Capítulo 1- Alter ego
Su nombre es irrelevante. También lo es su aspecto. Lo que importa aquí es que se hacía pasar por alguien más. Se decía a sí misma que era su alter ego,Que ambas eran como dos caras de una misma moneda, pero que no eran completamente opuestas. Esa otra parte de ella misma era La de las historias sin contar. Era ella la que se escondía en un cuartucho diminuto y bajo la luz de una linterna garabateaba sobre un papel ya usado. Lo llenaba de tachones, borrones, arrugas y palabras; sobre todo palabras. Las encadenaba una detrás de otra como si de una fuente se tratara.
Los personajes cobraban vida gracias a su lápiz. Todos tenían vidas distintas y algunos, incluso, intervienen en las historias de los otros. Pero la hoja de papel siempre acababa guardada en una carpeta vieja con las esquinas desgastadas y que ya casi ni cerraba. Todas y cada una de las noches sacaba la carpeta de cartón, mohosa de la humedad que se acomulaba en el cuarto. La sostenía con tanto mimo como si fuera nueva, la dejaba sobre la cama al lado del escritorio y horas más tarde guardaba el papel sobre el que había estado garabateando. Era su ritual particular. Aunque a La de las historias sin contar no le importara que algún día esa carpeta mohosa cayera en manos de alguien más, a su alter ego le aterrorizaba; se volvía un cervatillo asustado cada vez que se le pasaba la idea por la cabeza. Los borrones no estaban hechos para exponerse en los museos, pensaba; y ella en sí misma era un borrón. Una mancha de tinta sobre la página de un libro viejo. Un punto que no dejaba ver las letras.
Esa noche, La de las historias sin contar encendió la linterna y de su bolsillo sacó un bolígrafo. El lápiz ya no daba más de sí y siempre acababa arrastrando el grafito sobre el blanco del papel con la palma de la mano. No es que le preocupara demasiado, pero un bolígrafo sería más cómodo. Levantó la mano que tenía sobre su regazo para tirar del tirador oxidado del cajón. Estaba casi segura que un día se le quedaría en la mano, sellando el cajón por mucho tiempo. Al pensarlo se detuvo un instante e imaginó a todos sus personajes saliendo de sus folios y gritando por auxilio; asfixiándose junto a la carpeta, cuyo moho haría el aire irrespirable.
Un sudor frío le cubrió la mano que sostenía el trozo de metal. Estaba exagerando, debía estarlo. Con fuerza tiró hacia su cuerpo, arremetiendo con su propio puño contra su estómago. Un flash de dolor le recorrió el costado, pero estaba centrada en otra cosa. No se atrevía a mirar si realmente el cajón había cedido. Sí, el cartón coloreado se mostraba tímidamente a través de la rendija. Por fin respiró aliviada... Ya podía continuar como todas las noches.
Tras lo que pareció un suspiro pero resultó ser una eternidad, sus ojos no podían más. La escasa luz aún le cansaba más la vista y por muy grandes que hiciera las letras, se volvían difusas e ininteligibles. Ya iba siendo hora de dar la jornada por terminada. Puso el folio donde estaba, tiró de la goma deshilachada que lo aseguraba entre las dos tapas y se giró hacia en escritorio. Le pareció que el mueble se reía, insolente, de sus delirios. Nadie en su sano juicio tiene un ataque de pánico porque se le rompa el tirador de un viejo cajón; pero nadie dijo que ella estuviera en sus cabales. El imponente mueble, heredado de su padre, de madera de roble oscura y barnizado, se veía algo quemado por los años que estuvo bajo el sol de la ventana del cuarto. Era como un animal exótico en un zoo, un tigre de bengala metido en una jaula de tres por dos. Eso le pareció al girarse para devolver la carpeta a su escondite. De veras parecía que si metía la mano se la arrancaría de un bocado como una bestia salvaje.
Optó por una opción menos arriesgada, según como se mire. Se levantó de la silla y puso bajo su cama el montón de papeles. Era consciente de que si por la mañana no lo regresaba a su lugar alguien lo encontraría. Su madre limpiaba todos los días su cuarto, pero nunca tocaba nada que estuviera guardado. Por eso escondía sus objetos personales en cajas y cajones, los escondía de las miradas intrusivas de su familia. Y no porque no confiara en ellos, ni porque les tuviera miedo, más bien era al contrario. Si se descuidaba, no sabía que podían hacerles esas cosas a sus seres queridos. No en vano había desarrollado dos personalidades.
La de la piel de cervatillo era la guardiana de sus creaciones. El propio miedo la llevó a ser sobreprotectora para con sus propias creaciones. Protegía al mundo de ellas, y si alguna se salía demasiado del redil, de lo que ella consideraba tolerable, encontraría el más angustioso final. Deshizo prendas hilo hilo, quemó papeles, golpeó piedra contra piedra hasta que una quedará hecha añicos, muñecas descuartizadas, con un brazo congelado y una pierna desecha en ácido... Su sadismo para con las creaciones "rebeldes" tampoco tenía fin. Y la parte racional que ambas compartían en un mismo cuerpo se preocupaba que algún día las creaciones rebeldes no se volvieran un caso aislado... Como todo un pueblo descontento que se levanta contra el tirano que los atemoriza. Entonces, no habría nada que hacer, y esa imagen las tuvo temblando bajo las sábanas toda una noche.
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