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🖤​🧡2. MI PERSONA FAVORITA EN EL MUNDO Y SERES QUERIDOS QUE NO NOS ABANDONAN🖤​🧡

Mi abuela es mi persona favorita en el mundo. Lo es desde que era una niña y me cuidaba cuando nadie más podía.

Habían pasado once meses desde el accidente, y yo me sentía vacía. Era responsable de su muerte. Me lo había hecho saber cada día durante semanas, incluso después de los tratamientos acompañada de la psicóloga. Ella quería profundizar en mí, en nosotros, en mis experiencias pasadas.

Decía que sufría violencia de género. Lo mismo que le pasaba a mi madre.

Aquella tarde, mientras pensaba en el agobio que sería para mí revivirlo todo un año después, circulaba en mi silla de ruedas por los alrededores del parque Levantino, un acogedor entorno natural de la nueva ciudad a la que nos habíamos mudado. Cuanto más lejos estuviésemos de los males de nuestra familia, mejor. No necesitábamos a más personas para ser felices. La yaya Rosa y yo podíamos combatir el mundo juntas. Ella nunca me abandonaría.

Me desplazaba moviendo las ruedas con las manos. Ya me había acostumbrado a la movilidad. Guiaba a mi abuela a su ritmo. Tantos años de ceguera la habían curtido para visualizar el camino donde nadie más lo veía. Disfrutábamos de los azotes suaves del viento y del caer de las hojas de los árboles.

Nuestra rutina se repetía con frecuencia; desayuno, paseo por el parque, compras, telenovela y tarde con las "chicas" de la residencia entre juegos de mesa. Nada de acercarme a chicos. Así lo había decidido yo.

Después de mis charlas con la psicóloga, empecé a reconocer el mal que me habían hecho otros hombres, a mí y a mi madre. Me asqueaba. Sentía la suciedad de dedos que recorrían mi cuerpo cuando a mí no me apetecía. Ni las duchas incómodas sentada en una bañera —porque hacerlo de pie era un anhelo para mí— me permitían limpiarme el odio de encima.

Pero lo que más detestaba era saber que Guille ya no estaba. Si hubiese actuado diferente, si hubiese sido más obediente, tal vez él seguiría vivo. Podría haberlo ayudado a cambiar. A no ser tan abusivo. En mis noches de tormenta, mi abuela me traía una velita para consolarme entre pesadillas. Veía morir a mi novio y desde el más allá me juzgaba.

Esa también era una rutina.

Llegamos al banco de madera junto al lago y saqué la bolsa aceitosa que tenía entre manos. Me aseguré de que la yaya pudiese sentarse con su típico soplido de cansancio. Eran las siete de la mañana, hora del desayuno perfecto de los viernes. Saqué uno de los churros con azúcar de la bolsa y se lo di. El dulce era lo que más le gustaba, el único sabor que aún conservaba intacto. Ella sonrió al olerlo.

—Ay, bonica, qué maja la muchacha de la churrería —rio Rosa antes de dar un mordisco del que soltó un gemido placentero.

—Yaya, tendrá sesenta años esa mujer. —Sonreí.

—Quién los pillara, cariño. —Su rostro arrugado estaba lleno de pureza—. Oye, ¿y por qué no le preguntas a la psicóloga esa si te puede enseñar la ciudad? Llevamos viviendo aquí un año y ni un día te he visto yo salir de casa por algo que no fuese acompañarme. Aún eres joven, querida.

—Me da igual. Total, tampoco tengo amigas.

Mi abuela sostenía el churro con el brazo inutilizado. Frunció el ceño.

—Seguro que hay un montón de jovencitas buenas como tú a las que les encantaría conocerte. —Alzó el mentón, orgullosa—. Y no como las viejas chismosas con las que juego yo al bingo. Esas mienten para ganar, que yo lo sé.

Me frustraba que insistiera en que socializara. Giré el torso para mirarla, sintiendo que la bolsa estaba a punto de caerse. Una mano externa la sostuvo justo a tiempo. El corazón se me aceleró. Al devolvérmela con los churros a salvo, vi que se trataba de un chico de mi edad, de sonrisa agradable y cabellos negros revueltos.

—Estaba viendo que se caía —dijo con una risa—. No he podido resistirme.

—Ah. —Me tensé y me acomodé en la silla—. Gracias.

No le devolví la sonrisa. Ni le miraba a los ojos. Le hice un gesto con la cabeza, invitándolo a marcharse. Él se limitó a rascarse la nuca, sonriendo con vergüenza. Alzó la mano para despedirse y volver a sus quehaceres.

—Eh, eh. ¿Eso que oigo es un chico que se te ha acercado? —preguntó la abuela con felicidad—. ¡Pero bueno, jovencito! Ven, ven. ¿Le has salvado la bolsa de churros a esta pobre anciana?

—No ha sido nada. —Regresó el chico con ilusión—. De verdad, no quería molestaros.

—¿Cómo te llamas? ¿Eres de por aquí? —La maravillosa anciana con la que compartía mis días era, a su vez, la más cotilla.

—Diego —rio con nerviosismo él—. Sí, de hecho, vivo en ese edificio de allí. —Señaló un bloque de pisos moderno.

Deslicé una mano disimulada hasta la pierna de mi abuela. Le suplicaba que parara. No quería seguir en esa incomodidad. Ella la recibió con afecto, acariciándola. Me pedía que me calmara.

—Pues a ver si nos vemos más, Diego, que nosotras estamos aquí todos los días a la misma hora. Para que nos recuerdes, yo me llamo Rosa Yesares, y esta de aquí es mi nieta Noelia. Guapísima —zanjó la señora cotilla.

Se quedó tan a gusto con su churro con azúcar mientras yo deseaba que la tierra me tragara. Ya que no me quedaba otra opción, decidí entablar contacto visual con el desconocido.

Sentí mariposas al cruzar nuestras miradas. No sabía si eran las mismas que sentí con el resto de hombres que me habían engañado en mi vida. No lo parecía. Sus ojos color miel eran hermosos, y su bondad, sincera.

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