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🖤​❤️8. QUERERTE TAL Y COMO ERES ES MÁS FÁCIL CUANDO TE PERMITES SER TÚ MISMA🖤​❤️

No sabía cómo hacerla sentir cómoda.

Habíamos hecho planes a lo largo de los últimos dos meses y ninguno de ellos había salido como esperábamos. Rozaba el humor negro, entre lo absurdo y las coincidencias, pero lo entendía. Sabía de dónde venía tanta tragedia. La paciencia era la herramienta más sencilla para seguir adelante y, sin embargo, la más difícil de usar.

La primera cita iba a darse en un restaurante no muy elegante a las afueras de la ciudad. Se había puesto un vestido negro y unos pendientes brillantes de plata. La llevé allí para que no se sintiera observada ni juzgada. Su silla de ruedas era la inseguridad que más le preocupaba, pero de aquello era más difícil desprenderse sin que supusiera un enorme obstáculo.

Cuando entramos al lugar, nos enteramos de que la reserva a nuestro nombre había sido cancelada porque el alcalde había ido justo ese día a cenar de improviso. Y cómo no, la chica en silla de ruedas y su amigo con riñonera no iban a ser la mejor imagen del local. Aunque no lo dijesen de manera explícita, lo sabía. Quise enfrentarme al gerente, pero Noe me pidió que no llamara la atención. Tal y como llegamos, nos conformamos con el primer sitio de comida rápida que encontramos.

Quería sorprenderla y no lo conseguí. Pedimos comida para llevar en un Taco Bell y terminamos convirtiendo el banco de la explanada junto al puerto en un desastre de salsa y patatas. Preferimos la brisa fría del exterior porque ya comenzaba a percibir las miradas ajenas sobre nosotros y odiaba que Noelia se sintiera mal. Más aún mientras comía.

Aun así, esa misma noche se abrió a contarme sus miedos. Me dijo que se había fijado en una pareja formada por un hombre tonificado y su esposa de largas piernas y hermosa cabellera. Me habló de lo suave que parecía tener ella la piel, de lo bien maquillada que estaba y lo sencillo que le era destacar entre las demás. Lo que quería ella era su autoestima, no su belleza.

El resto de la cita transcurrió conmigo hablándole de cotilleos de nuestros amigos y con Noe distraída contemplando el horizonte oscuro del mar.

Antes de llevarla a casa, la abracé y me quedé en silencio para disfrutar de las vistas a su lado.

La segunda cita, aunque mucho más divertida, no fue plato de buen gusto tampoco. La idea de ir al cine era perfecta para evitar exponerla al juicio de las personas y, al mismo tiempo, permitir que disfrutara de las películas que tanto amaba. Era una adicta al séptimo arte, pero nunca se le oiría confesarlo. Tenía mis teorías de por qué se reprimía tanto.

Ver dos horas y media de acción frenética desde las filas adaptadas a personas con discapacidad fue uno de los desafíos más duros para mis cervicales. La jirafa en la que me convertí al salir por el pasillo a oscuras, con los créditos de fondo, nunca llegaría a añorar tanto su largo cuello como en aquel instante.

Noelia se había acostumbrado, pero yo no.

Se pasó el resto del paseo de la tarde burlándose de mi tensión muscular. Cuando iba por la calle azotado por el viento me reía, pero me pasé los próximos cuatro días con torticolis. Levantarme de la cama con un ángulo de ciento treinta grados en el cuello no era tan gracioso. El salón de la yaya Rosa era una opción preferible para ver audiovisuales.

Hablando de nuestra abuela favorita, Rosa nos ofreció un plan que podríamos considerar como tercera cita, pero acompañada. Muy acompañada. Fátima, Olaf, Ana y nosotros tres, para ser exactos.

Nunca una partida de chinchón había sido tan intensa en la historia de la humanidad. Recordaba las hazañas de los grandes héroes del medievo, pero ninguna guerra se libró tantas traiciones como la abuela cerrando la ronda de un manotazo sobre la mesa.

—Este tiene una estrategia, que yo lo sé. —Rosa señaló con su mano atrofiada a Olaf, que abrió los brazos sin comprender—. Que sí, que sí, no te hagas tú el tonto ahora. Que te he pillado. Este va a chinchón. Cerrad rápido alguno, venga.

—Cierro, pero no es menos diez. —Mostré mis cartas, dos tríos y una suelta.

—Tengo cincos. —Enseñó las suyas Ana, que se acariciaba un mechón pelirrojo, nerviosa.

—Pues por el culo te la hinco —soltó la yaya mientras se quedaba libre de cartas, sin sumar puntos. Su nieta la ayudaba sin jugar.

—¡Pero yaya...! —la riñó Noe, sonrojada.

Quien llegara a una puntuación de cien quedaba eliminado de la partida, y aquel movimiento me permitió desbancar a Fátima y a Olaf.

—Hoy estoy sembrá' —rio la abuela, que estaba apuntando la flecha de la fortuna en dirección a la sexta victoria consecutiva.

Nina, la gata, se subió a la encimera de la cocina. La abuela le chistó y el animal dio un par de saltos ágiles hasta posarse a su lado. Desde que la adoptamos, había alegrado la rutina de sus compañeras de piso. Nadie había vuelto a preguntar por ella en su antiguo hogar y cada vez que la llevábamos con el señor Botas, ambos se divertían jugueteando por el ático.

—Rosa, ¿cuántos años tiene Nina? —preguntó Fátima con una sonrisa amable.

—¿La bestia esta? Puf —hizo aspavientos—, tendrá unos seis y está asalvajá'.

—Tiene cinco y medio —la corrigió Noe contemplando las cartas de la anciana con atención.

—Y qué bonica es. Le hago unos boquerones más ricos que nada. ¿A que sí?

Se giró a mirar a la pared, lejos de donde estaba la felina, y estuvo a punto de revelar su mano. Noe se encargó de evitarlo con un sutil movimiento. Le tenía que susurrar al oído qué números tenía.

Aunque no pudiese educarse, la yaya Rosa había aprendido cuentas y el paso del tiempo le dio la habilidad de memorizar la baraja sin despeinarse. Sabía qué movimiento hacer siempre y cuando su nieta le dijera de qué cartas disponía.

El resto de la ronda fue rápida. Ana perdió y entre la abuela y yo era evidente quién sería la ganadora. Ocurrió en una tanda. No sirvió de nada barajar tratando de beneficiarme. La suerte protegía a la yaya en los juegos de mesa.

—Habría que veros jugando al bingo. —Rosa se levantó de su silla despacio, ayudada por los brazos de Olaf—. Uy, qué hombretón. ¿Y tú qué? ¿Hay alguna muchachita por ahí o qué?

Nuestro amigo se sonrojó mientras la guiaba hasta su sillón. Arrastraba las pantuflas y la gata se deslizaba como una sombra blanca junto a ella.

—Pues de momento no, señora Yesares. —Se encogió de hombros el grandullón nórdico.

—Uyyy. —Alargó la letra mientras le daba unas palmadas en las lumbares—. Tendrás muchas pretendientas entonces.

Noe parecía más seria que otros días. A mi lado, Ana se reía de Olaf y la situación comprometida en la que lo estaba dejando la abuela.

Hice un gesto con el mentón interesado en saber si le pasaba algo a la chica de las mariposas. Ella se dirigió a mí. Con un solo movimiento de ojos, pude entender que tenía que ver con Ana. Asentí. Ya lo hablaría con ella en privado.

—Pues no sé qué decirle, alguna hay. —Olaf se sentó en el sofá junto al sillón, divertido.

—Cuando la tengas, me la presentas. Y ya te diré yo si me gusta para ti. —La abuela se acomodó con su mantita—. Yo me iré de viaje a las islas griegas con el... Cómo se llama el este, nena... —Chasqueaba los dedos—. El padre de Pablo.

Noelia frunció el ceño antes de explotar entre risas.

—El guía se apellida Papadopaulo, yaya.

Los demás empezamos a reír por la situación. Rosa se nos unió, acariciando a la gata que se le había posado en el regazo para dormir. Agitaba la cola con entusiasmo al oírnos alzar la voz.

—Si es que se buscan unos nombres muy raros, hija. Yo qué quieres que haga. —Tenía la cabeza amoldada al sillón—. ¡Que nos va a llevar a ver el Panterón, dice!

—¿Una pantera colosal? —susurré. Ana rio a mis espaldas, apoyando la cabeza sobre mi brazo.

Noe y yo cruzamos miradas. Sonrió y luego desvió la cabeza.

Nos pasamos dos días sin apenas contacto. Le hablaba para preguntarle qué le ocurría, si había sido por la situación con la pelirroja. No me daba respuestas sinceras. No lo hizo ni aceptó el resto de planes de cita que se me ocurrían.

Una semana más tarde, estaba saliendo del nuevo trabajo en el que me habían contratado cuando recibí una llamada. Era Noelia. Se le acababa de ocurrir una idea mágica que necesitábamos compartir. Según dijo, iba a ser la cita perfecta.

Decidí aceptar con mucho gusto, feliz de verla más animada que nunca.

La recogí en su casa al atardecer. Llevaba una bolsa fucsia enorme sobre el regazo cuyo contenido no quería mostrarme. Traté de echarle un ojo, pero me daba manotazos cada vez que lo intentaba. Volvíamos a estar en la misma dinámica de siempre, aunque no se me olvidaba su tristeza al observar a Ana.

—No, no hace falta coche. Cruza la calle. Vamos al parque. —Sonreía con orgullo.

La chica iba con una seguridad en sí misma que me daba lástima y ternura. En parte porque veía los esfuerzos, en parte porque sabía que no eran más que eso. Me habría encantado decirle lo bien que le quedaba ser ella misma.

En nuestro recorrido, comprobé que trazábamos la ruta de cada mañana que compartía con su abuela. Paramos en el banco junto al lago, pero en lugar de sentarnos en él, ella pidió que siguiésemos hasta el césped alrededor. En ese momento comprendí su plan y me encogió el corazón de dulzura.

—¡Día de picnic! —exclamó con ilusión, sacando un mantel a cuadros que extendió con torpeza.

La ayudé a sacar la comida que había preparado, colocando un par de velitas que fijamos para que no se movieran. Lo que nos faltaba, un incendio forestal por equivocarnos al coger el sándwich del otro.

En el proceso, la vi más contenta que en ningún otro plan.

Me contaba lo mucho que había estado pensando en ello durante las últimas semanas. Sentí compasión al saber que había tardado un mes en proponerme una actividad que le apetecía, solo por miedo al rechazo en caso de que no me apeteciera. Estaba tan acostumbrada a reprimir sus gustos para complacer a las personas que la rodeaban que había olvidado lo que la convertía en sí misma.

—Me encantaría tumbarme a ver las estrellas luego. Nunca lo he hecho, ¿sabes? —Le di un bocado al sándwich. Estaba delicioso y se lo hice saber—. Estoy tan acelerado por la ansiedad y el trabajo que me cuesta encontrar descansos en los que relajarme.

—¡Pues claro! —El brillo en sus ojos se asemejaba al de una niña pequeña que acababa de ver los regalos en el árbol de Navidad—. Y podemos intentar descubrir dónde están los planetas.

—Eso suena genial. —Arqueé las cejas y ella se llevó una mano al pecho, emocionada.

—¿De verdad te gusta? ¿No te parece aburrido? —Su pregunta iba cargada de vulnerabilidad.

—Esto es mil veces mejor que ir a un restaurante caro.

Dio aplausos sutiles de alegría. Si hubiese podido mover las piernas, lo habría hecho sin dudar. Al menos estando tumbada cual sirena no tenía que preocuparse por los juicios de los ciudadanos que paseaban sin fijarse en nosotros. Nadie tenía por qué preguntar por la silla de ruedas recogida en un rincón del mantel.

Cenamos y estuvimos hablando sobre animales favoritos y especies de mariposa que Noe adoraba. Se conocía la enciclopedia de principio a fin, presa de su propia inmovilidad. Era un lujo poder escucharla expresarse con tanta soltura y alegría contenida. Su rostro era un destello angelical arropado por la magia humana de las sonrisas honestas.

Después de recoger los restos y apartarlos, nos tumbamos uno junto al otro, observando el cielo nocturno. Un ejército de pequeñas luces formaba constelaciones hermosas. La luna creciente era parte del cuadro compuesto de matices violáceos y azules oscuros.

—Oye, el otro día jugando al chinchón te noté triste. ¿Qué ocurre con Ana? —pregunté una vez la noté calmada. Aquello la tensó.

—Bueno. —Carraspeó, incómoda. Giró la cabeza para que no la mirara—. Creo que podría ser una buena pareja para ti.

Un pinchazo atravesó mi corazón. No quise asustarla, así que me quedé en la misma posición.

—¿Por qué dices eso?

—Es guapa, tiene el pelo bonito y pecas. —Suspiró—. Es agradable, buena chica, atenta y cuidadosa. Compartís gustos y se nota que le gustas. —Reprimía las lágrimas—. También puede andar.

—Con ella no me apetece hacer los planes que hago contigo.

—Nunca seré como Ana —confesó ella, regresando al silencio para evitar romper en sollozos.

—Y no pasa nada, porque no es el objetivo. —La agarré de la mano, todavía tumbados. Ella se estremeció—. En comparación a cómo estabas cuando te conocí, eres una persona distinta. Te noto mucho mejor, y eso es lo que importa. Seguimos vivos y seguimos intentándolo.

Me contó lo mucho que se comparaba con el resto de chicas cuando íbamos a lugares públicos, o cuando me veía a mí y no entendía cómo podía interesarme juntarme con ella.

—Yo también me comparo con Olaf, con esos músculos y esa altura. Me encantaría poder sostenerte con la misma sencillez. ¿Es razón suficiente para decirte que estarías mejor con él? —Empezaba a sentirme mal. No quería sentir compasión por ella, sino amor. Era eso lo que me transmitía cuando hablaba de sus mariposas.

Se incorporó y me miró. Antepuso la respuesta a que la viera llorar.

—¡No! Él no es como tú. Nadie es como tú. Eres demasiado bueno para todo. Te mereces a alguien que pueda satisfacerte de verdad. No una chica estúpida y paralítica como yo. —Se secaba las lágrimas con brusquedad.

La sostuve de las mejillas para que no se frotara con fuerza.

—Te quiero, Noe. —El corazón me latía con intensidad. Ella se quedó muda. Una parte de su ser deseaba alegrarse por la reciprocidad, pero la otra luchaba por desmentirlo—. No hay nada que me atraiga más que una persona que es consciente de cómo es y nunca se cansa de intentar mejorar.

—¿Por qué? —Parpadeó varias veces, incrédula.

—Escucha, cuando pasamos una etapa de mierda en nuestras vidas, nos convertimos en larvas. Nos encerramos en nuestro caparazón a la espera de un cambio en el exterior. —Ella me miraba atenta—. De normal, muchos se quedan ahí, pero tú estás en plena metamorfosis. Esto que hemos hecho hoy, este picnic, me ha hecho ver cómo eres de verdad.

La joven lloraba. Mostró su lado más sensible ante mí, sin miedo a que la juzgara.

—Quererte es la cosa más fácil que he hecho nunca. La manera que tienes de hablar cuando te permites ser tú misma me enamora. —Le limpié las mejillas de lágrimas—. Lo supe desde que te conocí. Eres la mariposa más bella.

Me agarró de las mejillas, contemplando mis labios, y se inclinó a besarme.

Las estrellas ya no me parecían tan bonitas en comparación.

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