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🖤​🩵​11. LA EDUCACIÓN DE UN NIÑO QUE SE CRIO ENTRE IDEAS DE ANIMALES🖤​🩵​

Tenía dos años cuando el vuelo de mis padres se hundió en el océano para nunca jamás volverlos a ver. Mi hermano y yo estábamos en casa de mis tíos, viendo Toy Story en la televisión. No entendía nada.

Al cumplir los quince, descubrí lo que significaba criarse sin padres. La falta de un modelo a seguir nos desconcertaba. Kevin era un año más mayor que yo, pero su forma de ver el mundo se alejaba mucho más de la mía de lo que esperaba.

Durante mi infancia, sentí el regocijo de la inocencia bañarme en su escudo protector contra ideologías y prejuicios. Al entrar en el instituto, aquello cambió. El mundo se abrió y empezamos a conocer perspectivas nuevas. Pensar era gratis y nos ofrecía libertad. Y es cierto; somos libres en ideas.

La pregunta que se me planteaba, diez años más tarde, era: ¿Cómo hemos acabado siendo tan distintos si compartimos la misma tragedia de pequeños?

Entonces empecé a recordar.

Mirando la hora en la pantalla del móvil, volvía a frustrarme que Kevin llegara tarde a nuestra quedada.

Desde que empezó a distanciarse, dejó de comportarse con puntualidad. Se le olvidaban los compromisos, evadía responsabilidades y era un desastre en la organización de su propia vida.

No lo juzgaba. A mí me costó años levantarme de la cama sintiendo ganas de vivir. Fue una época oscura para ambos, de socializar en entornos distintos que a la vez eran tan similares.

Me preguntaba cómo era posible que, si a ambos nos pegaba palizas nuestro tío, uno de los dos creciera negándose a imitarlo y otro hubiese acabado repitiendo sus acciones al dedillo. La explicación llegaba tarde y mal. Siempre lo hacía.

Kevin apareció por las escaleras de la estación, encapuchado y con ojeras. Se le veía pálido, tiritando. Yo lo esperaba sentado a la sombra de un árbol en el descampado que tanto frecuentaba en sus años de adolescente. Era el único lugar por el que todavía se ubicaba después de tanto tiempo fuera de la ciudad.

Con cada paso que daba en mi dirección, más me arrepentía de haber aceptado su propuesta. Debí imaginar para qué venía, pero no sabía cómo negarme. No era la mejor decisión a tomar con él.

—Hermanito. —Sonrió, abriendo los brazos. Lo miraba con seriedad—. ¿Ni un abrazo? Qué amargado estás.

—¿Para qué has venido? —bufé.

—Pero no te pongas así, hombre. No pasa nada. —Suspiró—. Madre mía. Así no hay quien hable contigo, eh.

Cuando lo miraba a los ojos, no veía a mi hermano, veía al chico de la noticia que lo obligó a marcharse: violación grupal a una adolescente tras drogarla.

Era su novia.

Me puse en pie, agarrándome al tronco para no caer. Después, lo encaré.

—Me apuesto lo que quieras a que vienes hasta las cejas de coca.

—No me vengas de santurrón, que tú también le has dado alguna vez. —Hizo un gesto con el dedo sobre su nariz. Estaba hecho un escombro—. Venía porque, tío, he cambiado. He decidido esforzarme para recuperar nuestra relación.

Lo negué con la cabeza. Por su aspecto y su olor, diría que había pasado las últimas tres noches durmiendo en un vertedero con sus tres colegas con jeringuillas en el brazo.

—Ya. —Asentí, incrédulo. Diría que estaba decepcionado, pero ni aquello era capaz de sentirlo—. Pues buena suerte.

—No te pongas en plan juez. —Me colocó el índice en el pecho—. No tienes ningún derecho a castigarme así. Sabes lo jodidos que hemos estado, la vida de mierda que hemos tenido.

—Eso no justifica lo que hiciste. No es razón para portarte como lo haces tú. —Le aparté la mano de un tirón.

Él me agarró del cuello y me estampó contra el árbol. Ejercía una violencia sobre mí que apenas me permitió moverme.

—Tanto que te gusta llenarte la boca con la palabra rehabilitación y no eres capaz ni de perdonar a tu pobre hermano. —Me soltó. Cogí aire como pude—. Eres un hipócrita.

Le di un empujón con el que lo aparté de mí. Tenía ganas de llorar. Ya casi no se diferenciaba de nuestro tío. Sus manierismos, su modo de agarrar del cuello y apretar, su forma de manipular.

—Tú antes ayudabas a la gente que lo necesitaba. Antes —apreté el puño con ganas de estamparlo en su rostro—, antes me protegías de la mierda que nos pasaba. Te juntabas con gente de mierda, pero tenías criterio propio.

—Con esos desgraciados ya no tengo ni contacto. Escucha, conozco a gente que puede ayudarnos. De hecho, venía a pedirte que vinieras conmigo, con el poco dinero que tengas te puedo sacar de casa del tío, en serio. —Hizo un amago de sonrisa, esperanzado.

—Así que era por dinero, eh. Que te jodan, tío —escupí, dispuesto a marcharme—. Otra vez te van a timar por imbécil, como siempre han hecho esos cabrones con los que te chutas cosas.

Sentí una presión en la chaqueta. Luego, caí al suelo. Una patada en las costillas me dejó sin aliento.

—Perdóname, pero ya que no vas a colaborar, necesito que me lo prestes. —Me rebuscó los bolsillos hasta que encontró mi cartera.

Lo agarré del brazo, evitando que se la llevara. Me incorporé como pude, arrugando su ropa con los puños.

—Si te vas, ni se te ocurra volver a aparecer en mi vida. —Lo miré a los ojos, entristecido—. ¿Tan poco te interesa volver a ser una persona decente? ¿Con valores?

—Los tengo. Lo mío es mío, y de nadie más. —Me quitó el dinero y me volvió a meter la cartera en el bolsillo—. Siento tener que ser yo quien te lo diga, pero este mundo es cruel y gana el más fuerte. O eres astuto, o te comen. Ser bueno no sirve de nada. Estamos condenados a vivir juntos y morir solos. Es lo que hay.

—¡No! —grité sosteniéndolo con más fuerza. Rechinaba los dientes de la ira que me causaban sus palabras. Parecía un discurso premeditado, vomitado por los años de exposición—. Ser buenos es lo único que nos queda. ¿Cómo vamos a recibir afecto si nunca lo damos?

—Hablas como un puto maricón. —Me alejó de un empujón. Choqué la espalda contra el árbol. Un latigazo me sacudió la columna vertebral—. ¿Es que no has dejado de ser el mismo payaso que se pasa el día entre consolas y aburrimientos? Tío, espabila de una puta vez. Encuentra un trabajo de verdad y deja de jugar a ser un niño. Haz algo productivo en tu vida. Búscate una novia que te coma la polla sin que se lo pidas porque está deseosa de ti.

—Y lo dice el hermanito mayor que se fue a por tabaco y volvió con una denuncia por abuso sexual. —El golpe me sacó gemidos de dolor. Me paralizó la espalda. Deslizándome, acabé tumbado sobre la arena—. Vete a la mierda.

Se agachó hasta mi posición, guardándose el dinero en el pantalón deshilachado. Me agarró de las mejillas. No tenía fuerza para contraatacarlo.

—O comes o te comen. —Me soltó. Quise enfrentarlo, pero el miedo se apoderó de mis músculos.

—Kevin, por favor. —La vista se me volvió borrosa.

Una patada en la frente me cegó.

Desperté rodeado de civiles. Me ayudaron a levantarme y me preguntaron si necesitaba que llamaran a la ambulancia. Me negué. Hasta cuando dijeron que la policía estaba de camino, rechacé su apoyo. Mi hermano acabaría recibiendo justicia por sus propios actos. No quería involucrarme en nada más con él.

Me marché sintiendo humedad en la mejilla. Notaba sangre en los dedos. La pantalla del móvil mostró la herida que me había hecho en la sien, cerca de la ceja.

Entré en un callejón oscuro alejado del descampado. La espalda me seguía arrojando descargas eléctricas dolorosas, pero la apoyé en la pared. Me deslicé hasta quedarme sentado sobre el asfalto. En mi soledad, lloré.

Cuando íbamos al instituto, Kevin solía acompañarme de vuelta a casa para que los demás chavales no me siguieran para burlarse de mí. Siendo un adolescente prematuro, solía ser la clase de persona que, cuando se le necesitaba, estaba allí. A partir de los quince años, empezó a asumir que su forma de ver la vida estaba basada en ilusiones y no realidades.

Se convirtió en lo que sus círculos propagaban. "Esa tía está buenísima, pero es una zorra. Se tira a todo el mundo y la chupa que da gusto", eran comentarios a los que cada vez se acostumbró más y más.

Sin embargo, cuando era uno de ellos quien se aprovechaba de las chicas y las engañaba para acostarse con ellas y luego romperles el corazón, era un héroe. La doble moral de la muralla masculina que no se permitía sentir. No eran unos valores con los que me sintiera identificado.

En mi grupo, los chicos y las chicas convivían en paz. O no nos importaba ser mixtos, o nos encantaba compartir experiencias de unos y otros. Nos respetábamos, y nos queríamos por ser personas interesadas en las mismas aficiones, o por ser afines. No había división por géneros, porque era inútil crearla. Quien quería se juntaba con las chicas, y quien quería, con los chicos.

Mi hermano se negaba. "Nuestra manada es de lobos", le decían sus colegas. Y mi tío lo animaba a seguir. "Esos sí son hombres de verdad, no esos flojos de ahora que se quejan de ansiedad y tonterías de esas", comentaba en las comidas en las que acababa marchándome, asqueado. Mi tía se quedaba cabizbaja, porque alzar la voz suponía recibir una bronca.

¿Qué clase de sociedad avanzada impedía a un hombre permitirse la vulnerabilidad en público?

Salí del callejón tras secarme las lágrimas. Sabía dónde quería ir.

Por el camino, no paraban de lloverme recuerdos. Mi tío en sus peores días, alcohólico y sobrepasado, rebuznaba comentarios sin parar. "Las mujeres a la cocina", "a veces sobra con darles un buen guantazo y se les pasa la tontería", o incluso los más sutiles, los que se escapaban del radar de la violencia; "cariño, limpia tú el baño, que luego friego yo". Pese a que la primera condición se diera, la segunda nunca llegaba.

La diferencia entre mi hermano y yo se basaba en tres aspectos que meditaba mientras me removía por las calles entre moribundo y desesperado: la voluntad, la personalidad afín o no a las ideas que bramaban sin piedad quienes asumían su posición de poder desde la comodidad de una sociedad que sangraba mentiras, y la educación.

Quienes comprendían el origen de la violencia, aprendían a evitarla. Aunque siempre hubiese quienes cayeran en el ciclo, conocer a una mujer de corazón era suficiente motivo para que un hombre se diese cuenta de que no tenía por qué tratarla de forma desigual.

Tras un largo paseo en el que acabé con las piernas temblorosas por los hormigueos y el dolor, llegué a la casa de mis chicas.

Rosa me recibió con alegría, pero por el tono de mi voz y el olor supo que me pasaba algo. En cuanto Noe apareció con su silla de ruedas y vio el resultado de la pelea, se puso a llorar. Y yo me derrumbé con ella.

Les conté lo que me había ocurrido, detalle a detalle, sin dejarme nada a la interpretación. Les confesé la historia de mi familia, lo que tenía que soportar en el lugar donde me crie y que no era mi hogar.

—Mi pobre niño —susurró Rosa acariciándome la cabeza.

—Lo que hace mi hermano no tiene justificación y jamás lo defendería, pero lo que le pasó pudo haberme pasado a mí de no haber llevado cuidado. —Suspiré, cansado. Veía las lágrimas de Noe—. Espero que con esto entiendas por qué es tan importante para mí demostrarte que hay hombres capaces de razonar.

Noelia asintió, dándome un beso. Se ensució las manos de arena al acariciarme.

—Tú eres único, Diego.

—Todos lo somos. —Sonreí—. Pero hay más que tienen los mismos valores que yo. Y es una pena que no los hayáis conocido aún.

—Gracias.

—No estás sola. —La miraba a los ojos sin ocultar mis lágrimas—. No lo estás.

—Tú tampoco, cariño. —Respiró hondo, casi tan vulnerable como yo—. Tú tampoco.

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