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Capítulo 1

Dedicado a NicoleNymr

***

Sabía que estábamos a punto de llegar. Sentía los nervios de mi padre a flor de piel mientras doblábamos a la derecha en la intersección. Elisa, por su parte, no paraba de jugar con la costura de su blusa. Podía observarla desde mi asiento en la parte trasera de la camioneta de papá. No hablamos ni una palabra durante los cincuenta minutos de viaje.

Decían que ahí podían ayudarme.

Yo no imaginaba de qué manera iba a ser de gran ayuda irme a vivir por un tiempo indefinido con un grupo de adolescentes trastornados. En el fondo, pensaba que la sociedad quería librarse de mí por un tiempo. Era un despojo inmundo, ¿no? ¿Quién podía quererme cerca?

El silencio ahí dentro me asfixiaba. Prefería que hablaran sin parar como solían hacerlo, incluso que ella hiciera alguno de sus terribles chistes. Pero ya nadie hablaba mucho conmigo. Era triste reconocer que me temían o, mejor dicho, le temían a lo que era capaz de hacer si se me volvían a soltar los cables.

—Papá —susurré en un último intento de salvarme—, no me lleves ahí.

—Bessie... —dijo y me miró a través del espejo retrovisor. Las ojeras eran un elemento permanente en su rostro y envejeció siglos en ese último mes. Devolvió la mirada a la carretera y suspiró profundo—. Cariño, ya hemos discutido esto varias veces. No hay otra opción, sabes que si la hubiera...

—¡Sí la hay! —interrumpí con voz temblorosa—. Da media vuelta y no me lleves a ese maldito lugar, por favor...

—Pequeña, verás que la clínica no es tan mala —dijo Elisa con dulzura—. Es como una escuela, solo que habrá profesionales que velarán por ti y...

—¡Yo no estoy loca! Todos piensan que soy peligrosa y que debo estar encerrada en un jodido hospital psiquiátrico. ¡No lo necesito! ¡No!

El silencio regresó, interrumpido solamente por mis sollozos.

Me sentía frustrada e impotente, sobre todo, porque estaba consciente de que ellos no podían hacer nada. El juez lo mandó, después de lo ocurrido debía recibir ayuda profesional y las consultas con algún psiquiatra en el hospital de mi pueblo no eran suficiente; tenía que ser internada en algún centro especializado. Sabía del sacrificio de mi familia para que fuera en esa clínica, la más reconocida —y cara— de toda la región. Pero eso no lo hacía más fácil de aceptar.

Intenté consolarme con la idea de que quizás vivir ahí no sería tan difícil. Si los ignoraba nadie se acercaría a mí. No necesitaba hablarles ni tampoco quería amigos nuevos. Incluso me parecía una tontería, ¿quién podía tener amigos en un manicomio?

Lo único que quería era que el tiempo pasara volando, demostrar que todo estaba bien conmigo y quedar liberada. Estaba consciente de que las circunstancias no eran las mismas y de que tenía mucho más con lo que lidiar que nunca antes. Pero el trastorno de pánico, la nictofobia y las crisis de ansiedad habían sido parte de mi realidad por años.

En ese momento tenía algo más en la lista: trastorno depresivo, decían. Cualquiera que lo perdiera prácticamente todo de la noche a la mañana tenía derecho a sentirse así. No estaba deprimida; estaba triste, afligida. ¿Eso era tan difícil de comprender?

Cuando llegamos, dos de los guardias de seguridad abrieron la reja negra para que nuestro auto pasara. Casi podía sentir la mala vibra que me transmitía ese lugar.

El psiquiátrico que insistían en llamar escuela era un único edificio de cinco pisos, una construcción antigua en perfecto estado. Las paredes eran de ladrillos grises y todas sus ventanas estaban enrejadas. A la entrada estaba el aparcamiento y a ambos lados se extendía un enorme jardín, en el cual había una veintena de árboles desnudos y montones de hojas secas.

Parecía un jodido desierto. Solo se escuchaba el ruido del motor de la camioneta, y cuando aparcamos regresó la quietud absoluta que envolvía toda el área.

Había un tercer guardia a la entrada del recibidor. Nos saludó con amabilidad y nos dio indicaciones para llegar a la oficina del director. Papá y Elisa sonrieron y le agradecieron. Yo no estaba de humor para cortesía, así que seguí de largo. Él también debía creer que yo estaba loca, de cualquier modo.

Mi padre llevaba mi maleta, aunque yo podía cargarla sin dificultad. Ahí no me dejaban tener casi nada, el reglamento era estricto. Solo llevaba conmigo lo esencial: mis artículos personales, mis libros favoritos —y los de mis materias escolares— y ropa. El vestuario no suponía un problema siempre que fuera respetuoso y no demasiado llamativo. La tecnología de cualquier tipo y los objetos peligrosos estaban prohibidos.

Lo último —y quizás lo más importante— que llevaba era mi pequeño cactus, dentro de una cajita para que no se dañara. Era mi mascota o algo así. Tenía una historia larga y escabrosa con los animales. En resumen, todos terminaban muertos o perdidos y yo siempre acababa llorando.

Por eso en mi último cumpleaños mi mejor amiga, Beth, me había regalado la plantica. La quería mucho y en ocasiones le hablaba. Sabía que era raro para alguien normal conversar con una planta. Como se trataba de mí, nadie se alarmaba, esperaban que hiciera cosas peores. Los cactus no se morían y era aún más improbable que se perdieran; era la mascota ideal para mí. Además de que era lo único que me quedaba de Beth.

***

La oficina del director no era muy grande, unos tres metros cuadrados que invitaban a correr fuera. Como en el resto del edificio, predominaban los colores sobrios y la decoración se limitaba a uno o dos cuadros de aburridos paisajes montañosos.

Sin embargo, en la pared tras el escritorio había un brillante reloj verde capaz de atormentar a cualquiera. El tictac retumbaba por toda la habitación tan ruidosamente que era imposible no notarlo. O tal vez era la férrea decisión de mi padre y de Elisa de permanecer callados lo que hacía que no dejara de escucharlo. Quería gritarles que ignorar el problema no lo hacía desaparecer. Pero no valía la pena hacerlo.

Opté por sentarme en un sillón junto a la puerta y no en las sillas frente al escritorio con ellos. Si no me hablaban, yo tampoco tenía nada que decirles.

Al llegar, esperaba gente gritando, camisas de fuerza y habitaciones con paredes acolchadas. Estaba un poco decepcionada. Tanta tranquilidad me ponía de los nervios. Mis pies no dejaban de moverse mientras esperábamos por el «estimadísimo» señor dueño de esa «increiblísima» escuela con una «excelentísima» reputación.

Solo sabía que su apellido era Gibson y que la clínica era un negocio familiar que había heredado de su abuelo. Nada más. No me había leído los folletos porque no me interesaban. Estaba viéndolo todo por primera vez.

Unos diez minutos después, apareció Gibson y ni siquiera se disculpó por la tardanza. Se presentó y comenzó a hacernos una disertación sobre el centro.

Su voz era presuntuosa y a la vez aduladora; fue odio a primera vista. Calculé que tendría unos cuarenta años, y su traje parecía costar mucho más que todo lo que nosotros tres traíamos encima. Cada vez que sus ojos se posaban sobre mí, me veía obligada a mirar al suelo. Ese hombre me tenía ansiosa. O tal vez no era solo él, sino su discurso y la habitación en general.

El tictac parecía acompasar con sus palabras y no me dejaba concentrarme. Comencé a escuchar un leve pitido en los oídos. Miré a papá y a Elisa, pero ellos no parecían sentirlo. Sabía que hablaban del juicio y necesitaba saber lo que decían. Desde mi posición, no podía ni siquiera leer sus labios. Estaba segura de que Gibson también pensaba que yo era una asesina.

Tenía que salir de esa habitación y de esa maldita clínica cuanto antes.

Intenté levantarme, pero mis pies estaban inmóviles, como adheridos al suelo. No podía escapar. Mi pecho empezó a subir y bajar con dificultad. ¿Por qué me costaba tanto respirar? Todo el aire dentro de aquel cuarto infernal parecía haberse esfumado y mi garganta se resecó tanto que dolía.

Entonces lo comprendí, estaba pasando de nuevo.

Tenía que llamar a papá, él podía ayudarme. Traté de hablar y las palabras se quedaron atascadas en la punta de mi lengua. Nadie me salvaría esa vez, me iba a morir por algo que no había hecho. Ellos eran mis mejores amigos. No había sido mi culpa.

El pitido aumentó; era insoportable. Mis oídos comenzaron a sangrar. ¿O era sudor lo que corría por mi cuello? No lo sabía. Me aferré al sillón con ambas manos para intentar detener el temblor de mi cuerpo. Mi corazón latía con tanta fuerza que explotaría dentro de mi pecho. No quería morir; no en ese momento; no allí.

Yo era inocente. Tenían que creerme.

No lograba ver nada, las siluetas se desdibujaban en colores y desaparecían de mi vista. Escuché a lo lejos la voz de papá y unos brazos me envolvieron. Y eso fue lo último que percibí, una total y aterradora oscuridad me absorbió después.

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