¡Asesina! ¡Eres una asesina!
Varias personas intervinieron en la discusión y se formó una gran algarabía en el lugar. No obstante, yo ni siquiera lograba escuchar lo que decían. Me encogí en el suelo sosteniendo mis rodillas contra mi pecho y me ahogué entre lágrimas que se perdían entre la gasolina que goteaba de mi rostro. Estaba empapada de pies a cabeza.
¿Por qué tenía que ocurrirme algo así? ¿Nunca sería suficiente?
Elisa se acercó a mí con rapidez y comenzó a limpiarme con toallas húmedas lo más que podía. En ese instante era un peligro mortal para todos los que estaban en la estación. Le gritó a mi padre que se detuviera y a mis hermanos que entraran al auto.
—Vamos, cariño, vamos a casa —me dijo y me ayudó a levantarme. Después se volteó hacia papá que lucía descontrolado y lo llamó nuevamente—: ¡Adam, ya basta! ¡Luego resolveremos esto, tenemos que llevar a Bessie a casa!
Mi padre se subió finalmente y le propinó un tirón tan fuerte a la puerta que todos dentro nos sobresaltamos.
—¡No se saldrá con la suya! —sentenció con ira—. ¡La voy a meter en prisión por poner a mi hija en peligro!
—¡Adam! —le gritó Elisa y señaló a mis hermanos que lloraban sin control. Al parecer eso le hizo comprender que ya era hora de callarse. Todo lo que acababa de ocurrir era demasiado para los niños. Incluso para mí.
Al llegar a casa tomé un baño con urgencia y traté de quitarme toda la gasolina de encima. Sin embargo, el contacto con mi piel me dejó varias quemaduras leves, incluso en el rostro.
Papá y Elisa trataron en vano de calmarme, ya que lo único que podía hacer era llorar. Pero les rogué que no levantaran cargos contra ella, pues ni siquiera podía culparla. Aunque yo no era capaz de comprender del todo el sentimiento de una madre hacia sus hijos, sí sabía que, si alguien dañaba a alguno, ningún castigo parecía suficiente. Yo no era responsable por la muerte de Beth, pro tampoco tenía forma de probarlo.
Quizás nunca dejaría de ser la «psicópata asesina» para todos. Y sabía que muchos incluso aprobarían sus acciones, a pesar de que había estado a punto de prenderme fuego en medio de una gasolinera.
Finalmente mi padre aceptó, muy contrariado. Él también sabía que más represalias solo aumentarían el odio contra nuestra familia. Además, Nancy había sido una de nosotros por muchos años, al igual que Beth.
Cuando todo terminó subí a mi habitación y me tiré al suelo apoyada de espaldas a la puerta. Había tenido un día de mierda y mis lágrimas no dejarían de salir en un futuro cercano. Lloraba por Beth, por Jimmy, por la vida que alguna vez había tenido y que ya nunca más volvería.
Y lloraba también por mi futuro, porque sabía que mientras viviera en el pueblo jamás lograría cerrar la herida.
Me incliné hacia delante y tomé mi teléfono de encima de la cama. Lo sostuve mientras leí una vez más el mensaje de Nick. Me había escrito muy temprano para desearme un feliz cumpleaños, y realmente me hubiera gustado que lo hubiese sido.
Me sequé un poco la cara con la manga de mi jersey rojo, el que solía ser de Jimmy, y marqué el número de Nick.
—¿Bessie Boop? —me respondió alegremente al otro lado de la línea.
—Hola... —susurré, conteniendo el llanto.
—¿Está todo bien? ¿Qué te ocurre?
—Es que... todo es un desastre, Nick. Mi vida es un jodido desastre...
Sin poder resistir un segundo más, rompí en llanto.
—Oh, no —me dijo—. No llores, Bessie Boop, no llores porque no estoy ahí para consolarte...
—Lo siento... —susurré, sin poder calmarme.
—Hoy es tu cumpleaños, no puedes llorar en un día tan especial... Venga, no me hagas esto... I hate to look into those eyes and see an ounce of pain...
—Tú ni siquiera me estás viendo, Nick —dije y sonreí entre lágrimas.
—Es cierto, pero eso no hace que duela menos. Venga, cuéntame qué te ocurre...
***
Esa noche no logré dormir. Tenía demasiadas cosas dándome vueltas en la cabeza, sobre todo la conversación con Nick. No había querido tomar una decisión tan importante luego de un suceso tan traumático, pero dudaba que algo pudiera hacerme cambiar de opinión.
Por ese motivo bajé despacio las escaleras hasta llegar a la cocina. Papá y Elisa estaban desayunado para irse a trabajar. Me saludaron fingiendo que todo había vuelto a la normalidad, pero yo me salté toda cortesía y fui directo al grano. Dije algo que hizo que Elisa palideciera y que mi padre dejara caer los cubiertos repentinamente en el plato:
—Mañana me mudo a la ciudad.
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