Capítulo 3 - Limpieza
Narrador
Eran una familia bastante corriente. Su marido se iba temprano a trabajar y volvía a la hora de comer y su hija se quedaba la mayor parte del tiempo en casa. A su parecer, no necesitaba ir al colegio para aprender a leer y escribir, había contratado un tutor que venía todos los días. Era una educación mucho más personalizada que la que podían darle en las instituciones normales. Ella se encargaba de cuidar del hogar. Limpiaba, hacía la colada, la compra, preparaba la comida... Lo que debe hacer una buena esposa y una madre.
Esa mañana su hija aún no se había levantado, así que fue a llamarla para que desayunara antes que llegara su profesor. Llamó a la puerta y la avisó de qué hora era. Con eso era suficiente para que la joven saliera del cuarto. Cuando se sentó a la mesa le sirvió dos tostadas con mermelada y mantequilla, un zumo de naranja natural y un par de cosas más.
—Cariño, cuando se vaya el profesor ves a comprar un par de cosas al super por mí, por favor.
—Vale.
Pondría a hervir la carne para el caldo y dejaría las lentejas en remojo antes de acudir a su cita. Todos los miércoles subía a casa de la vecina a charlar. Recogió los platos de encima de la mesa como todas las mañanas y abrió la puerta cuando sonó el timbre. A todos los efectos era la perfecta ama de casa.
—Buenos días, profesor. Por favor, pase y póngase cómodo, mi hija le está esperando en el salón.
—Gracias, muy amable.
—Oh, qué despistada. Déjeme su chaqueta, la colgaré.
—Sí, gracias.
El profesor le tendió la chaqueta y con la mano disponible le agarró la que ella le tendía y tiró hacia él. Sonrió frente a la cara de sorpresa de la mujer que ahora se retorcía entre sus brazos. No podía esperar ni un segundo más a quedarse a solas con ella. Sabía que su atrevimiento le podía costar caro, pero quien no arriesga no gana. Se llevó la blanca y suave mano a los labios y depositó un beso lento y ligero sobre cada dedo. La madre estaba cada vez más inquieta. Finalmente besó el anillo de casada y la miró a los ojos antes de dejarla ir. Se dirigió como todas las mañanas al salón donde le esperaba su alumna.
El corazón le iba a mil por hora. Se retorcía el anillo que el hombre había besado antes con picardía, dándole vueltas en el dedo. No podía hacer eso, si alguien los hubiera visto... Por el amor de dios, su hija estaba sentada en la habitación contigua. Aunque estaba segura de que si los hubiera pillado en aquella situación, no hubiera dicho nada. Nunca decía más de tres palabras seguidas... Se arregló la falda con las manos y comprobó frente al espejo de la entrada que todo estuviera en su sitio. Aprovecharía las tres horas que quedaban para ordenar las habitaciones.
Era una mujer práctica, ordenada y pulcra; pero, sobre todo, rápida. Podía limpiar a fondo las dos plantas de la casa en menos que canta un gallo. La chica debía encontrar una excusa para escaquearse de la clase. La carpeta seguía bajo su cama, y si su madre la encontraba estaría en serios apuros.
—Profesor.
—¿Sí?
—Podría disculparme. Será solo un segundo.
—¿Es muy urgente?
No podía mentirle tan descaradamente. Aunque se podría considerar que sí era urgente.
—Entonces acaba este ejercicio y puedes ir.
—Gracias.
Era un problema de matemáticas que le estaba costando más de lo normal. No estaba concentrada, pero si no lo solucionaba... Debía darse prisa. Cuando por fín lo hubo terminado sabía que le había tomado demasiado tiempo. No estaba segura de si su madre ya estaría en el segundo piso. Ahora lo único que le quedaba por hacer era cruzar los dedos y correr escaleras arriba.
—¡Mamá!
—¿Hija? ¿Qué haces aquí?
—Me he quedado sin tinta en el bolígrafo, vengo por uno de recambio.
—Ah, claro. Date prisa, no tengas esperando a tu profesor.
—Mamá...
—¿Sí?
—¿Has entrado a mi cuarto?
—Aún no, ¿por qué? ¿Qué pasa?
- Eh... Nada. Sabes, quizás podría encargarme yo de hacer la cama y barrer mi habitación.
- ¿A qué viene esto? Lo discutiremos después. Coje lo que necesites y baja.
- Pero, mamá...
- Ni se te ocurra, señorita. No quiero oír un pero. Si te he dicho que hablamos más tarde asientes y te callas. Ahora haz el favor de coger lo que sea y bajar al salón.
Ella no era una mujer irascible. Solía tener un carácter sereno y conciliador que le era especialmente útil con su marido. Él tenía un carácter fuerte y autoritario, por eso se complementaban tan bien. No obstante, si había algo que no soportaba era que sus propios hijos no la obedecieran. Se había asegurado de educarlos como es debido, y ahora se atrevía a rechistar. Eso la ponía furiosa y enferma. En algún momento debería aprender los quehaceres del hogar. Sabía que, como madre, era su deber educar bien a su hija para su futura vida como ama de casa. Tendría que aprender cómo tener contento a su marido y cuidar a sus hijos y esa era una oportunidad tan buena como cualquier otra para que empezara. Aunque ese no era el momento de pedírselo; su invitado estaba solo en salón mientras ellas discutían en el segundo piso. ¿Qué clase de anfitriona pensaría que era?
Siguió con la limpieza habitual para calmarse y después bajó a preparar la comida. Al girar sobre sus talones para sacar las verduras de la nevera golpeó el recipiente donde había puesto en remojo las lentejas. El cuenco se hizo trizas en el segundo en que golpeó el terrazo, todo lo que había dentro se había echado a perder. El suelo de la cocina parecía ahora un campo de batalla y ella sola se encargaría de limpiar el desastre. Ese era su territorio, y nadie se atrevía a pisarlo sin su permiso. Su marido se enfurecería si ese día no había lentejas para comer.
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