Capítulo 3
Dedicado a ileanarosete
***
Los toques en la puerta parecían martillazos en mi cabeza. Supuse que sería Stella o alguien más del personal para chequear por qué no bajé a cenar la noche anterior —o si me colgué con las sábanas—. Ni siquiera podía juzgarlos por eso, sabía que mi expresión no había estado desbordante de optimismo durante mi primer día.
Me levanté adormilada y caminé descalza frotándome los ojos. Tres únicas palabras vinieron a mi cabeza cuando abrí: «Oh. Dios. Santo».
Por un momento, deseé con todas mis fuerzas que todo fuera un sueño —o en ese caso la peor pesadilla de una chica de mi edad—. Contemplé, inmóvil y sin poder respirar, al chico que tenía frente a mí. Mis mejillas comenzaron a arder mientras repasaba mentalmente mi apariencia; tenía mi largo cabello castaño oscuro enmarañado y unas ojeras espantosas de tanto llorar. Tampoco me había cepillado los dientes, y ni siquiera quería pensar en el infantil pijama de nubecitas azules que llevaba.
Sus grandes ojos azul cielo me escrutaron con escepticismo. Al parecer, lucía peor de lo que imaginaba. Ambos nos quedamos un instante envueltos en un silencio incómodo. Me propiné una bofetada mental; además de lucir espantosa, también pensaría que era tonta.
—Eh... —Me atreví a hablarle—. ¿Necesitas algo?
Pestañeó un par de veces y se aclaró la garganta.
—Yo... busco el cuarto de Stella —respondió e introdujo ambas manos en los bolsillos de su jersey gris, varias tallas más grande que él—, necesito hablar con ella. Veo que me equivoqué de número.
Asentí sin saber qué responderle. En medio de una situación tan vergonzosa no recordaba si Stella me había dicho cuál era su habitación.
—Quizás este era su cuarto antes, no lo sé —dije. Mi voz sonó más temblorosa de lo que me hubiera gustado—. Yo llegué ayer, no sé mucho sobre eso... o sobre nada.
—¿Eres la nueva, entonces? Stella nos dijo que ambas están en nuestra clase, tú y la otra chica que viene. No somos muchos, yo soy Jimmy.
—Mi nombre es Bessie... Bueno, es Elizabeth, en realidad. Pero me llaman Bessie.
Jamás hacía esa aclaración, no sabía por qué la había soltado. A lo mejor, porque él no dejaba de mirarme y eso no me permitía pensar con claridad. Sí que era lindo, sobre todo, la combinación que formaban sus ojos con los suaves rizos dorados que caían sobre su frente. Y yo, en cambio, parecía salida de una película de terror.
—De acuerdo, Bessie, gusto en conocerte. Supongo que nos veremos en un rato y... —me miró de pies a cabeza y sonrió con algo de picardía— bonito pijama, por cierto.
Quedé boquiabierta y totalmente incapaz de articular palabra mientras dio la vuelta y se alejó. No podía creer que acabara de burlarse de mí sin conocerme. No obstante, cerré la puerta y me recosté tras ella sin poder dejar de sonreír.
«¿Qué pasa contigo, Bessie?», me pregunté. Debía parecer una idiota.
Eso fue muy raro. Sin embargo, comencé a creer que —solo quizás— ese lugar no fuera tan terrible como pensaba. Incluso en el desierto podía haber maravillas ocultas.
***
Cuando bajé al comedor, me sentía peor que un pez fuera del agua. Lo único que me faltaba era comenzar a ahogarme y convulsionar sin control. Estaba demasiado concurrido para mi gusto, a pesar de que ya era un poco tarde. Ese tipo de situaciones me hacía sentir expuesta. Beth jamás se había sentido intimidada, pero ya no la tenía para tomar mi mano y acompañarme a cualquier sitio. Estaba por mi cuenta a partir de ese momento.
Caminé entre los demás chicos y chicas sin alzar la vista e intenté controlar mis nervios. Ellos no parecían estar interesados en mí. Tomé una bandeja y la llené con algo de comida. Necesitaba alimentarme para sobrevivir, aunque la huelga de hambre para que me sacaran de allí sonaba tentadora.
No divisaba ningún rostro familiar. Ni Stella ni Víctor ni Jimmy; ni siquiera la chiflada de ojos saltones —pero prefería mantenerme bien lejos de ella—. Como era lógico, no conocía a nadie. Mi pueblo era muy pequeño, además de que esa no era una escuela común. Debía reconocer que ser una total desconocida me causaba alivio en lugar de frustración.
Me senté sola a una de las últimas mesas. Eran de madera y tenían espacio para cuatro sillas plásticas de color verde claro. Las paredes estaban pintadas de blanco y no tenían más decoración que alguna que otra mancha seca de comida.
Poco a poco, el lugar se fue quedando vacío. Había cubiertos, bandejas, vasos y restos de alimentos por todas partes. Coloqué mis utensilios en el lugar adecuado y me dispuse a marcharme. Una enfermera me detuvo en la salida y me preguntó mi nombre.
—Soy Bess... Elizabeth —respondí.
—¿Harriet Elizabeth? —Asentí. Marcó mi nombre en una larga lista y me entregó dos píldoras en un vasito plástico—. Aquí tienes, es tu tratamiento.
Dudé mientras contemplaba los medicamentos en mi mano. La expresión de su rostro me hizo comprender que no era una petición amistosa. Luego de un breve debate mental, me tragué las píldoras y esbozó una pequeña sonrisa de aprobación. Devolví el gesto como pude y me marché. No podía gastar la poca energía que tenía discutiendo por qué debía tomar esa medicación si no la necesitaba en lo absoluto.
De camino al salón de clases, mi nerviosismo aumentaba con cada paso. Iba a llegar bastante tarde a la primera materia, para completar mi dicha de recién llegada. No era del todo mi culpa, como no permitían los teléfonos celulares, no tenía alarma. De hecho, de no ser por la interrupción del chico rubio burlón —alias Jimmy—, tal vez seguiría dormida.
Me detuve frente a la puerta indicada y tomé una bocanada de aire. Mis manos estaban sudorosas; las limpié en los costados de mis jeans. Si lo dilataba más sería peor. Opté por sostener mi bolsa con fuerza y caminar dentro.
Todos callaron y pusieron sus ojos sobre mí.
Sentía sus miradas quemándome la piel y mis piernas comenzaron a fallar. ¿Sabrían acaso el motivo de mi estancia allí? No, eso no era posible. La clínica debía tener alguna política de privacidad de sus pacientes. Tenía que controlarme y, de cualquier modo, no podía permitir que la opinión de esos desequilibrados influyera en mí.
Cuando logré alzar la vista, busqué con desesperación algún rostro conocido. El salón era pequeño y había solamente unos catorce o quince pupitres. En primera fila, a pocos metros de mí, logré ver a Víctor saludándome con una sonrisa amplia. Su gesto hizo que me sintiera mucho mejor, así que se lo devolví, pero mi mirada se posó en alguien muy diferente.
Jimmy estaba sentado al final del aula, concentrado en lo que hacía. Al parecer, fue el único que no notó mi presencia. De manera inconsciente, comencé a caminar hasta llegar a su lado, y cuando lo noté ya era demasiado tarde. Alzó la vista y volvió a fijar sus ojazos en mí. Sus pestañas claras los hacían resaltar mucho más. Temí que no me reconociera con el cabello recogido en una coleta y sin el pijama.
«Ups», fue lo único que vino a mi mente.
—Hola, de nuevo —dijo, sin que yo pudiera reconocer ninguna emoción en la expresión de su rostro o en el tono de su voz.
—H-hola, ¿este... está vacío? —pregunté y señalé al pupitre que estaba a la derecha del suyo. No sabía por qué me temblaba la voz.
Asintió ligeramente y agregó:
—Llegaste tarde. Pensé que te habías arrepentido y ya no vendrías.
Volvió la vista al libro entre sus manos.
—No es tan tarde. —Miré hacia el frente—. Aún no ha llegado ningún profesor.
—La profesora sí vino. Tuvo que irse por un pequeño inconveniente con un estudiante.
—¿A qué te refieres con inconveniente?
—No tardará en llegar, nos dijo que fuéramos revisando esta página del libro. —Señaló con el dedo índice el número de la página—. ¿Tienes los libros, cierto?
Asentí, sin pasar por alto que ignoró mi pregunta. No era mi culpa no saber qué ocurría en ese lugar con regularidad, ni a qué llamaban «inconveniente». Decidí sentarme y buscar mi libro de literatura.
Me gustaba ese pupitre, estaba fuera del centro de atención del resto de la clase y me permitía observarlos desde atrás. Entonces reparé en un pequeño detalle: la chiflada no estaba. Recordaba las palabras de Víctor diciéndome que ambos asistían a la misma clase que yo. ¿Seguiría con su crisis?
No sabía si eso me hacía ser una mala persona, pero me alegraba que ella no estuviera. Las cosas ya eran difíciles sin su presencia, que imaginaba sería imposible de obviar.
Pasados unos minutos, todos parecieron olvidarme y volvieron a lo que hacían antes de mi llegada. Víctor miraba en mi dirección en ocasiones; quizás quería saber si me sentía bien. Parecía un chico agradable y me hubiera gustado decirle que todo estaba perfecto, pero estar rodeada de desconocidos no clasificaba entre mis actividades favoritas.
A pesar de que a Jimmy no parecía interesarle mi presencia ni nada en el salón de clases, la vista se me escapaba y quien no paraba de mirarlo era yo. Era muy delgado, más de lo que me pareció la primera vez que lo vi. En el jersey que llevaba cabían tres como él. Me preguntaba si tenía frío de verdad, todavía faltaban algunas semanas para que comenzara el invierno. ¿Sería ese alguno de los síntomas de su trastorno? Si estaba en la clínica también debía estar loco, ¿no?
Cuando la profesora regresó, traté de salir de mis fantasías. Tenía que hacer un esfuerzo por concentrarme y ponerme al día con mis materias, llevaba un tiempo sin asistir a clases por todo lo que pasó.
Justo antes de terminar, nos orientó un proyecto para entregarlo a finales de la semana siguiente. Era un ensayo sobre un libro que escogiéramos. Para mí la elección estaba bien clara, pero era en parejas y no tenía idea de con qué fenómeno me tocaría. Con el objetivo de solucionar ese tipo de situaciones, ella hizo una especie de sorteo con los nombres de los de la mitad de la clase, y cada uno de la mitad restante tomó uno de los pedacitos de papel.
Sostuve el mío con recelo. Por algún motivo, tenía un muy mal presentimiento sobre todo eso. Esperaba que solo fuera mi manera tan fatalista y negativa de pensar, así que lo abrí despacio y leí el nombre escrito con tinta negra.
«Diablos —pensé y tragué en seco—. Maldito destino y sus bromas siniestras».
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