🖤🩵14. EL SUEÑO DE UNA BAILARINA QUE APRENDIÓ A VOLAR🖤🩵
Después de la comida, los invitados se colocaron en el centro de la sala para bailar. En principio, la idea era que los novios fueran los primeros en aparecer, pero mi inseguridad me impedía mostrarme ante el resto de aquella manera. La vulnerabilidad que ya mostraba me escocía, así que mucho menos pasaría aquella vergüenza innecesaria.
Me negaba a practicar la danza en silla de ruedas. Por ello, decidimos inventar nuestro propio estilo.
Lo intentamos en cientos de ocasiones: Diego y yo nos poníamos cara a cara en la alfombra del salón de casa de la abuela. Él me agarraba entre sus brazos y yo me sostenía de su cuello. Nos movíamos al son de la música, un paso, dos, tres, hasta que veía su expresión de cansancio y esfuerzo y entonces parábamos.
Me ponía a llorar porque la mayor parte del trabajo lo tenía que realizar él cargando con mi peso. Todo por mi negativa a aceptar la silla. Poco a poco, entre los ánimos de la yaya, de mis amigos y el cambio físico que dio Diego para sentirse mejor consigo mismo, conseguimos que me apeteciera probar con nuevos estilos de baile más relajados en los que no pareciera una muñeca de trapo movida por el viento.
Daba igual qué canción sonara, poder ver el mundo desde las alturas me daba vértigo y emoción. Temblaba cuando sentía la inestabilidad. Acostumbrada a ser una mujer independiente y capaz, retroceder a aquello por cumplir un sueño de niña ingenua se me hacía cuesta arriba. Habría adorado tener la confianza que depositaba mi marido en mí, pero no la tenía.
Solo me faltaba un empujón. Ya teníamos coreografía practicada. Él era mis piernas, yo los brazos.
Sentí una mano que se aferraba a mí. Con la falda del vestido, nadie me vería las piernas. Diego me sonrió. Me sostuvo entre sus brazos con sencillez y me alzó.
Los aplausos sonaron de fondo. La alegría cubría mi rostro en señal de aprecio, pero por dentro me apuñalaban las espinas de los nervios.
Aguantaba la respiración, anticipando nuestros pasos hasta un lateral de la pista de baile improvisada. El resto, que ya sabían cómo me hacía sentir aquello, siguió a lo suyo sin prestar atención. Era lo que necesitaba, no ser el foco. Ser una más, otra persona con preocupaciones, molestias e inseguridades, pero parte de una comunidad.
—No sé si voy a poder, Diego —le susurré cuando me sentó en la mesa, antes de meternos de lleno en el jolgorio.
—Cariño, llevamos practicando meses para esto. Lo vas a hacer genial, ya lo verás. Solo tienes que fluir y confiar en mí —contestó mi esposo dándome un beso en la mano—. Si no quieres, lo único que tienes que decir es no.
Esperó expectante mi reacción. Veía a Fátima y a Olaf divertirse, al señor Martínez entre movimientos prohibidos de brazos y piernas, a las ancianas que hacían lo posible por vivir al máximo la música con lo que la lentitud de sus huesos les permitía. No sé qué cara debí poner, pero Diego me acarició con ternura.
—Pero un poco solo, ¿vale? En cuanto me empiece a agobiar, me sacas —lo advertí con el dedo índice. Él sonrió.
—Hecho. —Me agarró y yo me aferré a su cuello.
Las piernas me flotaban. Era como volver de nuevo a la vida normal. Saludaba con el mentón a los invitados con los que nos cruzábamos dando vueltas. Empecé a reír como una tonta. Me imaginé que los demás no tenían piernas bajo los pantalones y los vestidos, sino que volaban como yo.
—¿De qué te ríes, cariño? —bromeó Diego mientras dábamos giros combinados con la música. Acabó por sacar carcajadas desde lo más profundo de su caja torácica—. Para, que se me va la fuerza.
Lo besé. Deseoso, él unió sus labios con los míos, sonriendo. Me sostuvo con más fuerza.
Fue como un antes y un después. En aquel salón, no había nadie más que él y yo, apretados el uno contra el otro.
Empezó a mover las piernas como habíamos practicado. Me inclinaba y usaba los brazos como si fuese yo quien bailaba.
Me imaginaba de pie sobre un escenario, rodeada de ojos atentos a la belleza del arte que trataba de reflejar. Era el último paso para renacer, la metamorfosis que necesitaba.
Podía volar. Y llorar sin miedo a las consecuencias. Podía sentir que mis pies rozaban el suelo, aunque no fuesen los míos los que hiciesen presión para sostenerse. Me impulsé hacia delante para empezar a reír.
Sujeta sobre Diego, dimos giros en los que una explosión de emociones me invadió. No me hacía falta correr, no pasaba nada por ir en silla de ruedas, por ser una chica con traumas por los que estaba rota. Era una mujer que había vuelto a la vida de entre los muertos. Ya no pensaba en mi pasado, ni en mi futuro. El presente era mi vida y así quería estar conmigo misma.
Quería ser real, honesta con mi propio cuerpo y mi humildad. Quería enseñarle al mundo y a mi abuela que ya no me aterraba dormir sin una velita en la mesa.
El tiempo pasó efímero en volandas. Cerré los ojos y fingí que presentaba una nueva danza frente a un equipo de jueces en una tribuna. Los focos me iluminaban. Éramos yo y un sueño que fluía como arena entre mis dedos. Dibujábamos círculos sobre la madera y dejábamos que las extremidades fluyesen como el agua de un río por un bosque de árboles que nos sonreían.
Al volver a abrir los ojos, ya casi ni recordaba dónde estaba. Diego jadeaba y yo escuchaba la euforia del público desde las alturas.
Eran mis amigos, la gente que me rodeaba y mis seres queridos entre sonrisas y lágrimas. Les di las gracias y mi abuela lo escuchó. Desde su asiento en la silla, la escuché aplaudirme por entre todos los ruidos. Ella, más que ninguna, se enorgullecía de la melodía de mi voz.
Al asegurarnos de que la abuela descansaba en su cuarto, Diego y yo nos desplazamos al nuestro. Una vez allí, no paré de pensar en la proposición que quería hacerle desde que comenzamos a salir. Nunca, en los últimos ocho años, me había atrevido a mostrarle mi cuerpo desnudo, temerosa de lo que pudiese ver a través de sus ojos.
Aquella noche era distinta.
—Cielo, ¿me ayudarías a bañarme? —pregunté con el pecho golpeándome como un tambor.
El rubor caldeó mis mejillas. Lo vi sonreír, en parte pícaro y en parte curioso.
—Pues claro. Me encantaría. —Se quitó la camiseta y vi sus músculos curtidos tras años de ejercicio constante—. ¿Te echo un cable con la ropa o...?
—Sí, por favor. —Desvié la mirada, alzando los brazos para auparme a él.
Su tacto suave me estremeció. Volé hasta la cama, desde donde pude verlo contemplando mi piel con deseo.
—¿Prefieres que vaya poco a poco o...?
—Déjate de cuidados y hazlo, idiota.
Me incorporé y le di un manotazo en el antebrazo. Él rio. Deshizo los nudos del vestido para quitármelo. Debajo llevaba la ropa interior, pero no fue difícil para él ver lo que había más allá. Me angustiaba que le repugnara, que le causara náuseas, pero en su lugar solo percibí fascinación y una pena que le costó ocultar.
—Perdón. —Sonrió, borrando de su rostro toda clase de compasión. Sabía que lo hacía para que no me sintiese culpable. Lo entendía—. Vamos con las medias.
Poco a poco fue desnudando mi cuerpo, viendo las cicatrices de los puñetazos en los costados, las marcas de quemaduras antiguas que formaban pequeños círculos rosáceos en la piel, las estrías en la cintura y bajo los senos. Al ayudarme con el sujetador, acarició un lunar que nunca había dejado ver a nadie desde que uno de mis exes me dijo que quedaba horrible.
—Así soy yo. —Sentía temblor en mi propia voz. No sabía si era porque tiritaba o porque tenía miedo—. ¿Te gusta?
Una brisa fría me recorrió el cuerpo en cuanto quedé tumbada sobre las sábanas, acogida por la libertad. Era consciente de mi propia delgadez, de mis carencias y defectos, pero empezaba a reconciliarme con ellos.
—Eres hermosa. Y no porque seas mi mujer, sino porque nunca había visto un cuerpo humano contar tanto de la vida de una persona. —Al oírlo, me aproximé a él para escucharlo mejor.
—¿Qué quieres decir?
Me cogió en brazos y solté un gritito del susto. Odiaba cuando la impulsividad lo hacía acunarme con tanta soltura.
—¿Quieres que adivine de dónde viene cada cicatriz? Hace tiempo que no imagino nada para ti.
—Ay, por favor, sí. —Hice aspavientos como una niña pequeña.
Mientras narraba su propia interpretación de las marcas, me masajeaba el cuerpo al bañarme. Lo hacía con una sutileza y un cuidado tal que no podía pedir más para culminar aquel día lleno de emociones intensas.
—Esta viene de una vez que ibas montada en bicicleta y tu abuela fingía estar viéndote —reía y yo lo acompañaba. Recorría un dedo por mi costado—. Te dijo algo así como "te vas a caer, que yo lo sé" y te señalaba con el dedo en plan inquisidora. Y acertó, una mujer sabia de las de verdad.
—Qué tonto eres. —Rodé los ojos.
—Oh, esta de aquí. —Me acarició el hombro, ignorando lo huesudas que se me veían las piernas desde su posición—. Este puntito te lo hicieron en una de las abducciones alienígenas. Usaron un láser de magma concentrado porque querían extraerte parte de la médula.
Abrí los ojos, impactada. Las ocurrencias de aquel chico me seguían sorprendiendo aún después de años de miles de anécdotas variadas. No se le acababan las ideas. Improvisaba y creaba hasta para las historias de la abuela en sus momentos de memoria olvidadiza.
—¿Y cómo se llama el alienígena? —Me relamí los labios, tratando de pillarlo desprevenido.
—Jose —asintió, serio—. Su madre era gallega.
Aguantamos unos segundos en un proceso constante de resistencia cómica. Al final, explotamos entre escopetas de saliva.
Después de secarme y de que Diego se aseara, lo esperé en la cama sin vestir. Prefería esperarlo de ese modo, sentirme tan deseada como él me hacía verme.
Al aparecer por la puerta, se sonrojó. Me mordía las uñas, nada acostumbrada al erotismo. ¿Lo estaría haciendo bien? Tal vez parecía una lagartija romántica llamando su atención.
Se subió a la cama y me besó. En un simple gesto, cada inseguridad que tuve desapareció.
No podría decir que no lo intenté. Añoraba la idea de poder satisfacerlo tanto como él a mí. Cada vez que lo veía encima, me daba pánico y sudaba. El cuerpo me obligaba a apartarlo de mí. En ninguna posición me generaba seguridad. Lo entendió sin planteárselo. Habíamos vivido ocho años sin relaciones y podríamos vivir otros ocho del mismo modo.
Tenía suerte de que Diego no mostrara interés en lo sexual. En cierto modo, tenerlo dormido a mi lado abrazado en postura de cucharita era más íntimo que ninguna sesión de lujuria ocasional. A su lado, estaba segura.
Lo que no esperábamos, sin embargo, fue la tragedia que llegaría un año después. El día más importante de mi vida, en el hospital con la abuela.
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