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🖤​🩵16. LAS ANÉCDOTAS DE UNA VIDA HERMOSA A VUESTRO LADO🖤​🩵

Cuando llegué a los ochenta años, veía a mis nietos corretear por el porche mientras mi hija los reñía por su comportamiento. Aunque la adoptamos con ocho años, una niña rota de cabellos negros y ojos tristes, a través del cariño, la paciencia y el espacio, logramos devolverle la sonrisa hasta convertirla en la mujer enamorada que era ahora entre los brazos de su esposa.

Con los años aprendí a reconocer las valiosas lecciones que me dio la abuela cuando era joven.

Los pequeños recuerdos del pasado eran tan vívidos como si hubiesen sucedido ayer.

Después de la noche en el hospital con la yaya, Diego y yo tuvimos una época de discusiones y malestar. La ausencia de una persona en el sillón frente a la tele me torturaba el alma. La estrujaba y la acribillaba a nostalgia y soledad.

Por ello, cuando conseguimos traer a Tania a casa, el ambiente mejoró.

Un poco.

Pronto llegaron las rabietas, los miedos y las peleas. A aquella niña la habían abandonado sus padres biológicos porque ninguno de ellos fue capaz de dejar las drogas a un lado por ella.

El entorno en el que uno se cría es más importante de lo que parece. En su caso, era una constante lucha por sobrevivir al día a día entre jeringuillas y olores nefastos. En nuestro hogar, nada de aquello sucedía. La sensación constante de inseguridad la teníamos hasta nosotros, que sabíamos que nada malo ocurriría.

Ella nos lo transmitía con sus miradas furtivas, sus pasos suaves y huidizos por los pasillos tratando de no llamar nuestra atención por si nos enfadábamos. Aprendió a ver que sus comportamientos de niña no eran motivo para castigarla y que merecía vivir una infancia en la que poder divertirse sin que su padre la encerrara en el armario.

Y me recordó a mí cuando vivía asustada del mundo. Me rompía el corazón ser la persona que le daba terror a otros. La veía tan frágil que no pude evitar pensar en la vulnerabilidad que debí mostrar en mis años oscuros, sofocada por una almohada empapada de lágrimas.

Ser madre fue la recompensa más hermosa que recibí por la tarea más laboriosa que experimenté jamás. Aprendí de quienes me habían dado lo mejor de sí y lo hice lo mejor que pude, que era lo máximo que podía hacer.

La educación es el arma contra los comportamientos nocivos en la violencia de género. Con ochenta años, una era capaz de apreciarlo. No era suficiente concienciar del problema ni justo enseñar a las mujeres a llevar cuidado por conductas que los hombres debían saber controlar. Diego lo decía siempre:

—Si a los chicos no les enseñan por qué es tan importante respetar a las mujeres y entenderlas como seres humanos iguales a ellos, caerán en los errores de sus padres de percibirlas como inferiores.

El deseo de ejercer control y de tener poder sobre ellas era lo que llevaba a muchos a comportarse de ese modo. Lo hizo Borja, lo hizo Guillermo y lo hacen muchísimas personas en su día a día, mientras el mundo gira y nosotros leemos estas páginas.

Es la incoherencia de un hombre poderoso que le teme a las consecuencias de una mujer libre sobre su ego y su estabilidad en el trono.

Volviendo a pensar en la abuela, los gestos de mi marido me dieron una reminiscencia de mi juventud, de la empatía que sentía hacia mi abuela cada vez que me burlaba de sus frases: «ya verás cuando llegues a mi edad», «uy, nena, la espalda la tengo hecha un Cristo», «a eso ponle más sal», «¿dónde me he dejado yo el este?».

En su lugar, reía con ternura de ser su viva imagen. Repetía sus costumbres, comer churros en el parque cuando acompañaba a mis nietos era mi pasatiempo favorito.

Nunca imaginé que llegaría tan lejos y, aun así, ahí estaba. Mi Diego daba paseos reflexivos con las manos pegadas a las lumbares. Estaba hecho un anciano de aquellos que miraban a las obras y juzgaban. «En mi época...», y así, una y otra vez viendo reflejadas nuestras acciones en el pasado.

Él nunca me juzgó, nunca necesitó alzarme la voz para que le escuchara. Comunicaba, empatizaba y actuaba. El atractivo que le veía se acrecentaba en cuanto lo veía sentarse conmigo, expresar lo que no le gustaba y darme un beso en la frente porque habíamos logrado resolver un malentendido en dos palabras en lugar de en tres meses de silencio.

Discutir era normal. Cada pareja lo hacía. Hasta mi pequeña Tania con su chica se peleaban y se alejaban de vez en cuando, pero hablaban con cariño y se reconciliaban. No se insultaban, no se manipulaban, no se engañaban. Asumían sus errores y asumían sus responsabilidades. En eso se basaba. Ser conscientes de lo propio para aportar al otro.

Amar es compartir una vida con quien se complementa con uno mismo. Es ver que una relación no puede ser el único pilar sobre el que sostenerse, sino otro más, fuerte y estable.

Amar es pasar una tarde tomando churros con la abuela.

Amar es tener una cita romántica en un banco junto al Taco Bell, hablando de la vida y viendo las estrellas.

Amar es jugar al chinchón con amigos y llorar de risa por las bromas de la yaya, de Olaf o de Ana.

Amar es perder las botas por unas velitas.

Amar es abrazar a una persona que sufre por la pérdida de un ser querido.

Amar es oler el jamón pata negra de la abuela y saber que todos tendremos una porción equitativa.

Amar es bailar en una boda, sin miedo al juicio, rodeada de seres queridos que no nos abandonan.

Amar es proteger a una hija de la maldad del exterior.

Amar es recibir una llamada de Tania porque volver a casa conmigo al oído le daba más seguridad.

Amar es sentir mariposas en el vientre al escuchar a Diego inventarse historias para que Tania durmiera mejor.

Recuerdo una de aquellas noches, cuando fue él quien le trajo la velita a la cama para ayudarla a dormir mejor. La pequeña había discutido conmigo por un drama adolescente sin importancia. Me pilló en un mal día y no supe reaccionar como debía. Me quedé a la espera, en la puerta del cuarto, sentada en mi silla de ruedas.

Le habló de lo mucho que había sufrido yo a su edad. Le contó de un modo amable cómo era vivir con anorexia nerviosa, las consecuencias graves que tenía sobre las personas. Después, para relajar el sufrimiento, se inventó una historia acerca de sus padres. Tania nunca los podría conocer, pero lejos de revelarle una verdad que no le gustaría escuchar, se la adornó.

—Mis padres fallecieron en un accidente de avión, pero antes de eso recibí mucho amor de ellos. —La voz de Diego me tranquilizaba desde el otro lado de la puerta—. Me llevaban a la feria y me retaban a conseguir los puntos necesarios para comprarle un peluche a mi hermano mayor. Mi madre solía decirme que viviera mis años de juventud con el corazón salvaje, que ya vendría la vejez y me enseñaría a apreciar la paz.

—Entonces, ¿crees que debería contarle a mamá lo del condón? —preguntó Tania en un susurro que percibí.

—Con nosotros ya sabes que puedes contar para lo que sea. Si se lo cuentas, estoy seguro de que te sabrá aconsejar bien. —Escuché el crujido de la silla que provocó Diego al levantarse—. Recuerda que no estás sola y que siempre te escucharemos para lo que necesites.

Sonreí. Ese día sonreí con sinceridad.

Como cada domingo, la familia entera nos reunimos para ir al cementerio.

Tania me llevaba con la silla de ruedas, ahora ya una adulta con hijos pequeños. Diego me llevaba de la mano en su progresivo andar lento de anciano.

Recorrimos un jardín de lápidas hermoso ocupado por flores nuevas y antiguas. El sol golpeaba sobre nuestras frentes y sacaba perlas de sudor a cada pasillo por el que nos desplazábamos.

Nos detuvimos ante una de ellas, situada junto a un árbol que lloraba hojas por el viento. Diego me permitió dejar una rosa más sobre ella como habíamos hecho durante cinco décadas.

"Rosa Yesares", estaba escrito en la piedra. No solo la conocía mi hija, sino también mis nietos. Aquel nombre, igual que el mío en el futuro, serían parte de una lista de supervivientes de violencia de género. Su eterno recuerdo permanecería honrado por los esfuerzos que hicieron para vivir. Sin embargo, habría una segunda lista, más macabra y oscura.

"Estefanía García", era el nombre escrito debajo del de la abuela. Mi madre, una persona a la que le arrebataron la voz antes de poder pedir ayuda.

Su final no es exclusivo en ella. Al año, muchas más mujeres terminan del mismo modo.

Yo tuve la suerte de que Diego apareció en mi vida, pero hay chicas a las que nunca les llega la esperanza, o ni siquiera la buscan porque están rotas. El abuso las destroza.

Hay quienes aceptan el sufrimiento durante años hasta que se les escapa la vida de entre las manos. Se rinden, y no es culpa suya.

Incluso la yaya Rosa, tan valiente y tan fuerte, murió sin llegar a superar lo que significó para ella el maltrato de su primer esposo y de su madre. No solo los hombres pueden mantener ese tipo de violencia sobre las víctimas.

No estamos solas. Nos necesitamos las unas a las otras.

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