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🖤​❤️10. LA ABUELA VA AL BINGO CON LA ESCOLTA DE LA REINA ISABEL II🖤​❤️

—De oca a oca y tiro porque vaya boca —vociferó Rosa mientras me veía rodeado por un ejército de ancianas a la espera del comienzo del bingo.

Noe reía a mi lado, hablando con la señora Valero y la señora Sánchez, a cada cual más mayor. La muchacha más joven que participaba se acababa de jubilar. Además, yo era el único hombre presente, sin contar al caballero que estaba a punto de hacer rodar la bola de la que dependería nuestro destino como seres humanos.

Rosa se ventilaba con un abanico. Iba vestida con sus mejores galas. Su seriedad y compromiso eran propios de una deportista de élite a la espera del comienzo de la carrera del siglo. Con cierta señora, sería de uno de los varios que habría vivido.

La tensión se palpaba en el ambiente. El equipo de "las viejas golfas esas de ahí", nombradas de tal modo por los roces que Rosa había tenido con ellas en previas experiencias bochornosas, se encontraba una vez más dispuesto a vencer.

Por lo visto, hicieron trampas en el anterior gran Bingo, y es que una de ellas, por lo que entendí, era la Eustaquia, la madre del sobrino del nieto de alguno de los organizadores. Y como ganó fue un tongo, claro.

De lo que no me cabía duda era que todas se conocían en todos los aspectos de sus vidas. Tenían una red de información única e inigualable, mejor incluso que la CIA en sus años de auge.

Si abría la boca, aunque fuese para tomarme el batido de vainilla que descansaba junto a la mesa, el mensaje llegaría al final de la última mesa del local en forma de advertencia: el mozo que se ha traído la Rosita tiene un pedazo de batido entre las piernas que ya quisiera mi Manolito. Y todo porque la mitad eran sordas y se inventaban lo que sí oían cual teléfono escacharrado.

Aquello sería un espectáculo digno de un programa de televisión. Lo deberían llamar "Humor Ancianillo".

—¿Cómo están mis hermosas jovenzuelas? —se escuchó la voz del micrófono que tenía el organizador.

—¿Qué ha dicho? —gritó una señora del fondo. No entendía qué estaba ocurriendo.

—Juana, que cómo estás ha dicho —le replicó una.

—Tú también estás muy guapa —se oyó decir de otro rincón.

—¿Qué hago yo aquí? —se interesó en saber la centenaria heroína sentada en una silla de ruedas similar a la de Noe—. ¿No íbamos a comprar el pan?

Rosa chistó. Me dio un codazo y se me acercó para susurrarme al oído.

—Esta no se entera ni del cagallón —rio—. Que yo lo sé, nene.

Sonreí con incomodidad por el análisis exhaustivo que la mayoría del club de la tercera edad provisional realizaba sobre mí. Por suerte, junto a mí tenía a un equipo de nada más ni nada menos que cuatro amigas del voluntariado y yo para escoltar a la yaya como si se tratase de la reina Isabel II.

Un par de mujeres jóvenes, de unos cincuenta años, fueron pasando las cartillas donde tendríamos nuestros números marcados. En cuanto recibí la de Rosa se la coloqué sobre la mesa frente a ella. La agarró con recelo.

—Uf, esta no la vi venir. —Me dio otro codazo en el costado antes de empezar a reír—. Mira, mira.

Revisé los números para susurrárselos al oído, incapaz de sostener las carcajadas por su buen humor.

—Y el ochenta y ocho es el último de la fila.

—¿Les mamelles? Siempre igual, hijo, parece que me haya mirado un tuerto. —Negó con la cabeza frustrada. Se lo tomaba como un deporte olímpico.

—Cariño, ¿cuáles le han tocado a la yaya? —preguntó Noe inclinándose en mi dirección. Se había puesto perfume—. Oye, tenemos unos muy parecidos.

Me quedé tan embobado al sentir su cercanía que ni me enteré de lo que había dicho. Me limité a asentir y sonreír esperando que no fuera una pregunta.

Ya habían pasado dos meses desde el día del picnic y la veía poco a poco mejor. Tenía mejor color, solía salir de casa a menudo y era ella quien invitaba a sus amigas sin que tuviesen que sacarla de su dormitorio a rastras. Me sentía orgulloso de su forma de ser.

Y en esos últimos días, era yo el que no había parado de estar triste. El motivo de mi ansiedad se reducía a un simple hecho: mi hermano se había vuelto a meter en problemas. No me apetecía darle vueltas en mitad de uno de los eventos históricos del año, así que decidí sacudir la cabeza y centrarme en la voz del organizador.

—Ahora que ya tienen sus cartillas, pasaremos al primer número. Asegúrense de tener sus fichas al alcance y, por favor, cada vez que hagan línea avisen en alto para considerarles el premio. —Aquello último lo dijo con una exclamación para que las señoras del fondo lo escuchasen—. Haremos una pausa por cada número para que puedan organizarse.

—¿Qué premio? —preguntó en voz alta una señora de cabellos cenicientos que hacía bordado en una silla junto al escenario.

—Se los repito de nuevo para quienes no se hayan enterado. —El organizador levantó las manos—. A ver, las del fondo, un poco de atención que luego se confunden. —Dio un par de palmadas—. El premio a la primera línea es una cajita de dulces Nestlé. El premio al bingo es un jamón ibérico pata negra valorado en...

Escuché un respingo procedente de mi izquierda. La abuela me acababa de agarrar el brazo. Se me aproximó a la oreja, determinada.

—Tengo que ganar ese jamón, niño, cueste lo que cueste. —Me apretaba para que no me alejara—. Si mi amiga de aquí tiene mejor cartilla, le hacemos el cambiazo.

La anciana centenaria reía de ver a tantas personas reunidas, pero era más bien ajena al concurso. Tenía la sensación de que Rosa usaba una de sus estrategias ancestrales para aumentar las probabilidades de salir victoriosa.

—Pero Rosa, ¿no se estaba quejando usted de las tramposas antes? —pregunté, confuso.

—Más sabe el diablo por viejo que por diablo. —Me sacudió la nuca de una guaya.

El organizador también mencionó el premio por la prima. Aquel día tocaba el número treinta y dos, y la abuela estaba dispuesta a ganarla costara lo que costara. Lograría cantar el bingo y llevarse los quinientos euros extra, aunque tuviera que dejarse la piel en ello.

La bola empezó a girar. La sala se silenció con el eco de los chasquidos. Trazaba círculos perfectos con la intención de extraer el exquisito primer número de la partida.

—El cuarenta y seis —anunció el caballero con voz de megáfono del Mercadona.

No lo teníamos. Un terror infundado me azotó el corazón cuando me di cuenta de que sería yo quien pronunciara aquella revelación a la yaya. Se lo susurré al oído, una frase digna de Brutus con Julio César, de Judas con Jesucristo:

—Abuela, no lo tenemos.

Tragué saliva. Sus ojos lechosos observaron un punto fijo en la pared, dubitativa.

—Esto va a acabar como el rosario de la aurora, hijo, que yo lo sé. —Me dio unas palmaditas en la mano.

Por ahora me salvaba de la ira de los dioses. Su misericordia sería agradecida por el resto de la eternidad.

Continuamos escuchando números, pero no teníamos la fortuna de nuestra parte. La centenaria, por el contrario, estaba a un ocho de cantar la línea.

Rosa, con sus rayos X incomprensibles, pudo reconocerlo. Palpó con sutileza la cartilla de la señora. Sonrió. No iba a perder la oportunidad.

—Nene, quítate la camiseta y di que estás acalorado. —Me dio un codazo la yaya.

—¿Por qué? ¿Qué quiere hacer? —me preocupé.

—Tú hazlo y calla.

Un par de empujones después, me encontraba de pie ante la mirada de una procesión de señoras hambrientas de juventud. Noe se giró en su silla de ruedas, confusa. Las otras amigas que la acompañaban se quedaron paradas, con expresiones idénticas de duda.

—Uf, qué calor hace aquí, ¿eh? —Me quité la camiseta y percibí las miradas golosas del gallinero.

Me repeiné, mostrando los músculos que había desarrollado para poder ayudar a Noelia. Mientras tanto, veía de reojo el cambiazo que acababa de darle Rosa a la cartilla de la centenaria. Al estar dormida con placidez, ni se enteró.

—Uy, ¡qué escándalo! —gritó la yaya al cumplir su misión. Me dio una nalgada—. ¡Tápate, cochino, qué te resfrías!

—Caballero, pero ¿qué está haciendo? —Se quejó el organizador en plena rabieta triste de niño pequeño—. Que me distrae a las participantes, por favor, un poquito de educación.

Volví a sentarme, sonrojado. Pedí perdón de mil maneras, pero no me puse la camiseta por orden de nuestra anciana protectora. En pleno verano, no tenía problema.

Entre tantas miradas se me olvidó que Noe estaba a mi lado. Al entablar contacto visual con ella, la veía morderse el labio con lascivia. Entre sus amigas hubo quienes miraron a otro lado y quienes la acompañaron en la lujuria. Preferí ignorarlas.

—Ojalá poder darte una sorpresita luego —me susurró la chica de las mariposas antes de darme un beso en la mejilla.

—Bueno, nunca se sabe lo que puede pasar. —Le guiñé el ojo y sus mejillas adoptaron el color de los tomates.

La rueda giró para proseguir con la ceremonia. Soltamos un grito ahogado cuando se detuvo y vimos la bolita deslizarse hasta los dedos del organizador. Ni los pájaros cantaron en ese momento tan definitivo.

—El dos. —Mostró el número el caballero.

Rosa bufó. Se cruzó de brazos.

—¡Línea! —cantó una de las viejas chismosas del equipo tramposo.

De haber sido veinte años más joven, la abuela se habría levantado a estirarles de los mechones. Pero con su edad, la única respuesta fue veneno puro y duro:

—Al Felipe, el marido de la Eustaquia, me lo tiré yo una vez —escupió, sin miedo a que la escucharan.

Hasta Noe se inclinó para pedirle que no se tomara tan en serio la partida. El comentario no iba dirigido a nada ni nadie, solo iba para el aire que lanzaba brisas.

—Uy, nena, lo que el viento se llevó —se excusó la anciana—. A palabras necias, oídos sordos, que yo lo sé.

El bingo continuó su transcurso con dramas y tensiones. Nadie cantaba y quedaba poco para alcanzar el límite de la prima. Me asomé a ver la cartilla de Rosa; le quedaban dos huecos. Nos relamíamos ante la idea de poder destronar a la vieja Eustaquia.

—Cómo echo de menos a la Rubus. Esa sí que era una buena compañera de juego. —La yaya tamborileaba la mesa con los dedos.

—¿Qué le pasó?

—Se cambió de residencia —asintió como si fuese la mayor tragedia de la existencia—. Chaquetera.

Nuestros susurros se vieron opacados por el siguiente anuncio del caballero de los números.

—El veinticinco.

—Por el culo te la hinco —alzó la voz Rosita antes de colocar la ficha sobre el número de su cartilla, orgullosa.

—Yaya, por Dios... —protestó Noe mirándola por encima de mi hombro.

Una de las ancianas en el grupo de las tramposas, que por alguna razón decía ser moderna, pidió el "V.A.R". Quitando las voluntarias y nosotros, ninguna supo a qué se refería y le sirvieron una cerveza en su lugar.

Mientras se mascaba el siguiente número, la posible conclusión para nuestro tablero de cartón y el merecido triunfo, las amigas de Noe hablaban de novedades y cotilleos.

—Pues me he enterado de lo que ha pasado con la Ester Expósito —dijo una.

—Esa es de mi quinta —intervino la yaya Rosa antes de que saliese la bola. Les chistó para que se mantuviesen en silencio—. Callad, que ya viene.

A escasos intentos de perder la prima, tan cerca del fin de una legendaria partida, los nervios nos recorrían el alma como gusanos de adrenalina.

Un número más. Solo uno para alcanzar la victoria.

—El ochenta y ocho. —Mostró el número el organizador.

Les mamelles del demonio.

—¡Ah! —exclamó de alegría Noe, que llevaba toda la partida en silencio—. ¡Bingo! ¡Bingo!

Tanto la abuela como yo nos volvimos a mirarla al unísono. No podía ser. Tan callado se lo tenía y tanta alegría que nos causó. Los dos nos alegramos como si fuésemos los vencedores.

La abracé y por poco tiramos a la pobre chica de su silla de ruedas de la emoción. Acorralamos sus mejillas entre besos y fuimos a hacer la comprobación. Punto a punto, cada bola coincidía.

—¡Bingo para la chica de la camisa de las mariposas!

Aquella tarde, volviendo a casa, la abuela paseó altiva mientras yo le llevaba el jamón entre los brazos.

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