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🖤​🩵13. UNA BODA NO ES LO MISMO SIN EL DISCURSITO CURSI DE LA YAYA🖤​🩵

Habían pasado ocho años desde que conocí a Diego. Después de que se viniera a vivir con nosotras, la vida en casa se hizo más sencilla. Nos ayudaba con la medicación de la yaya, la llevaba a sus revisiones y nos traía churros para desayunar.

La práctica con la silla de ruedas me permitió ganar cierta autonomía en el movimiento, así que podía hasta ir al trabajo sin que nadie me acompañara.

El logro del que más orgullosa me sentía, sin embargo, era de tener mis propias metas y personas cercanas a las que llamar amistades. Dejé fluir mis aficiones y conseguí coleccionar libros de mariposas de distintas zonas del mundo. Llené el dormitorio que amueblamos y reacondicionamos para que Diego cupiera de fotografías que hice en parques naturales y los viajes que hicimos.

Me reía sin parar cada vez que veía la imagen que retrataba el crucero con la abuela por las islas griegas; la matriarca de la familia agarraba del pescuezo al guía turístico tras decirle que "todo aquí está roto", y Diego y yo tomándonos unos yogurts en un lateral, cotilleando la situación desde las distancias.

Aquella era una anécdota que valdría la pena contar. Quizás más adelante la anotaría en un diario.

Desde que Olaf y Fátima decidieron casarse el año anterior, mi chico y yo nos planteamos hacerlo también. Ya éramos como marido y mujer, pero nos faltaba el reconocimiento público oficial. Era una de las mayores ilusiones de mi vida: que mi abuela de noventa años recién cumplidos pudiera presenciar mi boda antes de que las flores se la llevaran al cielo.

La otra ilusión había sido y siempre sería convertirme en bailarina profesional. Aquella, por desgracia, esa nunca la cumpliría.

El día de la ceremonia, las manos me sudaban. La abuela vino a verme poco antes de reunirme con Diego en el altar y me colocó una diadema sobre la cabeza hecha de flores y pétalos. Me dijo que las personas hermosas eran aquellas que aprendían a ver lo bueno en las tragedias y me dio un beso sonoro de los suyos en la frente.

No podía estar más agradecida de tenerla a mi lado desde que era una cría.

El paseo hasta el altar fue lo que más inseguridad me había causado desde que lo presencié en la boda de mi amiga. ¿Cómo iba yo siquiera a igualarme a su belleza y su elegancia?

En cambio, para mi sorpresa, no sentí esa sensación. El trayecto por la alfombra con una lluvia de miradas sonrientes fue tan agradable como habría deseado. Mi silla de ruedas no impidió que el resto disfrutara compartiendo mi felicidad. El chico del parque, el mismo que salvó los churros de la abuela ocho años atrás, vestía con un atractivo que me volvía a enamorar, una y otra vez.

Lo amaba. Era el amor de mi vida, y esta vez no había tragedia por delante. Y no fue porque me confiara de más, sino porque decidí conocerlo y asegurarme de quién era antes de tomar cualquier decisión.

Colocada frente a él, al lado del sacerdote que nos uniría en matrimonio, sonreía al pensar en lo mucho que se esforzó por cuidar de mí. Incluso cuando no estar juntos se consideraba una opción viable para proteger nuestra propia salud mental, él no se enfadó como esperaba. De hecho, lo apoyó por encima de los sentimientos. Veía lo obvio donde yo solo tenía la visión borrosa.

Y por esa razón, supe que no podía dejarlo ir.

Hablar con él no suponía un problema. No costaba. No tenía consecuencias negativas. Nada de bañeras. Nada de básculas. Nada de alcohol y de vueltas con el coche sin rumbo ni destino.

Tras pronunciar el "sí, quiero", nos besamos y los aplausos brotaron del gentío.

Allí estaban todos; la abuela en su propia silla de ruedas y su frase de "a la próxima hacemos carrera a ver quién gana", Olaf y Fátima, Ana y su chica, el señor Martínez con su gato, mis compañeros del trabajo, los amigos del "club orégano" de Diego... Tuvimos presente hasta al equipo de muchachas fans del Bingo que nos habían acompañado a mí y a mi abuela durante años. La mayoría seguían vivas, y aquello era un hito histórico.

Diría que eché de menos a mi madre, pero ese día era para disfrutarlo y no dejaría que los malos recuerdos lo nublaran. Por primera vez en mi vida, quería ser feliz sin los tormentos del pasado.

A la salida, el arroz nos arropó con su presencia. Nos divertíamos mucho, pero más todavía cuando Diego me acogió entre sus brazos y, por un momento, volvía a ser una chica normal.

En el aire, no me diferenciaba de Fátima, o del resto de amigas que me felicitaban. Se me contagió su alegría y hasta me dolía la sonrisa de tanto emplearla.

Aunque, sin duda, el momento en el que más destacó el humor fue la comida. Como era esperable, no podía faltar el discursito cursi de la yaya.

Nos habíamos sentado en una mesa tan larga que tuvieron que girar las mesas para formar una U. Tenía a la abuela a mi lado, con su primera servilleta en el regazo, su segunda servilleta al cuello y la tercera, por si acaso, sobre la mesa. De vez en cuando, en su lucidez aleatoria, me preguntaba si se había manchado. Lo cierto es que nunca le salpicaba nada.

Seguía manteniendo buena autonomía mental, pero ya no podía andar sin ayuda y era Olaf quien, como enfermero, venía a casa y la ayudaba a bañarse. De vez en cuando soltaba comentarios improcedentes, pero la queríamos igual. Durante la boda, sin embargo, nos otorgó una majestuosa composición artística al contar la misma anécdota del perro de su cuñado en tres ocasiones distintas durante un intervalo de entre media hora y una hora.

La seguíamos oyendo igual, con la misma ilusión que al principio, solo que cada vez nos aprendíamos mejor los detalles. Hubo una vez en la que Diego murmuraba cada palabra de la historia según la yaya la iba narrando. Tuve que darle un codazo entre risas para que la abuela no lo escuchara.

La comida del restaurante fue exquisita. Al terminar, durante el postre, decidí llamar la atención de los invitados con la copa de vino. El silencio me permitió alzar la voz. Uno de los camareros me tendió un micrófono —aun así, la yaya me pediría que le hablara más alto—.

—Uf, no sé por dónde empezar —dije al borde de las lágrimas—. Me ha hecho muchísima ilusión que hayáis venido todos mis seres queridos en el día más importante de mi vida. —Diego me dio la mano y sentí más seguridad—. Os tengo que dar las gracias por el apoyo que me habéis brindado después de tantos años de lucha y esfuerzo. Iría uno a uno nombrándoos, pero cada uno sabéis lo mucho que nos habéis aportado a esta familia. Sois muy especiales para mí.

Escuché aplausos y vítores y una lágrima se me escapó por el rabillo del ojo.

—¡No me hagáis llorar, cabrones! —reí mientras tragaba saliva para continuar pese al nudo en la garganta—. Si me hubieseis visto cuando conocí a este chico, no os habríais creído cómo estaba. Me sentía sola, perdida, sin futuro y fue llegar él y de pronto, todo empezó a cambiar. El día del aniversario del accidente, cuando recaí, Diego perdió la cartera, las botas y la chaqueta solo para traerme unas velitas. Porque sabía que eso me ayudaba. Apenas me conocía y aun así lo hizo. Y me contó una historia... —Me llevé una mano a la boca.

No podía parar de llorar, pero no era tristeza lo que sentía. Era esperanza.

Veía la evolución con los años, el proceso por el cual pasé de ser un complemento de alguien a convertirme en una persona independiente, capaz y empoderada. Veía que era igual a los demás, una mujer más que había renacido como una larva al transformarse en mariposa.

Las palabras no me salían. Diego me agarró el micrófono, poniéndose en pie. No soltó mi mano ni cuando tanteó el terreno con la mirada.

—Dejad que siga yo, que a ella parece que le ha entrado algo en el ojo y no va a poder seguir —bromeó. Sentía hormigueo en el vientre—. Le conté la historia de cómo una chica sin piernas aprendería a volar. Y aquí la tenéis, vestida de blanco en el día de su boda. —Cogió aire, también emocionado—. Ojalá su madre y nuestros padres hubiesen podido estar aquí para ver las personas en las que nos hemos convertido. Estoy seguro de que se sentirían orgullosos.

Hizo una breve pausa, mirándome a la espera de una señal. La noticia que íbamos a dar desataría una oleada de alegría que rompería los esquemas hasta para la abuela. Asentí, dándole un beso en la mano.

—Queríamos hacer un anuncio ahora que estáis todos aquí y no hace falta mandaros un WhatsApp, que algunos de aquí tardáis tres semanas en responder, eh. —Le guiñó el ojo a Olaf, que no paraba de reír—. En fin. —Carraspeó con los ojos vidriosos—. Noe y yo hemos decidido adoptar a una niña.

El silencio se convirtió en aplausos y un circo de felicitaciones. No me dejaban seguir hablando. Empezamos a reír de lo absurdo. Se daban abrazos, el champán sobrevolaba la zona y la abuela daba aplausos sin entender muy bien qué pasaba.

—Sabemos que el proceso será lento, es posible que tardemos años, pero ya ha empezado y no podríamos estar más contentos por ello.

Una inesperada sorpresa llegó cuando fue la abuela quien pidió que le diéramos el micrófono. El respeto que le tenían los invitados eclipsó la euforia del anuncio.

—Perdonad que no me levante —empezó su discurso provocando un par de carcajadas—. Qué alegría me da ver a mi nieta tan feliz con su esposo. Son muy bonicos ellos dos.

—Gracias, yaya. —De nuevo, volví a convertirme en un lago de lágrimas.

—Bueno, pues ya hemos comido. ¿Pa' qué hemos venido entonces? —bromeó, riendo orgullosa de sus propios comentarios—. Ay, mi niña. Qué grande debe estar y qué joven es. Para mí sigue siendo como cuando se puso a bailar como Dios la trajo al mundo con una cazuela en la cabeza. Cinco años tenía. —En cuanto pronunció las palabras, las mejillas se me enrojecieron—. ¡Hasta fotos tengo!

—No, yaya, no —le supliqué, tan colorada como si me hubiese quemado al sol—. Esa anécdota no.

La anciana soltó unas risitas antes de llevarse un pañuelo a los ojos llorosos.

—Qué feliz estoy de poder estar aquí con vosotros, nena. —Su voz pastosa era más rasgada por la edad. Tenía manchas en la piel y arrugas por todas partes—. Vas a ser una madre perfecta, que yo lo sé. Aunque yo ya no esté...

De pronto, la mayoría de los invitados saltó para llevarle la contraria. Plantear siquiera la ausencia de la yaya Rosa generó una tristeza general que no queríamos mantener. Nos empezamos a reír de lo ecuánime que fue la decisión de sabotear la continuación de aquella frase.

—Bueno, bueno, lo que quería decir, querida, es que yo estoy muy orgullosa de la persona en la que te has convertido. —Se giró en la silla para mirarme. Sus ojos lechosos se cruzaron con los míos de manera correcta por primera vez en mi vida. Fue como si, a través de su ceguera, pudiera verme tal y como iba vestida—. Y sé que tu madre lo está también, allá donde esté en el cielo.

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