Prólogo
Anais se agachó tras los arbustos, observándo entre las ásperas hojas. La noche era silenciosa. Los pájaros estaban dormidos, el viento había dejado de soplar. En medio del silencio, comenzó a escucharse un ruido.
Era el traqueteo de las ruedas de un carro. Al poco tiempo del comienzo del rítmico sonido, se empezaron a escuchar otros distintos. Por un lado, voces masculinas, hablando y riendo, sin intentar esconderse. Sabían que nadie solía andar por esos caminos y, aunque hubiera alguien, nadie intentaría cruzarse en su camino.
Y tenían razón. Nadie en su sano juicio caminaría por esos caminos de noche, ni se interpondría en el camino de la banda de los piratas de las Cicatrices, conocidos en todo el Grand Line por ser grandes traficantes de seres humanos, a los que marcaban siempre con varias cicatrices en brazos y piernas.
Pero Anais no estaba en su sano juicio.
Volvió a escuchar atentamente, y entonces fue cuando oyó otro sonido, más apagado, más discreto que el de los piratas, que subían colina arriba dando voces, despertando a los animales que descansaban en los árboles del profundo bosque. Era un sonido triste, de los que se agarraban al corazón y te lo hacían sangrar de tristeza. Eran sollozos, sollozos infantiles.
A medida que se acercaban, el corazón de Anais comenzó a latir más deprisa, golpeando con fuerza. No estaba nerviosa, hacía mucho tiempo que ya no se sentía nerviosa cuando salía de caza. Era la rabia, la furia, lo que hacía que su corazón latiera con fuerza y la vista se le tiñera de rojo. Respiró hondo. Sabía que si no actuaba con la cabeza fría podría cometer algún error fatal, para ella o para los propietarios de los sollozos, niños que habían sido arrastrados fuera de sus casas para ser vendidos más tarde como esclavos. Algunos de ellos habrían desaparecido silenciosamente de sus camas mientras dormían, otros habrían sido arrancados por la fuerza de los brazos de sus padres, que habrían tratado de protegerlos con sus vidas.
Cuando los piratas estaban a apenas unos metros, Anais salió de su escondite. Ni siquiera estaba segura de porque se escondía, tal vez por pura costumbre, tal vez para prepararse para la pelea que sabía que sería inevitable. Al final siempre terminaba enfrentándolos cara a cara. Se plantó en medio del camino, con la mirada serena, fija en los piratas. Estos pararon el carro, sorprendidos.
- Vaya, vaya, ¿qué tenemos aquí? -preguntó el capitán, con una media sonrisa desagradable y burlona-. Parece que esta noche vamos a tener una caza más fructífera de lo habitual.
- Suelta a los niños si quieres vivir -dijo Anais, sin mover un músculo. Siempre les daba la oportunidad a sus contrincantes de redimir su error, aunque ellos no solían aprovecharla.
- ¡Uy, qué miedo! -respondió el capitán, riendo con fuerza-. ¡Muchachos, atrapadla!
Craso error.
Anais desenvainó sus dos dagas, y se puso en postura, preparada para recibir a dos piratas, que se dirigían a ella con las espadas en alto. Antes de que las espadas cayeran sobre ella, Anais giró, mientras con cada daga cortaba a los piratas. Oyó como caían al suelo, pero ni les miró. Después, sin darles tiempo a los demás a reaccionar, sacó su arco y se puso a disparar una flecha tras otra, sin parar. La primera le dio en la frente al capitán, que cayó al suelo sin vida. Las siguientes hirieron a sus subordinados.
Sin mostrar ninguna emoción, rodeada de cuerpos inmóviles teñidos de rojo, Anais miró a los pocos que quedaban de pie. Eran aquellos que habían mostrado remordimientos al salir del pueblo hacía unos días, los que habían tratado de animar a los niños, los que habían protegido a las niñas de los acosos de los demás piratas, a pesar de ser castigados por ello más tarde. Eran solo tres, todos jóvenes y con marcas de cicatrices en los brazos. Ellos habían sido secuestrados y convertidos en esclavos por aquella banda hacía varios años, y obligados a servir a un hombre al que seguramente despreciaban. Ninguno de ellos mostraba tristeza por sus compañeros caídos, solo terror hacia la joven que había sido capaz de terminar ella sola con los piratas de las Cicatrices. Anais había estudiado la banda días atrás para saber quién merecía vivir y quien no, como hacía siempre que salía de caza, y había decidido que esos tres no merecían morir.
- Corred si queréis vivir -dijo con voz neutro, levantando la cabeza. Las nubes se alejaron de la luna, y la luz plateada los cubrió completamente, como si de lluvia se tratase. Entonces fue cuando los tres jóvenes la vieron bien por primera vez.
Su piel era pálida, y sus ojos grandes y castaños. El cabello permanecía oculto bajo la capucha de su capa negra, pero ninguno de esos detalles era especial. Lo llamativo era la cicatriz que le atravesaba la cara. Comenzaba en la oreja izquierda, llegaba a la comisura izquierda de su boca, la atravesaba y salía por la derecha, hasta llegar a la oreja derecha. Era como si una garra le hubiera dibujado una sonrisa de un zarpazo a aquella seria cara.
Nada más verla, los tres jóvenes echaron a correr colina abajo, gritando.
- ¡Es un demonio! -chilló uno, histérico.
Anais los observó marchar con calma. Tal vez aquel hombre tenía razón.
Primero de todo, gracias por leer ;) Si os ha gustado, no dudéis en comentar y votar, por favor. Un beso a tod@s l@s fans de One Piece.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro