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Capítulo 4

Dedicado RoxaneGrazianoM

***

Natalia.

De otras diez personas que había en el salón, tenía que ser precisamente «ella» mi compañera. Las palabras de Víctor retumbaban en mi cabeza como el eco en el interior de una cueva: «Natty se descontrola un poco a veces». Por supuesto que era ella, no correría con la buenísima suerte de que otra chica de la clase tuviera el mismo nombre.

¿Y qué haría, entonces? Esperar a que regresara y decirle: «Ey, ¿cómo estás? Soy Bessie, la idiota a la que empujaste como una demente en el pasillo, arruinando por completo su primer día. Ah, y también soy tu compañera de estudio, ¿qué te parece?».

Ni siquiera podía imaginar qué tipo de libros prefería esa chica, suponía que algo así como: El psicópata que llevas dentro.

De igual modo, no debía pensar así de ella; no la conocía y ya quería crucificarla. Solo la había visto un instante —uno nada placentero—, y tal vez cuando no estaba en crisis era más agradable. No podía juzgarla tan pronto. Además, Stella tenía razón, ese era mi hogar a partir de ese momento. Debía hacer todo lo posible por aceptar a los demás y no buscarme problemas.

Mi intento de prestar atención a las materias se esfumó por completo luego de tomar ese pedazo de papel en mis manos. Me pasé toda la mañana calculando los peores escenarios que podían derivarse de ese proyecto en parejas.

—¡Bessie! —me gritó Víctor y salté en la silla al escuchar su voz.

Estaba tan inmersa en mis pensamientos que ni noté que la clase terminó. Miré a mi alrededor y casi todos ya se habían marchado, incluso Jimmy.

—¿Estás bien? —preguntó.

—Eh... sí —respondí mientras recogía mis cosas—. ¿Necesitas algo?

—Bueno, en realidad, sí, vengo por dos motivos. Primero, para decirte que podemos almorzar juntos si quieres, supongo que aún no conoces a mucha gente.

Adoré su proposición, no me apetecía en lo absoluto volver sola al comedor. Respondí que me parecía estupendo y comenzamos a caminar hacia la salida.

Él era realmente adorable, me recordaba a James... Pero no podía pensar en James, no podía volver a atormentarme con ese tema.

—¿Qué es lo otro que me querías decir?

—Verás... —comenzó a hablar. Me pareció que estaba indeciso—. Es que solíamos hacer todos los proyectos con la misma pareja siempre y, debido a los cambios en la clase, la profesora decidió formar nuevos dúos.

—Sí, comprendo. Hay dos chicas nuevas y, como los adultos siempre prefieren el modo más complicado y molesto de hacer las cosas, ella decidió cambiar las parejas en lugar de ponernos juntas. Qué tontería, ¿cierto?

—Eh... sí, en parte sí, pero no es solo la llegada de ustedes. Un chico, Mark, le dieron de alta y se marchó. Y, bueno, también está Ana...

Bajó la mirada y tuve la impresión de que estaba nervioso. Luego de una breve pausa, se aclaró la garganta y continuó:

—El caso es que le pregunté a los demás y todo parece indicar que tú eres la compañera de Natty.

Al escuchar el nombre, el estómago me dio un vuelco. Ya sabía que estaba jodida, no tenía que recordármelo.

—Pues sí —respondí con desgano—. Soy yo quien tomó su nombre en el sorteo, ¿qué hay con eso?

—Bueno, Natty ha sido siempre mi compañera y trabajamos bien juntos. Pensé que quizás no te molestaría cambiar de pareja conmigo.

Lo miré con incredulidad al escucharlo. ¿Era acaso una broma? Por supuesto que no me molestaba, era lo mejor que podían decirme en el día. Era mi salvador.

—¡Seguro! ¡Me parece perfecto! —exclamé y me sentí un poco avergonzada de inmediato. A pesar de que no quería que pensara que era ruda, me costaba ocultar mi entusiasmo. Traté de suavizar mis palabras—: Me refiero a que... estoy segura de que Natalia es genial, pero no conozco a nadie, no importa quién sea mi pareja.

Aunque la justificación ni siquiera me sonó convincente a mí misma, a él no pareció molestarle. Todo lo contrario, lucía muy agradecido y feliz. No sabía hasta qué punto apreciaba a esa loca como para decidir por voluntad propia ser su compañero, ni tampoco me importaba.

«Bon appétit, Víctor», le deseé.

—Gracias por cambiar conmigo —dijo, sonriente—. Mi pareja era Jim Thomas y no creo que a él le moleste el cambio.

¿Jim Thomas? Al escuchar el nombre, una pequeña lucecita se encendió en mi cabeza. No podía ser otro que el rubio burlón. Por una milésima de segundo, me arrepentí del cambio. Después pensé en mi primer encuentro con la loca de Natalia y llegué a la conclusión de que cualquier otro compañero era mejor. Supuse que lograría lidiar con Jimmy.

Una vez que llegamos al comedor, siguió hablándome, pero comencé a escuchar su voz como a través de un cristal. Había el doble de personas que en la mañana y una terrible ansiedad me invadió. En ese momento no estaba sola, y —para mi desgracia— muchos parecieron notarlo y no nos quitaban los ojos de encima.

Me estaban juzgando con la mirada sin conocerme. Tal parecía que supieran la verdad sobre mí. No tenían ningún derecho a hacerlo, ellos estaban locos. Eran unos hipócritas.

Di media vuelta para salir corriendo de ese maldito lugar. Alguien me tomó del brazo y me detuvo.

—¿Stella?

Me sorprendí al voltearme y verla.

—Hola, Bessie —me saludó—, creo que vas en dirección contraria. La comida y Víctor están por allá. No deberías hacerlo esperar, es un chico amigable y gentil.

—Eh... sí, ya lo sé, es que... —No tenía idea de qué decirle. Nunca tuve mucha iniciativa para inventar excusas, así que solté lo primero que me salió—: Es que pensé que había olvidado algo en el salón, pero estaba equivocada.

Tal vez lo que había olvidado era mi dignidad. Me sentía muy estúpida mintiéndole.

—Sí, imagino que estabas equivocada —respondió—. Mejor ve y aliméntate. Necesitarás esa energía si verdaderamente quieres mejorar. Recuerda que hoy en la tarde comienzas tus consultas con Melissa. Sé puntual.

Tomé una enorme bocanada de aire y caminé hasta alcanzar a Víctor una vez más. No podía seguir escapando todo el tiempo. Luego de tomar la comida, me senté a la mesa junto a él. Intenté hacerle caso omiso a quienes en ocasiones nos miraban y murmuraban.

Comenzó a charlar sobre nuestras materias y otros temas sin relevancia alguna, pero sabía que lo hacía para aligerar la tensión del momento. Su táctica funcionó a la perfección y en unos minutos ya me sentía más tranquila, hasta que vi una cabellera dorada y un jersey gris pasar por mi lado.

Jimmy se sentó solo a la última mesa del comedor. Eso despertó mi curiosidad e hizo que dejara de prestarle atención a Víctor. Quizás no le gustaba la compañía que la clínica tenía para ofrecer, no podía culparlo por eso. No tenía idea de qué hacía alguien como él perdido en ese sitio. En realidad, Víctor tampoco encajaba bien. Parecía estar demasiado cuerdo como para permanecer allí.

Jimmy era incluso más diferente. Lucía impasible y sereno, como si nada a su alrededor le preocupara en lo absoluto.

Tenía un millón de dudas sobre ambos, pero apenas llevaba un día y medio allí y me había relacionado muy poco con ellos como para saber qué los había llevado a ese lugar. Se me ocurrió que a lo mejor podía indagar un poco sin parecer indiscreta.

—Víctor —lo interrumpí—. ¿Hay alguna otra razón por la que se entre al centro que no sea por, ya sabes...?

No sabía cómo decirlo para que no sonara ofensivo. Pareció notarlo y terminó la frase por mí:

—¿Trastornos mentales?

Asentí, avergonzada.

—No estoy seguro de si es otra razón, pero algunos entran porque una corte lo manda. La mayoría viene por decisión de sus familiares y la causa final es la misma: algún desorden psiquiátrico.

No pregunté más nada al respecto, yo sabía bien cómo funcionaba la parte de la corte. Jimmy no lucía como un criminal adolescente que hubiera tenido problemas judiciales. Me parecía demasiado lindo y angelical para eso, y pensar de ese modo era una tontería. Sin embargo, también sabía que no todos los que pasaban por la corte eran culpables. Yo, por ejemplo, era inocente y me habían procesado legalmente.

No obstante, Víctor tenía razón. Jimmy estaba ahí por algún motivo y no tenía otro remedio que quedarme con la duda. ¿Los demás querrían saber por qué yo estaba en la clínica? Eso era probable y no me hacía sentir cómoda en lo absoluto. Sabía que si se enteraban no tendría ni un segundo de paz. Por desgracia, ya lo había vivido.

Estábamos a punto de marcharnos cuando vi que Jimmy también terminó su almuerzo y se levantó del asiento. Caminé por impulso hasta casi llegar a él antes de darme cuenta de que dejé al pobre Víctor hablando solo. Luego volvería, tenía que decirle a Jimmy que éramos compañeros.

—¡Ey, Jimmy!

Se volteó, extrañado. Apenas me enfrentó con esos ojazos, me quedé congelada por completo y olvidé lo que iba a decirle. Me observó por un par de segundos, pero sonrió ligeramente al ver mi silencio total. Quería que el suelo se abriera y me tragara, estaba haciendo el ridículo frente a él una vez más.

—Eh... yo... —conseguí hablar—. Es que... para el proyecto de literatura hubo un pequeño cambio de parejas y, bueno, ahora nos toca juntos.

—¿Juntos? —cuestionó con desconcierto. Después de analizarlo un momento, asintió—. Vale, ¿cuándo comenzamos? Cuanto antes lo terminemos, será mejor. No me gusta la literatura.

—Bueno, creo que estaré libre después de las tres. ¿Te parece bien si nos vemos en la biblioteca?

—¿A las tres? —Lo pensó un instante—. De acuerdo, no tengo nada mejor que hacer a esa hora. ¿Ya pensaste en algún libro?

—Sí. De hecho, creo que tengo una buena opció—

—Bien —cortó mis palabras—, me cuentas en la tarde. Nos vemos allí.

Sonreí mientras se marchaba, sin saber por qué. Debía lucir como una idiota, así que me tragué mi sonrisa y comencé a caminar hacia la salida. Si no me apresuraba no llegaría a tiempo a mi consulta con la loquera, y ya tenía suficiente con el atraso en la mañana.

Entonces fue que reaccioné.

«Mierda», me dije. Había olvidado por completo a Víctor.

***

Cuando salí de la consulta con la «distinguida psiquiatra» —a la cual no sabía aún por qué tenía que asistir—, me sentía confundida. Tenía una mezcla de enojo con decepción y también con algo de miedo. Melissa no era en lo absoluto lo que esperaba y eso me intimidó. No era el estereotipo clásico del psiquiatra viejo y medio calvo que se dormía escuchándote hablar. Era todo lo contrario, una mujer de no más de treinta y cinco años, esbelta y atractiva.

Su voz era dulce e hipnotizante, una herramienta que debía servirle para convencer siempre a todos. Conmigo no le funcionaría, ni esa ni ninguna otra trampa para hacerme creer que estaba loca y que necesitaba estar allí. Me habló muchas tonterías sobre el trastorno depresivo que supuestamente yo tenía, pues, al parecer, mi tristeza no era para nadie una emoción natural. En la clínica, o estabas feliz y bailando La Macarena, o estabas deprimido y trastornado. No había términos medios.

También trató de hacerme hablar sobre mi asco de infancia y sobre el origen de mi trastorno de pánico, pero fue en vano. No sentía ganas de recordar esas cosas.

En ningún momento mencionó a Beth ni lo ocurrido aquella fatídica noche. Supuse que quería comenzar con temas más ligeros para ganarse mi confianza. Estaba perdiendo el tiempo si ese era su objetivo, además de que yo no tenía nada que agregar a ese tema aparte de lo que ya conocían.

¿Cuándo diablos iban a entender que yo no recordaba un carajo de lo que había pasado? Me ponía de mal humor que siguieran molestándome con eso. Era lo único que les interesaba sobre mí, y yo ya tenía suficiente con mi propio dolor.

De toda la consulta, solo llamó mi atención su explicación sobre una posible cura para mi nictofobia. Desde pequeña tenía ese miedo irracional que me abatía cada vez que me exponía a la oscuridad —o incluso al pensar en ella.

Nunca pude disfrutar como el resto de los chicos de mi edad de fiestas nocturnas o de veladas divertidas. Tampoco pude celebrar nunca Halloween con disfraces o pidiendo dulces. Ni siquiera podía salir de mi habitación por las noches o apagar la luz para dormir. Era muy frustrante, no recordaba mi vida sin tener miedo. Al menos una pequeña esperanza de cambiar esa triste realidad me hacía sentirme mejor.

Iba llegando a mi cuarto cuando noté que estaba ligeramente abierto.

Por lo visto, ya había llegado mi siguiente tormento. No dejaba de preguntarme a causa de cuál de los tomos del Manual de los trastornos mentales terminó en la clínica. Esperaba que no fuera peligrosa, aunque, revisando mi historial, pensar eso resultaba bastante irónico. De igual modo, sería temporal y, si ya conocía a Natalia, podía lidiar con cualquier otro.

Empujé la puerta con cautela y logré verla. Estaba de espaldas organizando sus cosas sobre la cama. No parecía agresiva en lo absoluto y eso me tranquilizó un poco. Podía ver su cabello castaño claro rizado y su piel morena brillante, nada en común con mi piel paliducha y apagada. Parecía más bajita que yo y era mucho más delgada.

Finalmente, notó mi presencia y se volteó.

—¡Hola! —dijo con una enorme sonrisa dibujada en el rostro—. Tú debes ser Bessie. Soy Jojo. Bueno, ese no es mi nombre, pero todos me dicen así.

Su vehemencia me tomó por sorpresa. Hablaba con una rapidez que me costó procesar.

Tenía la mirada de alguien sincero e inocente, como un corderito asustado. Era tan sociable que incluso me pareció familiar, como si la conociera de algún lugar —o de toda la vida—. No me dio tiempo ni siquiera a responder antes de seguir hablando:

—Un gusto conocerte. Estoy muy feliz de que seas mi compañera de cuarto. Creo que vamos a ser buenas amigas. Me gusta la decoración, tienes buen gusto. ¿Puedo pegar algunas cosas en la pared?

Aunque yo no era la responsable de la decoración del cuarto, opté por asentir y traté de sonreír. Esperaba cualquier cosa menos a una hippie feliz. Me recordaba a las personas que fumaban hierba en las películas que mi padre odiaba que yo viera y que calificaba como mala influencia para los chicos.

«Si me vieras ahora, papá», no pude evitar pensar. Esa sí que estaba chiflada por completo.

Decidí salir de mi trance y marcharme, luego tendría más tiempo de conocerla. Era poco más de las tres, tenía que apresurarme. Iba tarde para encontrarme con Jimmy.

Llegué sofocada a la biblioteca por bajar las escaleras corriendo. Había pocas personas. Me dio la impresión de que en la clínica no había un hábito de lectura demasiado arraigado.

Me detuve en la entrada y miré en todas direcciones hasta que localicé a Jimmy. Estaba sentado a una mesa al final.

Por algún motivo, tuve la impresión de que no estaba muy feliz de verme y, según me fui acercando, comprobé que estaba serio. Su mirada había cambiado, ya no lucía sereno ni calmado, todo lo contrario. Sus ojos semejaban un mar tormentoso y yo no entendía por qué, solo me había retrasado unos minutos.

—¿De dónde vienes es costumbre llegar tarde? —soltó de repente cuando llegué a su lado. Su tono agresivo me sorprendió. Más de una persona se volteó a vernos—. ¿O es que no tienes reloj? De haberlo sabido, me hubiera quedado en mi habitación, cualquier cosa es mejor que esperar por ti.

Quedé atónita al escucharlo. No imaginaba que pudiera hablarme así. O a nadie. Por primera vez, no me sentí nerviosa en su presencia. Él no tenía ningún derecho a tratarme de esa manera.

—Sí, tengo reloj —respondí, molesta—. Y no, al menos de donde yo vengo sí tenemos buenas costumbres, como tratar bien a las personas, por ejemplo. Tuve un pequeño «inconveniente» y no pude llegar a tiempo. Lo siento, te hubieras marchado si eso es lo que querías, todavía estás a tiempo.

Alguien nos indicó que hiciéramos silencio, pero no me importó.

En el fondo, estaba sorprendida conmigo misma por hablarle con tanta rudeza, a pesar de que lo merecía. No obstante, en lugar de enojado, pareció divertirse. No sabía con exactitud qué le causaba gracia. Luego de eso, cambió la vista y me pidió en un tono más calmado que me sentara. Lo hice, irritada aún por su actitud.

Después de un instante, al verlo más relajado, comencé a sentirme intimidada por tenerlo a mi lado. Coloqué mi bolsa en la mesa y saqué mi cuaderno de notas con torpeza, tratando de enfocarme en el acogedor olor del local a madera y a libros.

—Bien, ¿comenzamos? —preguntó. Asentí e intenté ocultar mi nerviosismo—. Te advierto que la literatura no es lo mío, Ana era la que solía hacer estas cosas.

Al mencionar a esa chica, noté que se tensó por completo, como si hubiera hablado de más. Su expresión se ensombreció. Sentí algo de curiosidad, estaba segura de que Víctor la había mencionado.

—¿Ana? ¿Ella solía ser tu pareja?

No respondió. Tomé su silencio como una afirmación. Quizás estaba triste porque ella se había marchado.

—¿Se fue de la clínica? —insistí—. Qué genial, yo también adoraría poder irme.

—Sí... supongo que de cierta forma ella lo logró...

El tono de su voz denotaba cualquier cosa menos la alegría que debía tener por su amiga. Supuse que la extrañaba y que ese tema lo ponía triste, así que decidí hablarle de otra cosa para aligerar la tensión:

—¿No te gusta la literatura? ¿Y qué prefieres, las ciencias?

—Tú seguramente eres una amante de los libros. Te has leído un montón, ¿cierto?

—En realidad, no, aunque sí me gusta mucho leer. ¿Tú tienes algún libro favorito?

—Leer me parece aburrido —dijo, sin mostrar interés.

«Pues eres un idiota», pensé.

—Hay cosas mejores que hacer —añadió—, como ver películas o series. ¿Tú qué haces en el tiempo libre? ¿Te la pasas entre páginas como una polilla?

Su intento de chiste no me causó ninguna gracia. Al parecer, cambió una vez más de estado de humor, y eso me desconcertaba. Su facilidad para hacerme preguntas e ignorar por completo las mías me resultaba extraordinaria. Parecía no escucharlas.

—No, no siempre. A mí también me gusta ver películas y conversar con mis amig—

Corté mis palabras de inmediato. No podía creer lo que dije. ¿A qué amigos me refería, a los que ya no estaban conmigo o a los que me odiaban a muerte? Era una idiota por decirlo y mi estómago dio un vuelco. Él no pareció notarlo.

—¿Y de qué te gusta hablar con tus amigos —preguntó en tono burlón—, del pronóstico del clima y de política? Si se parecen a ti es muy probable.

Sonrió por su propia broma, que tampoco me resultó graciosa ni al resto de los presentes. Nos miraron con hostilidad y nos mandaron a callar de nuevo, sobre todo la bibliotecaria.

—Es posible —susurré—. Y tú, ¿al menos tienes amigos? Hasta ahora te he visto solo todo el tiempo.

Mi comentario logró que se pusiera serio una vez más, pero no me conocía en lo absoluto y no podía ofenderme. Quizás me pasé un poco, y eso me hizo sentir algo de culpa.

—¿Ya escogiste el libro, entonces? —rompió el silencio luego de un instante, sin mirarme directamente—. ¿De qué se trata? Espero que no me hayas hecho venir para perder el tiempo y que sea al menos algo interesante.

En ese momento quise golpearlo. Sin embargo, decidí obviar su rudeza y respirar profundo.

—Sí, ya lo escogí. Es un libro genial y siempre resulta entretenido sin importar cuántas veces lo leas.

—¿En serio? —Levantó una ceja y se inclinó hacia el frente con ambos codos apoyados en la mesa—. Espero que no sea una novela romántica. Tendría que oponerme, son patéticas.

Al ver mi expresión de «¿qué mierda pasa contigo?», no pudo contener su risa y rompió en una sonora carcajada. Sí que me sentí ofendida por su actitud tan prejuiciosa, no todas las chicas preferían la literatura romántica. De cualquier modo, no logré enfadarme con él. Mientras que el sonido de su risa molestó a todos los que intentaban leer, a mí me resultó embriagador.

Lucía incluso más hermoso riéndose, en caso de que eso fuera posible. Un par de hoyuelos que no noté antes se le marcaban en las mejillas. Esos hoyuelos debían ser ilegales, parecía un ángel caído del cielo —un ángel que, por cierto, se comportaba como una molestia en el trasero.

Su apariencia logró que mi enojo se disipara y mi atención se centró en cuán adorable lucía con su jersey, tan grande que lo hacía ver pequeñito. No sabía por qué había elegido esa vestimenta, estábamos en otoño y no hacía frío alguno. Además, la calefacción de la biblioteca estaba encendida. Quizás por eso las palabras se escaparon de mi boca sin darme mucho tiempo a pensar:

—¿Tú tienes frío?

—¿Qué?

Lucía confundido con mi pregunta.

—Que si tienes frío. Eres el único que usa mangas largas en esta época del año.

—¿Sabes qué? Creo que deberíamos dejar esto para otro momento —respondió de forma tajante.

Luego se levantó y se marchó sin mirar atrás.

¿Qué acababa de pasar? ¿Por qué se había ido así? Estaba tan abrumada que no logré levantarme de la silla. Traté, sin éxito alguno, de procesar la escena una y otra vez.

Ese chico había experimentado casi todos los estados de ánimo posibles, uno tras otro, y ni siquiera pude decirle el libro que escogí. La había cagado por completo con él y lo peor era que no tenía idea de qué había hecho mal.

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