🖤💛4. TE LLEVARÉ UNA VELITA A LA CAMA EN TUS NOCHES DE TORMENTA 🖤💛
Había llegado el día que tanta ansiedad me causaba. El aniversario de la muerte de Guillermo me hacía rememorar la imagen de los pájaros sobrevolando el cielo desde el coche destrozado. El dolor de piernas seguía en mi memoria. Ya no las sentía, pero todavía conservaba la sensación de toneladas de acero que me compactaban las caderas.
La abuela acababa de irse al hospital para hacerse una revisión en el médico. La llevaba Diego en su coche, aprovechando que era la única persona de la ciudad con la que compartíamos una relación cercana.
Observando las nubes negras por la ventana de mi habitación, me había quedado sola, perdida entre mis demonios y yo misma. En los últimos días me habían arrancado lágrimas hasta los sueños, y lo único que me consolaba era saber que la yaya Rosa volvería antes de la cena. Nada me alegraba. Nada me hacía sonreír.
Echaba de menos sentir la ilusión del día a día.
Desplacé la silla de ruedas hasta el pasillo. El aroma a galletas y a madera me relajaba. Por no fijarme en el entorno, me golpeé el brazo contra el marco de la puerta del aseo. La bañera estaba al final, y el goteo del grifo me angustiaba. Era el latido palpitante del agua el que me hacía sudar. Me agobiaba tanto que decidí seguir mi ruta hasta el salón. Vería una película para relajarme y, con suerte, me dormiría.
Me equivocaba.
Entre las sombras de una tarde gris, vi una silueta oscura desde detrás de las cortinas de la ventana. Di un brinco del susto y a punto estuve de caer de la silla. Era el reflejo de un edificio, mezclado con un sombrero que solía dejar la abuela en el balcón. No tenía idea de a quién pertenecía, pero no parecía ser del abuelo.
Me habría encantado conocerlo. Por desgracia, él sufrió el mismo destino que Guille, mucho antes de que yo naciera. Y en lugar de un coche, fue trabajando en la mina.
Con la respiración agitada, encendí la televisión. En la pantalla, un reportero hablaba en las noticias: adolescente encontrada muerta en la bañera. Suicidio. Recibía bullying en el colegio y sufría de anorexia.
La apagué de inmediato. Sentía mareos. Me acababa de revolver el estómago. Hacía un año que no me controlaba el peso en la báscula. Total, ya no podía sostenerme en pie. Nadie me podía juzgar por mi figura ni por las estrías tan marcadas ni por la estética desagradable de mi cuerpo. Con la psicóloga aprendí mucho de mí misma, y de la visión alterada que tenía de mi aspecto corporal.
Pero ese día, ese puto día, no paraba de odiarme. Pensaba que merecía tragarme el telediario, aunque todo lo que viese fuese el reflejo de mi propia vida pasar como un coche que no quería detenerse hasta estampar el morro contra una farola. Añoraba la velita que me traía la abuela a la cama en mis noches de tormenta.
Ella había empezado a ser más olvidadiza con los años. Jamás me dejaba atrás y se acordaba de la mayoría de detalles con los que me sentía segura, pero la velita no siempre llegaba cuando la necesitaba. Y lo entendía. Me daba miedo que fuese lo último que recordara.
En mis esfuerzos vanos por llegar a la cocina, me vinieron imágenes del pasado. ¿Cómo pude estar tan ciega? Recordaba los juguetes de construcción que me traía la abuela para entretenerme. Barbie quería ser bailarina y arquitecta. Y de fondo, la tormenta sonaba en el comedor. Mi madre y mi padre, enfrentados entre truenos y tempestades.
Cuando veía los relámpagos a través de la puerta entreabierta, la yaya intervenía. El ángel de la guarda los separaba. Quería alejar a papá. Al volver a mi dormitorio, dejaba la velita encendida sobre la mesa. Me pedía que no la tocara, que me asegurara de que la llama no se apagara. El resto del tiempo, concentrada entre dramas de la Barbie y procurando que la lengua de fuego siguiese consumiendo la cera, no me enteraba de lo que sucedía fuera.
No llegué a entrar en la cocina. Apoyé una mano en la pared, deseando poder levantarme para salir de la prisión en la que estaba encerrada en mi mente. Me abofeteé las rodillas en un intento desesperado por despertarlas. No reaccionaban. Eran el recordatorio constante de que ya nada sería igual.
El alivio efímero de desatarme de Guillermo solo sirvió para hacerme ver que nunca más tendría la oportunidad de aprender a bailar.
Él no me dejaba. Si vestía mostrando carne, los hombres crueles se fijarían en mí. No desconfiaba de mí, decía, desconfiaba de los demás.
Saqué el móvil del pantalón en cuanto percibí los primeros temblores. Las manos tiritaban como si una ola de frío las agitara. Tecleé el número de la abuela, el único que tenía. Debí aceptar el que me ofreció Diego y no apartarlo de mí. ¿Y si no lo cogía?
Un estruendo me alteró. Salté en el sitio y esta vez no manejé el equilibrio. Caí al suelo con la silla volcada. Me golpeé la nariz con la madera. Grité de dolor. El teléfono estaba a dos metros de mí. Cerca del mueble de la televisión.
Me arrastré. Movía las manos para avanzar. Los temblores me lo impedían. Con cada movimiento, escuchaba un trueno. Luego otro. A través de la ventana, la lluvia torrencial sacudía la ciudad. Pero no. Eso no era lo que oía.
Con cada centímetro que reptaba, oía los chillidos de mi madre. Mi abuela no estaba. Ella también se arrastraba con cada latigazo. Era el cinturón de papá. Ya no era una niña asustada asomada por la puerta, era una mujer que quería pedir ayuda. No podía seguir así.
Al alcanzar el móvil, pulsé el botón de la llamada. En mi corazón, el vacío se intensificaba. Me tumbé boca arriba, con el aparato en la oreja. Ante mí, lo único que podía imaginar era el horror que debió vivir mi madre mientras papá la estrangulaba.
En esa misma posición, el nudo en la garganta se me contagiaba.
—Yaya —sollozaba, sintiendo el hilillo húmedo recorrerme la mejilla allí donde la nariz sangraba—. Tengo miedo. Por favor.
—Cariño, ¿estás ahí? ¿Noe? ¿Nena? —preguntaba la anciana con el teléfono al oído, mordiéndose las uñas.
Acabábamos de salir del hospital. La mujer necesitó sentarse en un banco bajo un tejado para sostener el disgusto. La sujetaba con la mayor suavidad posible. La veía angustiada. Se llevó el brazo atrofiado al pecho, como si empatizara con lo que le contaba su nieta.
—Vamos enseguida, tranquila. Tú quédate en el sofá y ponte una gasita en la nariz. Haz lo que hemos hablado estos días mientras llegamos, ¿vale? —Me miraba intentando no pegarme la tristeza, pero era imposible.
Se le veía incapaz de gestionar el estrés. La lluvia torrencial empeoraba la situación todavía más. No dudé ni un segundo.
—Rosa, traigo el coche y la recojo, ¿le parece? —le susurré mientras ella asentía, más seria que de normal.
La veía ida, concentrada en la conversación telefónica.
Corrí sin importarme que el agua me calara hasta los huesos. De camino al aparcamiento del hospital, un vagabundo me detuvo para pedirme dinero. Me aseguré de mantener el reloj bien escondido. Le dije que tenía prisa, que lo lamentaba, pero él insistió. Preferí darle unas monedas antes que mostrarle dónde tenía el coche estacionado. Se conformó unos segundos, pero pronto me pidió más y me negué a aceptarlo.
Traté de captar la atención de un guardia de seguridad, pero no me oía. Solté un gruñido al meterme en el vehículo. Me frustraba. Conseguí escapar del mendigo y circular hasta la entrada del edificio. Rosa colgó el móvil fijándose en la pantalla. Le dio al botón con el índice, confusa.
Bajé para ayudarla a subir. La acompañé a paso lento para no estresarla, usando la chaqueta para cubrirla de la lluvia. El vagabundo apareció de nuevo. Me tendió la mano insistente. Un guardia de seguridad llegó para echarlo.
—Dinero. —Señaló las monedas, furioso—. Él más dinero deber.
La abuela agachó la cabeza para colocarse en el asiento de copiloto. Cerré la puerta, girándome para recibir un puñetazo. Un segundo me dejó un sabor de boca agrio y el tercero no llegó. Tenía al molesto indigente pegado al cuerpo. El policía lo agarró y lo tiró al suelo. Le colocó la rodilla sobre la espalda y pidió refuerzos.
La preocupación por Noe era mayor al regusto amargo de la sangre. No era la primera vez que me daban puñetazos. Ya tenía experiencia metiéndome en líos y repudiaba la violencia. Era lo último que buscaba. No me defendería. Volví al coche, arranqué y nos marchamos.
De camino, Rosa me contó lo que estaba ocurriendo: cuando era pequeña, Noelia vio a su padre estrangular a su madre tras darle una paliza. Nadie supo nunca cuáles fueron los motivos concretos que lo llevaron a hacerlo, pues desapareció poco después. La yaya protegió a su nieta para que no se la llevara con él.
El aniversario de la muerte de Guillermo la había hecho revivir cada uno de los eventos trágicos que conformaban su pasado. Me habló de detalles que no habría imaginado posibles en el tiempo que las conocía.
Me habló del tiempo que Noe pasó ingresada en el hospital durante un mes por las consecuencias físicas de su anorexia. Su novio de aquel entonces no la fue a visitar un solo día. De hecho, la culpó de haber desaparecido. Ella pesaba treinta y cinco kilos. Los huesos se le pegaban a la piel.
Trataba de ir lo más rápido posible en lo que la velocidad máxima me permitía. Rosa sacó una caja del bolso en la que tenía acumuladas velas.
—En cuanto lleguemos, le encenderé una y se la dejaré en la mesita de noche —explicó, convencida—. Nunca he sabido por qué, pero la tranquiliza más que ninguna pastilla que le haya recetado el doctor.
—¿Puedo hacer yo algo para ayudaros? —Me temblaba la voz, viendo un hueco libre junto al portal para aparcar—. Esta es la mía.
—Cuando estés con ella, cuéntale una de tus historias con final feliz que seguro que le encantan. De niña las adoraba. —Me dio un codazo y yo sonreí con pavor.
Salimos del coche y le eché una mano a la mujer para que no se hiciese daño con el techo. La cubría con la chaqueta en ausencia de un paraguas. Nadie nos habría dicho que iba a llover de aquella manera.
Un par de pasos por la calle y llegaríamos. La lentitud me saturaba, pero era por la seguridad y la salud de la anciana.
—El diluvio del siglo, ¡válgame el señor! —reía la mujer.
—Y que lo diga, Rosa.
Un empujón nos desestabilizó. Enfoqué mi atención en proteger a la anciana, mirando juicioso a la joven con prisas que nos acababa de atropellar. En el suelo, las velas estaban pisoteadas y destrozadas.
—Ay, mi nena, que he perdido sus velitas. —Rosa se llevó una mano a la boca, temblorosa—. Por Dios, qué horrible, Dieguito.
—No ha sido usted. Ha sido esa chica que iba acelerada. —La veía tan disgustada que no pude evitar sentirme culpable por no llevar cuidado—. Escuche, subimos a casa, la dejo con su nieta y bajo a comprarle velas nuevas ¿vale? —Me fijé en los locales cercanos y vi un bazar oriental abierto—. Acabo de ver un sitio donde puedo encontrar más.
Nos metimos en el portal para mantenernos a resguardo. Junto al ascensor estaba reunido un grupo de vecinos molestos.
—Paquito, ¿qué ha pasado? —preguntó la mujer a mi lado, preocupada.
El aludido, un hombre de unos sesenta años con un bigote pálido y arrugas junto a los ojos, se volteó a mirarla con decepción, negando con la cabeza.
—Pues que se nos ha roto el ascensor, reina mía —resopló—. Y dicen que el técnico no viene hasta mañana por no sé qué mierda del tiempo. Se ve que como es tan antiguo, se ha jodido entero.
Noté un hormigueo en el pecho. Rosa no tenía forma de subir dos pisos a tiempo para atender a Noelia.
—En cinco minutos puedo ir a la tienda, comprar velas y subir para ayudar a Noe —le dije a la anciana al oído.
—Toma, cielo. —Me entregó las llaves de casa—. Paquito, ¿me ayudas a subir? Que tengo la ropa tendida y se me empapa entera.
—Por supuesto, Rosita. —Sonrió el hombre, ofreciéndose a ayudar.
Salí corriendo al exterior. No me importaba tener la chaqueta empapada o los calcetines húmedos. Crucé la calle con la respiración agitada. Rezaba por que la chica estuviese más calmada. Sabía lo que era perder a una madre.
Entré en el bazar y busqué las velas de un vistazo rápido. Agarré un puñado de tonalidades crema, un mechero con la bandera de Brasil y los dejé sobre el mostrador.
—Tu cara... —Señaló el empleado.
Al mirarme en un espejo, vi que tenía un moretón donde el mendigo me había dado los puñetazos. Lo ignoré y busqué la cartera. Palpaba los pantalones. Se me encogió el alma al no notar el bulto.
Metí las manos y comprobé que tenía las llaves de mi casa y las de Rosa, pero nada más. Sin aquello no podía pagar.
—Me cago en la puta, el vagabundo de los cojones —susurré, quitándome el reloj de la muñeca y entregándolo—. ¿Os sirve esto?
El empleado miró de reojo a la mujer que llevaba el lugar, mascando un chicle. Olía a fresa y juguete. Negó con la cabeza.
—Lo siento, amigo.
Me quité la chaqueta y se la ofrecí. Era de buena marca. Si la vendían, podrían conseguir una buena tajada.
No tenía buena pinta. Veía mi desesperación, pero no cedían.
—Mire, se lo suplico, me han robado la cartera. Necesito esto para una persona que está en peligro. Por favor —tragué saliva, conteniendo el dolor— les pagaré mañana mismo. Vendré y se lo daré.
—¿Qué hay de las botas? —Señaló la mujer.
Los miré a ambos, decidido.
Al salir del bazar oriental, llevaba una bolsa de plástico con las velas y el mechero. El frío de la calle sobre los calcetines era más agradable que el frío de una chica que no podía recibir el calor de su velita en plena tormenta.
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