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🖤​🩷15. TE TRAERÉ UNA ROSA AL CORAZÓN PARA QUE NUNCA ME OLVIDES🖤​🩷

ACTO 1 "NOCHE"

El aroma de los químicos me hacía rememorar tiempos oscuros, antiguos y olvidados de mi pasado. La angustia se aferraba a mi garganta como gotas de agua a punto de saltar de la base del vaso hasta el suelo.

Diego me acompañaba por los pasillos del hospital, recorriendo las sombras de almas moribundas que esperaban en paz su juicio final.

Me costó un día entero mentalizarme para aquellos segundos escasos en los que entraría en el dormitorio silencioso de cortinas blancas y aparatos electrónicos. Había necesitado la fuerza de mis amigos y de mi esposo para siquiera imaginarme lo que sería para mí ver aquella situación con mis propios ojos.

La silla de ruedas chocó contra la puerta por el nerviosismo de mi chico. Acaricié su mano, temblando aún más que él, como si aquello pudiese tranquilizarlo.

Era un lugar acogedor, limpio y con vistas a las luces de la ciudad. Era una lástima que, por su ceguera, la abuela no pudiese verlas desde la cama.

—Yaya —dije con un tono de voz alegre que no podía disimular la tristeza—. ¿Cómo estás?

—Bonica. —Sonrió ella con debilidad, tan feliz como el cuerpo le permitía—. Pues aquí me tienes, nena, preparada para la carrera en silla de ruedas.

Yacía sobre una almohada cómoda, de un tamaño exagerado tal y como le gustaba a ella. Rodeada de flores de nuestros seres queridos, se arropó con las mantas para evitar el frío.

Mientras sostenía la mano de mi abuela, Diego se dispuso a encender una velita con el mechero de Brasil para ponerla en la mesa de noche. Había avisado a los enfermeros y médicos. Era posible dejarla junto a la ventana.

—¿El médico te ha vuelto a decir algo?

La yaya hizo gestos con la mano sana para restarle importancia.

—Que estoy guapísima y que a ver cuándo le doy mi número de teléfono —rio la anciana, pero no estaba lista para seguir la gracia por mucho que lo ansiara.

—Esto es serio, jo.

Por unos instantes, vi cómo perdía la sonrisa. Asentía y me daba toques en los dedos. Suspiró, se llevó la mano a la bata y sacó una carta llena de papeles.

—Lo sé, niña, pero ya sabes lo mucho que me gusta a mí el humor.

Me la entregó y me heló la sangre. Miré a Diego buscando respuestas, pero él evitó la mirada. No entendía qué estaba sucediendo, pero sabía que el contenido de las letras era importante.

—¿Qué es, yaya?

—La verdad. —Tragó saliva, respirando hondo. Si le dolía el cuerpo, no lo mostraba—. Le pedí a todos tus amigos que colaboraran para escribirme una carta, pero no les conté a nadie de qué iba. Solo a tu marido.

Deslicé los ojos vidriosos hasta él, que seguía observando la vela de brazos cruzados. No podía soportar la lástima y eso me aterraba. ¿Qué estaba pasando?

—¿Una carta? ¿De despedida?

—No, querida. —Negó la cabeza mostrando los dientes torcidos—. De bienvenida. Después de todos estos años, quiero que conozcas la historia de mi vida, la verdadera.

Fruncí el ceño, tensa. No sabía cómo sentirme, pero no era traición, sino curiosidad. Abrí el sobre y vi que contenía varias páginas.

La miré.

—¿Por qué ahora? ¿Por qué aquí?

Me sostuvo la mano con firmeza, tan valiente como siempre.

—Porque al fin ha llegado el día en el que recordaremos todas las anécdotas de las que nos reiremos.

ACTO 2 "MARIPOSAS"

Hola, Noelia mía y de mi corazón. Sé que no esperabas esto, pero tu Dieguito me ha ayudado a escribirlo. Entre él y sus amigos —que por cierto me llaman mucho por teléfono—, hemos conseguido redactarte esto para ti. Sé que ya estás preparada para escucharlo, ahora que te has hecho tan adulta y tan madura.

Cuando era una niña, me encantaba pasar las tardes por el campo. Mis padres, tus bisabuelos, tenían una caseta preciosa en el pueblo en el que vivíamos. Y yo adoraba ver el cielo, los árboles, las flores y los animales que correteaban entre los bosquecillos de los alrededores. Estaba obsesionada con las mariposas, y eso que tu madre ni siquiera había nacido. ¿Quién me habría dicho que tantos años después heredarías mi afición?

De pequeña, mis ojos eran del mismo color que los tuyos. Eran de un tono idéntico. Esa descripción que daba tu madre de ti, me la dio a mí la mía.

Pero antes de contarte por qué perdieron el color, primero déjame explicarte cómo eran aquellos tiempos.

Durante la Posguerra, la vida era muy distinta. La comida escaseaba, el amor se tomaba de otra manera.

En las rutas que frecuentaba para descansar de los duros días de esfuerzos y trabajos, me tumbaba en el césped e imaginaba cómo sería cuando me hiciera mayor. Era una muchacha ingenua, demasiado ilusionada con las historias de caballeros que me contaba mi padre enfermo de cáncer de próstata.

Al cumplir los trece años, era yo quien se encargaba de la mayoría de tareas del hogar, incluyendo los cuidados de mi pobre progenitor. Mi madre decía que tenía que aprender, que era mi función y que así practicaría para cuando conociera a mi futuro marido.

El resto de mis hermanos jugaban y se divertían fuera, más allá del porche. A mí me tenían para aquí y para allá, trayéndole agua a mi padre cuando tosía o limpiando el suelo de la casa hasta que relucía. «Que quede como los chorros del oro», gritaba tu bisabuela. En esa época, recuerdo enfadarme mucho con mis hermanos. Éramos cinco y yo era la única chica.

Ahora, después de tantos años, me gustaría poder saber de ellos; el mayor se fue a vivir a otra provincia cuando yo apenas tenía cinco años, el segundo se casó pronto y no volvió a vernos, el tercero era mi favorito, Fernandito, que jugaba a la comba conmigo cuando nadie más quería, y el cuarto, ay, el pequeño Juan Carlos no dejó de molestarnos hasta que se alistó al ejército.

Con quince años, escuché la última historia de mi padre. Le encantaba imaginarse historias y crear relatos de fantasías y sueños, igual que tu Dieguito. Estoy segura de que cuando termine de escribirte esto, me abrazará.

Mi padre fue la tercera persona más cariñosa y buena que he conocido en mi vida, pero la enfermedad se lo llevó siendo muy joven. Y ese mismo año, mi madre concertó un matrimonio de conveniencia para mí, porque de lo contrario nos habríamos podrido en la pobreza.

El hombre con el que me casaron se llamaba Juan Manuel. Tenía diez años más que yo, pero mi madre me explicó que eso no importaba. Como mujer, debía procrear con él, darle hijos y asegurarnos la supervivencia. Intenté negarme, hice lo posible por huir. Oh, por el Señor, afortunada fui el día que decidí escapar.

Me encontré con un muchacho que me debía sacar dos años. Iba todo desharrapado y sucio. Vio cómo lloraba y vino a consolarme. Su nombre era Antonio, el que días después descubrí que era mi cuñado.

Decir que me enamoré sería escueto en comparación a lo que sentí.

Cada vez que el hombre que todos consideraban tu abuelo volvía borracho para desfogarse conmigo, yo lo mareaba con palabrería hasta que se quedaba dormido y me iba al cuarto de su hermano.

Cariño, si yo te contara las anécdotas que viví a su lado tantos años, no te lo creerías. Nadie más lo sabía. Mi madre pensaba que vivía feliz en mi matrimonio y mi señor esposo estaba demasiado ocupado con su ego como para darse cuenta de que era Antonio quien me arrancaba las sonrisas y me acompañaba a los bosquecillos en las noches de pasión.

Me entregó su corazón y yo le entregué el mío.

«¡A ver dónde os esconderéis ahora, que yo lo sé!», oí decir a mi madre durante una cena, pensando que los amantes bandidos éramos yo y Juan Manuel. Desde entonces, Antonio y yo usamos la frase como forma de expresar nuestro amor y nuestra libertad. En la clandestinidad, engendramos a tu madre.

Cuando ella nació, mi visión de la vida cambió por completo. Fue un instante único que nunca olvidaré. Pesó dos kilos y medio, ¿sabes? Qué bonitos recuerdos me trae. Aunque no lo creas, puedo ver esa imagen ante mí cada día. Fue una de las últimas que conservé antes de que hubiese un apagón y el mundo se convirtiera en oscuridad.

Juan Manuel falleció de manera repentina por un ataque al corazón. Bebía, fumaba y no cuidaba su obesidad.

No sabría decirte si me arrepiento o no de lo que sucedió a continuación, pero de no ser por aquello, nunca habría podido protegerte del mismo modo del dolor.

Le conté a mi madre que estaba enamorada de Antonio y quería casarme con él. Aún percibo el olor de las albóndigas que cocinaba. La forma en la que me miró me hizo ver que por fin entendió los secretos que les ocultamos durante tanto tiempo.

Antonio se encargaba de dar de comer a tu madre cuando la mía estalló en un arrebato de ira. Me llamó furcia, puta, infiel y pecadora. Agarró un mechón de mi pelo y estiró de él.

Eran otros tiempos, cielo. Sé lo que estarás pensando. Tampoco puedo perdonarla por lo que hizo, pero en su lecho de muerte, pidió perdón de corazón. Se arrepintió y el Señor se la llevó.

Sostuvo la sartén con aceite hirviendo y desparramó su contenido sobre mis ojos. Nunca había gritado tanto en mi vida hasta ese instante. Acabé en el suelo, sollozando no por el ataque como tal, sino porque no veía nada. No veía a mi hija.

¿Sabes de qué manera aprendí a vivir con el sufrimiento de que jamás volvería a ver a mis seres queridos crecer? La velita que Antonio me trajo a la cama durante la temporada en la que estuve recuperándome.

—Pero si no la veo, Antonio... —fue lo que le dije.

Y su respuesta me conmovió.

—Ya lo sé, Rosita, pero si acercas tu mano —me aproximó los dedos a la fuente de energía y la percibí—, tal vez no veas la luz, pero sentirás su calor. Y eso significará que yo estoy aquí contigo.

ACTO 3 "BONDAD"

Noelia dejó la carta sobre la cama. No se veía capaz de seguir. Decidí dejar a un lado la tristeza que me invadía para ir a socorrer sus lágrimas. Hinqué la rodilla y la abracé. Lloraba tanto como ella, pero la yaya seguía impasible, atenta a nosotros.

—Dieguito —me llamó.

Giré la cabeza. En un par de pasos, me quedé a su lado.

—Dígame.

—No hace falta que me trates de usted, querido. —Me acarició la mejilla. Se la veía pálida, demolida por la edad y los años cargando con aquella historia—. Tú eres de la familia.

Agaché la cabeza para derramar unas lágrimas sobre las sábanas. Ella me alzó el mentón, sonriente.

—Desde el día en el que te inventaste aquella historia tan bonita sobre el final de mi telenovela, supe que eras el adecuado para mi Noelia. —Tragó saliva, respirando hondo—. Me recuerdas a mi padre en muchas cosas, y a mi Antonio en muchas otras. Eres el chico más bueno que he conocido en mi vida y por eso sé que podré irme en paz dejándote con ella. Menudo bombón que estás hecho, que yo lo sé.

Me agitó los mofletes al verme emocional.

—Gracias, Rosita —reí entre lágrimas.

—Nena, continúa leyendo. Más adelante apareces tú...

Noelia recuperó fuerzas. Se sacudió la cabeza y reanudó la lectura. Mientras, la abuela gesticuló para que le acercara el oído.

—Cuando yo no esté, llévala al cementerio para que hable conmigo y de paso me traiga flores. Así vendrán mariposas —susurró en un tono tan animado que se me rompió el corazón.

—No te preocupes, yaya. Te traeremos una rosa al corazón para que nunca nos olvides.

—Ay, bonico, qué poeta estás hecho. —Me dio una palmadita en la mejilla—. ¿Cómo voy a olvidar yo a los mejores acompañantes de bingo que he tenido? Bailarines profesionales, guionistas de series, salvadores de gatitos.

El nudo en la garganta prohibió cualquier comentario al respecto.

—Me reuniré con la Nina y la acariciaré por vosotros. Descuida. —Sus ánimos se contagiaban hasta en los momentos más trágicos—. Cuando queráis hablar conmigo, arrimaos al calor de la velita y yo os escucharé.

ACTO 4 "HIJA"

Cuidar de tu madre sin ojos con los que verla crecer fue uno de los desafíos más duros que me dio el Señor. En primer lugar, porque no podía atenderla como necesitaba y en segundo lugar porque mi Antonio murió en un accidente mientras trabajaba y me quedé sola. Destrozada. Me hundió tanto que mi alma nunca llegó a reconstruirse desde su marcha.

Lo amaba y el Señor decidió que tenía que reunirse con los ángeles sin haber llegado su hora. ¿Quién soy yo para juzgar las acciones del Todopoderoso? Me puso una prueba, una en la que nunca dejé de encender la velita en su honor.

Es posible que no te acuerdes de él, pero el tío abuelo Fernandito fue quien nos ayudó con su crianza.

No venía siempre, pero lo hacía las suficientes veces para que a la Fani no le faltara de nada. En aquella época, el amor se percibía diferente. No era como ahora, pero tampoco como antes.

Tu madre creció sin un padre al que admirar. Anhelaba lo mismo que el resto de niños como ella que sí lo tenían. Sufrió y se peleó conmigo por las ausencias. En nuestra familia, el silencio era más importante que sus propios miembros.

No llegó a madurar como las otras muchachas. Era más madura, más capaz y más inteligente, pero la pérdida de su padre la acompañaba en sus decisiones.

Conoció a varios chicos siendo una adolescente. Hubo quienes duraron unos días, otros meses, pero ninguno llegaba a gustarle de verdad. Ahí fue cuando apareció tu padre y ella se enamoró. La engatusó con sus encantos de hombre amueblado, digno y con carisma. Con los años, se casaron.

Intentaron tener descendencia en muchos intentos, pero ninguno daba sus frutos. Con el primer aborto, tu padre ya no era el mismo hombre joven y enérgico del pasado. Era más mayor, se había quedado calvo y perdía fuerza. Estuvieron a punto de divorciarse hasta que te tuvieron a ti, por azares del destino y la mala fortuna para mi Fani.

Sé que el resto de la historia ya la conoces. La pequeña Noelia vivió tormentos que ninguna cría debería presenciar. Cuidé de mi padre por obligación cuando él estaba débil, pero con vosotras lo hice por voluntad. La edad, la fuerza física, la energía, nada de aquello era más valioso que la risa genuina de una nieta en el día de su boda.

Ahí fue cuando descubrí que una parte de ti había dejado atrás el pasado. Pequeña niña mía, ni siquiera en la época de la enfermedad de tu bisabuelo pude yo ofrecerle tanto cariño y amor a una persona como tú me lo has ofrecido a mí estos treinta años.

Si al subir al cielo, San Pedro me pregunta, le diré que mi nieta y su marido son mis personas favoritas en el mundo, los seres queridos que más me han cuidado.

Gracias por todo, bonica.

ACTO FINAL "LA LLAMA"

Al terminar de leer, volví a guardar los papeles en la carta. Lo conservaría como recuerdo para el resto de mi vida.

Los ríos de lágrimas no cesaron. Apenas nos dejaban comunicarnos.

Alcé los brazos y Diego me comprendió. Me sacó de la silla de ruedas para tumbarme al lado de la abuela. La abracé con pasión y ella me recibió con el mismo afecto.

Nos quedamos así durante horas. A partir de ese punto, empezamos a contar chistes y a recordar viejos momentos. La yaya estaba de un humor tan bueno que hasta se permitió hacer sus comentarios lascivos acerca de Olaf.

Sin embargo, con el paso del tiempo, también vimos el deterioro final de la anciana. En cuanto agotamos la energía que nos quedaba, su cuerpo sucumbió al terrible golpe de la fatiga. Respiraba con más lentitud y exhalaba su aliento con dificultad.

—Diego... —susurró con alegría justo cuando una lágrima sutil recorrió su mejilla. El chico se aproximó a la cama, atento—. Puedo verte, querido. —La expresión en su rostro indicaba que era honesto, que no se lo estaba inventando—. Qué ojos miel tan bonitos tienes.

Una ráfaga de memorias inundó mis pensamientos al decirlo. El día del parque y los churros, fue lo que más me llamó la atención de él.

Se me pasaron imágenes fugaces. El picnic, la bañera, las partidas de cartas, el accidente de coche, la primera vez que bailé con Diego, el día del Bingo... De pronto, lo malo se convirtió en una anécdota más. Y empecé a reír entre lágrimas, abrazada a mi abuela mientras el amor de mi vida la miraba con ilusión.

El pasado ya no parecía tan horrible.

—Sí, abueli. Lo son —añadí sintiendo cómo un peso caía a mi lado.

La mujer acababa de depositar su cabeza sobre la mía, con una estática sonrisa firme e imborrable.

Diego y yo deslizamos la mirada hacia la velita. Durante unos escasos segundos, la llama se intensificó. Cobró vida a través del aire y respiró.

La sutileza del entorno no permitía aquellos cambios bruscos en el fuego, pero la lógica coherente de la mente humana se perdió en cuanto una brisa fantasma la apagó.

Y con ella, una Rosa más embelleció el jardín de los cielos.

Conteo de palabras: 2902

Total: 29053


Nota del autor:

Quería hacer un inciso para dedicarle este capítulo no solo a mi madre, por haberme leído siempre al día todas las novelas que he escrito en mi vida y por haberme apoyado en lo que hago con tantísima ilusión, sino también a mi abuela, de quien saqué el nombre para el personaje de Rosa Yesares. En mi familia, por suerte, no se ha dado ningún caso de lo que presento en esta obra, pero lo cierto es que el amor de abuela lo recibí de un modo similar al que se muestra en su personaje, igual que el amor de mi madre que sigue estando siempre, constante. Muchas gracias por haberme ayudado a ver la vida como la veo ahora.

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