🖤💛3. LA DECEPCIÓN DE LA ABUELA CON EL FINAL DE SU TELENOVELA (NO SPOILERS)🖤💛
Después de tres semanas visitándolas todos los días al parque, entendí que Noe había sufrido más de lo que quería admitir en el último año. Las veía a las dos, abuela y nieta, tan felices solas, que parecía imposible que una hubiese perdido a su pareja y la movilidad en las piernas en un accidente y la otra llevara ciega desde que nació.
Solíamos vernos un rato, en ocasiones minutos, otros días horas, y hablábamos de temas variados. Al principio, Noe se quedaba callada. Rosa y yo compartíamos risas, le traía bombones de los que le gustaban y ella me regalaba prendas hechas a mano. Todavía me fascinaba la habilidad que tenía con un único brazo capacitado. Era obra de una maestra del hilo.
Con el paso de la primera semana, Noelia empezó a intervenir en nuestras conversaciones. Lo hacía para quejarse por mi presencia, o para corregir las anécdotas que me contaba su abuela de ella cuando era pequeña. Aceptaba sus críticas y, conociendo su historia, podía entenderla.
Sentía empatía por las dos. Aunque al principio fuese Rosa quien me pedía que la llamara por "el guasa ese", con el tiempo terminamos concertando encuentros en el parque del lago. Yo les contaba acerca de mis problemas de ansiedad, de lo mucho que me ayudaba salir a correr por las mañanas y lo bien que me venía verlas para distraerme. Ellas, a cambio, me contaban sus planes.
Durante el segundo fin de semana, acabé llevándolas a hacer turismo por la ciudad. Surgió la idea cuando hubo suficiente confianza en la nieta como para aceptarlo.
Me encargué de dirigir la silla de ruedas y, al mismo tiempo, de sostener a Rosa de su brazo atrofiado. A Noe no le hacía gracia su vulnerabilidad. Se mostraba tensa, incómoda, y suspiraba en las cuestas. La musculatura no era mi punto fuerte, pero era suficiente para no perder el control.
—¿El tetris dices que es esto? —preguntó la anciana cuando llegamos a las puertas de un edificio antiguo.
—No, Rosa, el teatro —contesté entre risas. Noelia chistó. Yo carraspeé, respetuoso. Se me acababa de ocurrir una idea—: Imagíneselo. Unas puertas rojas ahí delante, una ventanilla para comprar las entradas a su izquierda con una cola que llega hasta el final de la calle, arrastrando una alfombra roja que alguna vez habrán pisado sus actores favoritos, y carteles hermosos bordados de oro con los mejores repartos del país en portada. Es como estar en Hollywood, eh.
—Ay, niño, cómo me gustaría poder ver eso. —La mujer me dio un suave manotazo con su extremidad sana—. Algún día me tenéis que llevar al Bolibud ese.
Noe alzó la vista, extrañada. Quiso ocultar la sonrisa, pero no pudo reprimirla.
Conforme nos alejábamos del desastroso teatro abandonado, con tablones mohosos que cubrían las puertas y un vagabundo durmiendo entre cartones, la chica en silla de ruedas giró el torso y movió los labios para pronunciar un "gracias" silencioso.
Pasamos el resto de la aventura turística conmigo inventándome lugares verosímiles que describir a la amable anciana. Ella, por supuesto, se dejaba llevar.
Primero, les mostré el parque de la majestuosa fuente de bronce con estatuas de antiguos poetas que no era más que un lavadero de pies en el que se bañaba un perro sucio. En aquel, Noe estuvo a punto de reír.
En segundo lugar, ingenuo de aquel que osara contradecirme, se encontraba la plaza del ayuntamiento, un recinto colosal lleno de vegetación que recordaba a los clásicos templos griegos o a la arquitectura romana. Les decía que, en realidad, lo que veían era un diamante en bruto a la espera de ser encontrado.
Lo que en el fondo pensaba era que aquella plaza tan pequeña, sin árboles y con edificios de fachadas decorados con tonos marrones monótonos, no era un lugar en el que me gustaría pasar más de cinco minutos. Y, sin embargo, Rosa se quedó boquiabierta al escuchar el eco de su propia voz. Ella creía que era porque estábamos en un coliseo romano, pero en realidad era porque la estructura arqueada de los edificios permitía crear el efecto.
Así continuamos, fingiendo que el paseo marítimo era una gigantesca explanada de comercios con tenderetes de mil colores donde los turistas compartían anécdotas de sus propias culturas en armonía y tranquilidad. La realidad era que un adolescente acababa de robarle la cartera a un caballero trajeado frente a un Burger King.
A lo largo de la tarde, la tensión muscular de Noe pasó a convertirse en una relajación completa. Casi ni se inmutó cuando le toqué el hombro para preguntarle si necesitaba descansar. Ella se giró para mirarme, con una sonrisa triste, y me pidió que las llevara a casa.
En el camino de vuelta, cogimos un autobús. Las dificultades por las que pasamos para conseguir que Noe se colocara en la zona habilitada para personas con discapacidad fueron apoteósicas. Una de las mujeres altivas que ocupaban ese lugar en ausencia de asientos disponibles se negaba a apartarse. Se excusaba en la idea de que su trayecto era más largo y que llevaba trabajando todo el día.
Un estudiante se cargó la mochila al hombro y permitió a Rosa sentarse en su lugar. Se marchó del vehículo sin titubear. Puesto que aun así era imposible que yo cupiese, decidí despedirme de ellas. Ya iría andando a mi casa, aunque tardase más tiempo.
—Gracias, Diego —dijo Noelia antes de que las puertas del bus se cerraran ante mí.
Alzó la mano, y yo le devolví el gesto. Por dentro, una extraña sensación me invadió. No quería que pensaran que me daba lástima su situación, pero decirles la verdad las haría sentir peor. Y no quería que sufrieran más. Menos aún por mí.
El tercer fin de semana, la yaya Rosa me invitó al piso que compartían en las afueras de la ciudad. Según me dijo por teléfono, con su privacidad tan poco sutil, su nieta no había querido salir de casa. Se había encerrado en su dormitorio y quería que le diéramos una sorpresa aprovechando que justo ese día salía en emisión el último capítulo de la temporada de una serie de "Nesfli", como decía ella, que veían juntas.
Cuando le pregunté, con todo el respeto que pude, cómo veía las series como persona ciega, me contó que ella escuchaba los diálogos. Entre aquello y las descripciones generales de Noe sobre la trama, creaba el resto.
—Es un audiolibro de esos, pero de verdad —confesó entre risas—. Mi niño, si es que nosotras no tenemos dinerito para aparatos de apoyo de esos raros.
—Les compraré uno cuando consiga dinero y así veremos las series que le apetezcan sin perderse un solo detalle —respondí mientras bajaba del coche y me dirigía al portal que me habían indicado.
—Oh, qué agradable. ¿Pero cómo me vas a comprar tú eso a mí? No, hombre, tú invierte en ti que estás joven y tienes toda la vida por delante. Yo estoy ya muy mayor y disfruto con lo que tengo.
Justo en ese instante, llamé al timbre y le dije a la anciana que se trataba de mí para que me abriera. Vivían en un segundo piso con un ascensor que fallaba y un sistema eléctrico anticuado.
Nada más llegar, un aroma a galletas recién horneadas me llegó. Solté una carcajada al ver los brazos abiertos de Rosa en la puerta de su hogar. La abracé y me dio una ráfaga de besos abrumadora antes de dejarme entrar.
Le entregué un vino que había comprado y ella me agitó la nuca de una colleja por gastar dinero en una "pobre anciana con caprichos".
Desde un dormitorio, al final del pasillo, vi las ruedas de la silla de Noe. Se me quedó mirando, seria. Tenía las mejillas húmedas y los cabellos pegados a la piel. Iba vestida con el pijama y parecía llevar días encerrada. Nada más verme, rodó los ojos y se volvió a su cueva personal de oscuridad.
—Pero, chica, ¡que tenemos invitado! —exclamó la yaya Rosa—. Ay, de verdad, qué mal lo está pasando, no te lo puedes ni imaginar. —Se llevó la mano sana a la cintura—. No te quedes ahí, Diego, tira para el sofá. Venga. —Me dio unas palmadas en la espalda para que me metiese en el rústico salón con olor a madera y a mueble viejo.
—Gracias por haberme acogido tan bien, señora Yesares. —Me mordía las uñas, incómodo. Ella me dio una bofetada para que dejara de hacerlo—. Perdone.
—Perdón a Dios, a mí no. Que yo estoy muy contenta contigo, chiquillo. —Me agarró del moflete para estirar de él. Lo acepté de buena gana.
Me coloqué en el centro del sofá, rígido. Esperaba que llegara la mujer, pero en cuanto la vi acercarse a paso de tortuga con una bandeja de galletas, me puse en pie para ayudarla. Fue un acto instintivo. Ella me sonrió.
—Me recuerdas al hermano de mi esposo. Qué samaritano.
Rosa se aproximó hasta su sillón, haciendo un gran esfuerzo por sentarse. Soltó un soplido cansado. Agarró una manta que tenía al lado y se la echó por encima.
—Discúlpeme si soy atrevido, pero ¿su marido...?
—Mi Antonio falleció, muchacho. —Miraba a la cocina, pero sabía que quería dirigirse a mí—. Hace ya muchos años. Fue un accidente horrible.
—Lo siento mucho.
Me concentré en la mesa baja ante mí. En un movimiento, ya tenía una galleta en la boca. El sabor era una deliciosa mezcla de infancia y de esencia casera.
—¡Cariño! ¿Qué, no vienes? —gritó la anciana.
Se escuchó un portazo. La abuela rio. El chirrido de la silla de ruedas se intensificó hasta que su portadora apareció con gesto hosco por el salón.
—Hola, Diego —susurró desganada Noe, que se había puesto un chándal.
—¿Qué tal?
Me ignoró. Llegó a una esquina del sofá, apoyó las manos y se impulsó para auparse. Ya había adquirido un manejo admirable para desplazarse. Deseaba ayudarla, pero por el gesto que tenía en el rostro me daba miedo que se sintiera débil por mi culpa. La duda me carcomía. Si la ayudaba, podría ofenderse. Si no lo hacía, quedaría como una persona con mala educación.
—¿Tienes tú el mando, mi niña? ¿O pongo yo la telenovela esta? —preguntó la anciana mientras Noelia se terminaba de acomodar en su rincón.
No había demasiado espacio entre nosotros. Sentía que el corazón me latía de tenerla cerca.
Cogí una galleta de la bandeja para ofrecérsela, pero ella la rechazó. Lo deseaba y en sus ojos podía ver las ganas de comer, pero una respuesta automática le impedía aceptar.
—Lo pongo yo, yaya.
Unos cuantos comentarios y puestas en contexto más tarde, inició el que sería un capítulo incomprensible para mí. Para las chicas que llevaban viéndola desde que comenzó, fue un reguero de lágrimas.
No entendía cómo el soldado había logrado volver de la guerra para reunirse al fin con su amada, pero sí sabía que llevaban tres temporadas sin verse. Justo al final, antes de los créditos, en el preciso instante en el que ambos van a coincidir, ocurre un atentado. El soldado va a ayudar a los heridos, y su amada huye, sin que ninguno de los dos sepa del otro.
—¿Y ya está? —protestó Rosa, girando la cabeza al sofá de un modo cómico—. ¿Qué ha pasado, nena? Lo del bum —hizo aspavientos para reforzar la emoción— ha sido un atentado ¿no? Ay, santo Cristo —se santiguó—. ¿El mozo guapo está vivo? Menudos montes hemos arao'.
—Está vivo, yaya, pero nos lo han dejado abierto. ¡Otra vez! —Noe se cruzó de brazos. Su enfado era genuino. Al ver mi confusión, se incorporó para explicármelo—. Es que llevamos dos temporadas que nos lo dejan igual.
—¡Vergüenza debería darles! —añadió la anciana—. Y la chica, con lo dulce que es ella siempre y nunca le pasa na' bueno. Todo desgracias, la pobre muchacha.
Me divertía verlas tan ilusionadas con aquello. Tanto fue así, que intenté informarme de lo que había sucedido antes de ese punto para poder teorizar con ellas. Dos horas más tarde, llegamos a la conclusión de que no valía la pena darle vueltas.
—Nene, tú que sabes describirlo todo muy bien. Cuéntame cómo sigue. —Rosa me señaló, seria—. A ver si se te ocurre algo porque yo hoy estoy decepcionada.
Me apoyé sobre un cojín del sofá, relajado. Después, le dediqué una mirada sonriente a Noelia. La veía más animada, distraída, y entre dramas podía contemplar al ángel oculto entre comportamientos bordes y gestos hoscos. Era natural, real. Era ella misma.
—Me imagino el inicio de la siguiente temporada. —Hice una breve pausa para dejar el suspense. Sostenía la mirada con la chica. La conexión era tan profunda que se vio obligada a desviarla, sonrojada—. El soldado encuentra a un niño herido y se lo lleva a un lugar seguro. Mientras huye, su amada lo ve. Sabe que sería un peligro atravesar el tiroteo para abrazarlo, así que lo espera. Él también la ve. En sus ojos hay miedo. No quiere que vuelva a pasarle lo mismo de siempre. Ninguno de los dos quiere.
»No necesitan hablar para entenderse. Recorren un túnel cada uno, buscando la intimidad. Al final, están solos en una calle. ¿Serán la misma persona que fueron al conocerse? Tal vez no. Pero no les importa. Mientras caminan, recuerdan lo que han vivido en ese tiempo alejados. Personas de las que se enamoraron, amigos que perdieron, risas y llantos. Nada les separa ahora. Solo adoquines y tierra. —Se hizo un silencio intenso, opacado por una melodía suave procedente de la televisión—. Al reencontrarse, se abrazan. Tantos años les ha permitido descubrir que nada hay más intenso que el amor que sienten el uno por el otro.
Escuché el pañuelo de la mujer del sillón. Se estaba sonando los mocos de las lágrimas.
—Yo por mí ya he visto la serie. Me quedo con el final de Diego. —Se levantó la anciana. Eran las ocho de la tarde—. Bueno, ¿qué? ¿Te quedas a cenar, no?
Titubeé unos instantes, nervioso por no saber qué reacción tendría Noe.
—Yaya, ¿nos dejas un momento a solas? —pidió.
Rosa soltó una risita que sonrojó a su nieta. Se le acercó, le plantó un sonoro beso en la frente y se marchó arrastrando las pantuflas por la puerta del comedor.
Me quedé expectante.
—Si quieres me puedo ir a casa, no te preocupes. Preferiría no incordiar. —Alcé las manos precipitado.
—No, quédate. —Se encogió de hombros—. De hecho, quería preguntarte por qué te apetece más estar con nosotras que en tu casa. Lo digo porque creo que somos muy aburridas. No pareces un chico al que le gusten las tardes de bingo y café.
—Soy huérfano —admití en cuestión de segundos—. Vivo con mis tíos desde entonces y con ellos tengo mala relación.
Noe se quedó perpleja. Pasó de la seguridad a juguetear con sus uñas.
—Lo siento mucho, Diego.
Le hice un gesto con la mano para quitarle importancia. Se me instaló un nudo en la garganta.
—Me daba miedo incomodarte sabiendo lo mal que lo pasaste con... ya sabes. Tu abuela me ha contado tanto sobre ti que no paro de pensar en qué hacer para no agobiarte. —Sonreí para rebajar tensiones.
Ella se acarició un mechón de pelo, pensativa.
—Antes, cuando me he subido al sofá, no has intentado ayudarme. —Iba a responderle, pero me detuvo—. Gracias. De verdad. Odio cuando la gente me hace sentir inútil, pero tú nunca lo has hecho. Ni cuando salvaste los churros de mi abuela. Es por eso que sé que de verdad te preocupamos y no estás siendo misericordioso.
—Bueno. —Me fijé en los restos de las galletas que nos habíamos zampado durante el debate de la serie—. En este mes habéis hecho más por mí que toda mi familia en veinticinco años. Diría que vale la pena aburrirme con vosotras.
Sus ojos se nublaron de lágrimas que no quiso mostrarme. Por fuera era indiferente, pero sus gestos indicaban la travesía emocional que la llenaba de nerviosismo y amargura. Había dolor, pero también esperanza.
Su alma estaba comprometida como la chica de la telenovela, pero su corazón la atenazaba.
Se miraron una vez más, en un silencio tenso y prolongado que culminó en una frase de Noe, entre palabras sensibles y tambaleantes:
—Entonces... ¿Te quedas a cenar?
Conteo de palabras: 2726
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