Capítulo 2
Dedicado a oriananogueral
***
—Finalmente despiertas.
Estaba un poco atontada aún. Intenté enfocar la vista hacia el lugar de donde provenía la voz femenina. Era una mujer negra de unos cincuenta años. Me sonreía con aire maternal desde su sillón tras un pequeño escritorio de madera al otro lado de la habitación.
—Había comenzado a preocuparme —volvió a decir—, llevabas un buen rato dormida.
Se levantó y caminó hasta llegar a mi lado.
—¿Te sientes mejor?
Asentí de un modo casi imperceptible. Traté de incorporarme y sentarme en la camilla. Mis extremidades se sentían pesadas y cada rincón de mi cuerpo dolía. Seguía mareada, pero sabía que se debía a la medicación.
—¿Recuerdas por qué estás aquí?
Asentí de nuevo, ¿cómo no recordarlo?
Había tenido otro ataque de pánico. Ese era el cuarto en un mes, todo un récord personal. Si bien dejaba de tenerlos por largas temporadas, siempre regresaban. Gracias al anterior me internaron allí, pues fue en la corte frente al juez y los testigos —el lugar más «apropiado»—. Luego de esa escena, les quedó bien claro qué hacer conmigo, ni me dieron la oportunidad de hablar.
Los ataques de pánico se debían al gran estrés al que estaba sometida en esas semanas, aunque saberlo no lo hacía más sencillo. Al contrario, hacía que me agitara cada vez que me encontraba en una situación detonante.
Solían darme medicación para que me recuperara mientras dormía. Al despertar, todo volvía a ser como antes, pero me quedaba una extraña y horrible sensación de vacío.
—¿Mi familia? —pregunté. Mi voz sonaba débil y apagada.
—Tuvieron que marcharse, demorabas en despertar. Yo les aseguré que cuidaría de ti.
Se habían ido.
La realidad de que a partir de ese momento vivía allí me golpeó, aún no lograba asimilarlo. Mi familia, mi hogar, mi pueblo. Estaba tan lejos que parecía que llevaba una eternidad en ese lugar, abandonada a mi suerte.
—Mi nombre es Stella —dijo—. Soy la enfermera principal del centro y también la responsable directa de todos los chicos de tu clase. Puedes preguntarme lo que quieras saber sobre la escuela o tus materias.
¿Escuela? Se me ocurrían miles de nombres para esa institución y ese no estaba incluido en la lista. No obstante, no quería ser desagradable.
—¿Entonces también eres profesora?
—Así es, aunque aquí me dedico a la enfermería, no imparto clases.
Ya lo imaginaba, su impecable uniforme blanco lo indicaba.
—Guau, enfermera y maestra. Esa es una combinación poco común.
—Cierto, soy única en mi especie. —Sonrió y se acomodó los anteojos—. En realidad, comencé con la enseñanza, ese siempre fue mi sueño. Sin embargo, ciertos... «eventos» me hicieron cambiar de perspectiva, así que decidí volver a estudiar.
Desvió la mirada un instante. Podía jurar que había cierta tristeza reflejada en su rostro.
—Y ya me ves —se recompuso—, aquí hago ambas cosas hasta cierto punto, no me quejo.
Tomó un grupo de documentos y una llave que estaban sobre el escritorio y me los extendió.
—Aquí tienes. Estos son tus horarios y la llave de tu cuarto. Las chicas duermen en el tercer piso y tú estarás en el ala A. Puedes visitar las habitaciones de tus compañeros, pero nunca después de las ocho y media de la noche. A partir de las diez, solo puedes salir de la tuya para ir al baño. El resto del día eres libre de usar todas las instalaciones de la escuela. Tenemos una biblioteca, varias salas de arte e incluso una de informática con acceso a internet. Esa se utiliza bajo supervisión y por un tiempo limitado.
¿Internet? No lo necesitaría en lo absoluto. Ni siquiera tenía redes sociales, había eliminado todas mis cuentas después del incidente en mi pueblo.
—¿Cuándo podré hablar con mi familia? —pregunté con cierto desconsuelo. Nunca antes había estado lejos de ellos.
—Siempre que quieras. Los teléfonos están aquí en el primer piso, le pides a la operadora que te comunique con tu casa.
Me sentí aliviada al saberlo. Por un momento, pensé que solo tendría acceso a una llamada semanal o algo así.
—A algunos estudiantes les gusta salir al jardín —añadió—. Puedes hacerlo cuando lo desees, simplemente debes solicitar el permiso al guardia de seguridad que esté de turno en la puerta.
—¿Solicitar permiso? —Solté un bufido y puse los ojos en blanco—. Tienen cámaras de seguridad, ¿verdad? No es que pueda ir a algún lugar sin que lo sepan.
—Te equivocas —respondió con suavidad, a pesar de mi actitud de fastidio—. Solo hay cámaras en la entrada principal de la institución, ninguna en el edificio o en sus alrededores. Confiamos en nuestro personal para la seguridad de los estudiantes, además de que queremos que se sientan lo más cómodos posible. Esto no es una prisión, Bessie, es un centro de rehabilitación que funciona como una escuela. Si cumples las normas todo marchará bien.
Mi sorpresa fue evidente. Pensaba que ese lugar tendría máxima seguridad para evitar que cualquier demente hiciera una tontería.
—Una última cosa —dijo—: tomarás tu medicación cada día después del desayuno y verás a tu terapeuta dos veces a la semana. No puedes saltarte ni las píldoras ni las consultas por ningún motivo. El resto del tiempo, tu principal prioridad son las clases, y tampoco puedes ausentarte a menos que tu terapeuta lo decida. Creo que en tu caso no será necesario.
—¿Y qué medicación se supone que tomaré? Solo necesito la de siempre para cuando tenga un ataque de pánico. Estoy bien, no necesito más nad—
—Bessie —me interrumpió—, ya no estás en tu casa. Este es tu hogar ahora y las cosas cambiarán. Eso lo discutirás mañana en la tarde con Melissa, la psiquiatra que te atenderá. Lo único que me resta es decirte que todo lo que necesites me lo hagas saber. Vivo en la escuela, al igual que todos ustedes, y siempre estoy disponible. Paso la mayor parte del tiempo aquí en la enfermería y mi habitación está cerca de la tuya.
Se volteó para regresar a su asiento, pero la detuve.
—Stella —susurré, sin mirarla a los ojos. Sentía mucha curiosidad—, ¿cómo son... ellos?
—¿Cómo eres tú? —respondió con simpleza.
—¿Yo? —Su respuesta me tomó por sorpresa—. No lo sé... Solo yo, supongo.
—Pues ellos son exactamente iguales, solo ellos. Son jóvenes que, como tú, necesitan de nuestra ayuda para retomar su camino. Nada extraordinario, lo comprobarás por ti misma. Tu compañera de habitación llegará mañana temprano, por cierto.
«Genial», pensé. Tendría que compartir el cuarto con una posible psicópata adolescente.
Asentí y me bajé de la camilla con desgano. Parecía que iba camino al corredor de la muerte en lugar de a mi dormitorio. Me dispuse a tomar mi maleta para marcharme, pero colocó la mano en mi hombro y me detuvo. Me observó con una mirada llena de empatía y calidez.
—Sé que los comienzos siempre son complicados, pequeña, sobre todo, cuando otros deciden por ti. No seas demasiado dura contigo o con los demás. Quizás este lugar te sorprenda y acabes por encontrar lo que ni siquiera sabes que buscas.
***
Había un pequeño plano de la clínica adherido a mis horarios. Aunque era un lugar grande, tenía una estructura bastante sencilla que no me costaría aprenderme. Casi todos los lugares importantes estaban en el primer piso; los salones de clases en el segundo y los dormitorios en los otros tres, divididos en dos alas: A y B. Había una tercera ala, pero el plano no ofrecía ninguna información sobre ella.
Nos separaban por pisos dependiendo de nuestro sexo y por clases dependiendo de nuestra edad. La clínica recibía a pacientes de entre doce y dieciocho años, que solo compartían los espacios públicos.
Me alegraba saber que me habían ubicado en el ala A, supuestamente la de los pacientes más «sanos». Elisa ya me había dicho que sería así, por lo cual no tendría demasiada supervisión ni más inspecciones a mi habitación que las rutinarias para realizar la limpieza. Al parecer —por muy improbable que fuera—, no me consideraban peligrosa para mí misma o para los demás.
Casi llegaba a mi nuevo cuarto, cuando escuché unos gritos histéricos que se acercaban. Me detuve de inmediato, asustada. Primero era solo la voz de una chica, luego también sentí una voz masculina que le rogaba que se detuviera. Estaba sola en el pasillo y mis nervios comenzaron a traicionarme.
Entonces logré verlos. Ella, alta y pelinegra, se aproximaba de un modo frenético mientras él intentaba detenerla. Para mi pésima suerte, estaba justo en el medio del camino.
Todo ocurrió muy rápido. En par de segundos, ella me empujó a un lado y pateó mi maleta, riéndose como la demente que ciertamente era. Siguió su camino y me dejó atrás, inmóvil y aterrada. El chico se detuvo un instante y me miró con una expresión pesarosa, pero después siguió tras ella.
«Maldita loca», pensé. Por su culpa, todas mis pertenencias estaban tiradas en el suelo.
Me arrodillé y comencé a recoger mis libros y mi ropa.
Esa fue la gota que colmó el vaso. Tenía un nudo enorme en la garganta y lo único que deseaba era correr lejos de allí y volver a mi vida miserable en el pueblo. La clínica era peor. No podía vivir en un lugar como ese; no podía.
«Papá, ¿cómo pudiste hacerme esto? —me pregunté—. ¿Por qué te rendiste conmigo y me abandonaste?».
No merecía que me ocurrieran ese tipo de cosas, lo que había pasado aquella noche no era mi culpa. ¿Por qué diablos no lograba recordar? Yo no lo había hecho, ellos eran los únicos amigos de verdad que tenía. Ya había tenido suficiente de ese castigo injusto.
De pronto, alguien se agachó a mi lado y comenzó a ayudarme en silencio. Era el chico que iba con la chiflada, regresó. Terminó de recoger lo que quedaba fuera y cerró la maleta. Ambos nos pusimos de pie.
—Lo siento —dijo—, Natty se descontrola un poco a veces. Lamento que hayas estado en el lugar equivocado.
Concordaba con él, sí que estaba fuera de lugar por completo. Sin embargo, sonaba avergonzado y no era su culpa. Asentí con escepticismo ante su generosidad.
—Tú debes ser la chica nueva. Stella nos contó ayer que venías. Yo soy Víctor, y estoy en tu clase. De hecho... ambos lo estamos.
Algo así era justo lo que me temía, la lunática era mi compañera de clases. La situación no paraba de ponerse mejor, lo único que me faltaba era sentarme a su lado en el salón.
—Gracias por ayudarme —respondí, tratando al menos de ser cortés—. Mi nombre es Bessie.
—¿Necesitas ayuda con la maleta? Puedo acompañarte a tu cuarto.
—Descuida, no hace falta. Quizás deberías ir y asegurarte de que esa loca no agreda a más nadie.
Mis palabras sonaron más rudas en voz alta que en mi mente y me sentí un poco avergonzada. A él no pareció importarle.
—No te preocupes, todos aquí saben lidiar con ella, aprenderás pronto también. Además, no creo que pueda llegar lejos sin que alguna enfermera o algún maestro la detenga. Insisto en ayudarte, es lo menos que puedo hacer.
Parecía inofensivo —incluso agradable—, así que accedí.
No podía dejar de sentirme insignificante a su lado mientras caminábamos. Era demasiado alto y corpulento para nuestra edad, o eso me parecía. Tenía la piel morena y el cabello oscuro y brillante. No pude detallarlo porque no quería que se sintiera acosado.
Todos los pasillos eran iguales: paredes color crema y cinco puertas blancas de madera a ambos lados. No había ornamentos de ningún tipo. Mi habitación era la del medio a la izquierda en uno de ellos.
Víctor me acompañó hasta la puerta y se despidió con amabilidad, diciéndome que si necesitaba cualquier cosa podía contar con él. Le agradecí y traté de esbozar una sonrisa.
Luego entré y cerré con llave.
Lo primero que llamó mi atención fueron unas mariposas que ocupaban una de las paredes casi por completo. Sus colores alegres contrastaban con el fondo azul celeste y le daban un toque de vida al cuarto. Incluso lo hacían parecer acogedor. Debían ser cortesía de las dueñas anteriores.
Caminé hacia la ventana y eché un vistazo a través del vidrio hacia el jardín. Desde ahí lucía más grande, pero no creía que fuera a salir del edificio alguna vez.
Arrastré mi maleta y la abrí en el suelo. Mis cosas estaban hechas un desastre. No obstante, la cajita donde llevaba mi cactus seguía intacta. Lo saqué con cuidado, abrí la ventana y lo coloqué en el borde. Ahí le daba el sol y la reja impedía que cayera.
El recuerdo de la risa de Beth al regalármelo vino a mi mente. Sentí una punzada en el pecho al pensar en ella.
Beth solo reía en mi memoria desde aquella noche fatídica. No podía ocupar mis pensamientos con eso o terminaría llorando, como siempre.
Suspiré profundo y miré las dos camas personales. Decidí quedarme con la que estaba a la derecha del pequeño escritorio que había bajo la ventana. De ese modo, dormiría cerca de la pared de las mariposas. Junto a cada cama había un pequeño armario de cinco cajones. Sería más que suficiente para colocar mis cosas.
Me tomó alrededor de media hora terminar de ubicarme. Luego tomé un baño, aprovechando que las demás chicas aún no volvían. No me apetecían más encuentros incómodos. El cuarto de baño quedaba bastante cerca, en sentido contrario a las escaleras. Era colectivo, pero tenía cierta privacidad.
Hasta ese momento —al menos en la habitación—, todo marchaba bien. El problema comenzó apenas vi el cielo tornarse naranja. La ventana, a diferencia de las de casa, no tenía cortinas, y eso sí que era grave. La ansiedad me invadió, pero ideé un plan B de inmediato. Corrí hacia los cajones y tomé una manta de florecitas amarillas. Abrí la ventana, até las puntas de la tela algodonada a la reja y volví a cerrar.
Respiré con alivio al saber que ya no lograría ver hacia afuera en la noche.
Debía faltar poco para la hora de cenar. Tendrían que arrastrarme abajo si querían que fuera al comedor. No tenía hambre, de cualquier modo. Mi estómago y mi mente rechazaban cualquier idea relacionada con la comida, a pesar de que llevaba casi todo el día en ayuno.
Me acosté con la mirada fija en el techo blanco y comencé a pensar en mi familia. Más o menos a esa hora papá solía volver del trabajo. Hannah y Hardin —mis hermanos pequeños— corrían por la casa mientras Elisa los perseguía para que se bañaran. Después cenábamos todos juntos. Me preguntaba si me echaban de menos tanto como yo a ellos. Todavía me dolía que me hubieran dejado, pero los amaba demasiado como para culparlos. En el fondo, sabía que ellos tampoco tenían elección.
También pensé en Beth, en cuánta falta me hacía. Habíamos sido siempre como hermanas gemelas, inseparables. La vida solía ser injusta con quien no lo merecía. Ella había esparcido alegría y amor entre todos los que la conocíamos.
Una lágrima se deslizó por mi mejilla y no me preocupé por secarla. Esa era solamente la primera de todas las que vendrían. Estaba a punto de sumergirme en el llanto, una costumbre desoladora que me acompañaba desde el incendio.
«Hurra por ti, Bessie», me dije en tono irónico.
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