Capítulo 8
Desperté a media mañana de un humor muy raro. La humillación había sido desplazada por la decepción, el enfado se había desvanecido. Ya no me sentía estúpida, más bien... ilusa; igual que si hubiese sido la última en ver algo que todo el mundo parecía haber visto mucho antes.
Llorar me había ayudado, aunque la vergüenza que logré sacudirme de encima por la escena que había presenciado la noche anterior antes de regresar al pueblo, ahora me caía encima por la que yo misma había protagonizado frente a Jesse, sentada en los escalones del porche de mi casa. Me hubiera gustado haber encontrado otra manera de desahogarme que no lo incluyera a él. Me sentía culpable por haberlo hecho partícipe de todo este desastre, en cierta manera. Pero tenía que aceptar que me había dejado ganar por la desesperación, y ahora tenía que pagar las consecuencias, fueran cuales fueran.
Ocupé mi tiempo en ordenar mi habitación mientras mamá iba a hacer unas compras al supermercado. Por lo menos frente a ella pude fingir que todo marchaba perfectamente.
Acabábamos de empezar a almorzar cuando llamaron a la puerta. Ni por un segundo consideré la posibilidad de encontrarme con quien me sonrió desde el porche tras tirar del picaporte. Lo miré como si fuera algo irreal.
—Hola, Mel —dijo Jesse—. Solo pasaba a ver cómo estabas. Iba a llamarte, pero vivimos a dos cuadras y me pareció un poco... innecesario, y, bueno... —Sus mejillas se colorearon un poco y me miró expectante.
No podía creer que estuviera allí. Bueno, tal vez sí, tratándose de Jesse. Lo que alejaba a los demás, a él parecía acercarlo más.
—Está bien —dije atropelladamente—. Gracias por acercarte. Y como respuesta a tu pregunta, estoy mucho mejor que anoche.
Jesse se mostró aliviado.
—No sabes cuánto me alegra oír eso. Estaba preocupado. No dejé de pensar en ti en toda la noche.
Elegí morderme la lengua en lugar de contestar lo que estaba pensando: yo tampoco había dejado de pensar en él hasta que me quedé dormida, pero también lo pensé en mis sueños, y desde que había despertado aquella mañana.
—Mel —llamó mamá. La oí acercarse—. ¿Quién es? —Se detuvo detrás de mí y miró a Jesse con curiosidad.
—Mamá, este es Jesse...
—Ah, el famoso Jesse —me interrumpió ella emocionada—. Tu nombre siempre termina metido en nuestras conversaciones desde que llegaste a este pueblo. —Deseé que me tragara la tierra. Jesse alzó las cejas y me miró con una sonrisita divertida—. Ya estaba ansiosa por conocerte. ¿Pero qué haces en la puerta? Pasa, ven a comer con nosotras, apenas comenzamos.
—No quiero molestar...
—¿Molestar? Vamos, los amigos de Mel son siempre bienvenidos y yo tengo el talento de cocinar para una familia de cinco.
Jesse me miró dubitativo.
—Ven adentro —le sonreí—. La comida se enfría.
Él me devolvió el gesto y se unió a mamá y a mí en el almuerzo.
Mamá quedó fascinada con él. Lo acosó con preguntas de todo tipo y se carcajeó con sus chistes. Pero aquello no era nada sorprendente ni exagerado, así era ella: un mundo de sonrisas, aun después de todo lo que había vivido desde tan corta edad, y pude ver que Jesse también había quedado encantado con ella. Ni siquiera me molestó sentirme «excluida» de a momentos.
—Tu mamá es increíble —dijo Jesse mientras nos sentábamos en la sala después de que mamá decidiera ir a tomar una siesta—. Me gustaría que la mía fuera al menos la mitad de divertida. No es mala, al contrario, es una de las personas más bondadosas que conozco (y no lo digo porque sea mi mamá), pero puede ponerse demasiado seria. —Su sonrisa flaqueó al encontrarse con mi semblante acongojado—. ¿Qué pasa?
—Jesse, lamento lo de anoche. No debería haberte molestado...
—No me molestaste —dijo él inmediatamente—. No fue solo para quedar bien, hablaba en serio cuando te dije que podías llamarme cualquier día, a cualquier hora. Y me alegro de que lo hayas hecho. —Me mordí el labio inferior y aparté la mirada. Jesse siguió buscándola—. Me importas mucho, Mel. Ya deberías saberlo a estas alturas. Verte así anoche, fue terrible para mí; y no saber la razón...
—Te contaré lo que pasó —le aseguré—, pero hoy no. Aún no estoy lista para hablar de eso.
—¿Alguien te lastimó? —preguntó Jesse sin poder contenerse.
—No físicamente —respondí alzando un hombro—. Así que no te preocupes.
—A veces las heridas emocionales duelen más que las físicas.
«Sí, lo sé muy bien», pensé en contestar, pero eso me habría llevado a meterme en un terreno rocoso y peligroso que deseaba evitar.
—Pero está bien —continuó Jesse—. Esperaré hasta que estés lista para contármelo. Con una condición.
—¿Cuál?
—Ven a cenar a mi casa el próximo sábado. Tú necesitas distraerte y mis padres quieren conocerte. No eres la única que habla mucho sobre sus amigos en casa, ¿sabes?
No lo pensé demasiado. Era una persona demasiado curiosa como para rechazar esa invitación, y la verdad era que me había preguntado muchas veces cómo serían los padres de Jesse. No podían ser muy diferentes a él, ¿cierto?
—De acuerdo, iré.
Su sonrisa fue deslumbrante, y algo explotó en mi interior; algo cálido que me brindó una enorme sensación de bienestar.
Comenzó a llover mientras preparaba algo para beber. El panorama no podría haber sido más alentador: el fuego en la chimenea, el aguacero afuera, chocolate caliente y una de nuestras películas favoritas en la televisión.
Creí que finalmente había llegado el momento de nuestros planes a solas, esos que, de hecho, habíamos acordado dejar para ese día, pero al rato volvieron a llamar a la puerta y Sarah y Bryan entraron corriendo entre risas y palabrotas. Bryan batallaba con su paraguas, maldiciendo a diestra y siniestra mientras intentaba cerrarlo, Sarah se burlaba de él, y el día se puso mejor. No me importó demasiado que los planes con Jesse volvieran a quedar pendientes. Había tenido unas semanas muy locas, acababa de perder a dos de las personas a las que más había querido, y pasar tiempo con los que me quedaban, con los que a pesar de todo seguían allí, a mi lado, sin que ni siquiera la lluvia torrencial los acobardara, hizo que mi alma experimentara tanta calma que no pude más que sentirme agradecida. Fue un fin de semana sanador.
❀❀❀
La semana siguiente transcurrió más rápido de lo normal y fue bastante más tranquila y llevadera que las anteriores, cortando así con aquella racha intensa que me tenía agotada.
Kevin y yo ni siquiera nos saludábamos. A veces, él me lanzaba miradas ansiosas en el salón de clases y en los pasillos, pero yo desviaba mis ojos hacia otro lado, con los dientes apretados y concentrada en cualquier cosa que no fuera su rostro.
Vera me ignoraba lisa y llanamente. Los primeros días fueron muy complicados, siendo sincera. Sentía que necesitaba contarle acerca de lo que había ocurrido con Kevin para así poder recibir uno de sus discursos alentadores y enardecidos, pero sospechaba que, aunque le rogara que me escuchara hecha un mar de lágrimas, ella me contestaría algo como «te lo merecías, perra».
Así que no tuve más opción que seguir adaptándome a mi vida sin Vera y sin Kevin. Era difícil, y de a momentos sentía que no podía hacerlo, pero entonces mi mirada se cruzaba con la de Jesse, o Sarah y Bryan hacían algún comentario gracioso, y todo se volvía más soportable.
El sábado mi calma se transformó en zozobra pura mientras me preparaba para ir a cenar a casa de Jesse. Él y yo éramos amigos, eso estaba claro; pero las cosas se habían puesto un poco «raras» entre nosotros esa última semana, y me desconcertaban los momentos en los que, en el autobús, mientras Sarah y Bryan dormían o discutían entre ellos, Jesse me tomaba de la mano y yo apoyaba la cabeza en su hombro. No sabía en qué posición ubicarme al conocer a sus padres, por lo que resolví dejarlo en manos de Jesse, y limitarme a seguir su juego.
Después de revolver dentro de mi armario durante un largo rato, metiendo y sacando ropa, decidí ponerme una blusa roja con unos vaqueros oscuros y botas negras. Tomé mi abrigo y caminé hasta la casa de Jesse con el estómago dándome fuertes retortijones.
Golpeé la puerta y una niña alta y preciosa me recibió tras ella. Vestida de blanco, parecía un ángel con sus rizos rubios y sus ojos verdes, que me resultaron muy familiares. Jesse apareció detrás de la niña que me sonreía como si me conociera, o como si al menos hubiese escuchado hablar mucho de mí.
—¡Mel! Hola. Esta es Christine, mi hermanita. Christine, esta es...
—Mel —lo interrumpió ella, dirigiéndole una mirada cansina—. Lo sé. No es la primera vez que escucho su nombre. Hasta creo que sueño con ella gracias a ti. —Se giró hacia mí y volvió a sonreírme—. Mucho gusto, Mel. Quizás ahora que finalmente viniste, mi hermano se calle un poco. O podría empeorar, pero bueno. —Se encogió de hombros y se alejó hacia lo que supuse que era el comedor.
Miré a Jesse pasmada.
—¿Te oí mal o me dijiste que tiene diez años? —le pregunté atónita.
Él meneó la cabeza con resignación y me indicó que entrara.
—Es muy especial —explicó—. Se ve como una niña, habla como una mujer. Tal vez hasta pueda darte unos consejos interesantes sobre varios temas.
—En ese caso, recurriré a ella si necesito ayuda con algo —reí—. Especialmente si necesito saber algo sobre ti.
—Solo espero que lo que te diga, sea lo que sea, juegue a mi favor. —Me guiñó un ojo y pasó su mano por mi espalda. Un escalofrío agradable me recorrió la columna vertebral. Se veía tan guapo con esos vaqueros azules y esa camisa negra que hacía resaltar sus ojos... Tuve que sacudir la cabeza y parpadear varias veces para lograr apartar la mirada de él y encaminar mis pensamientos hacia un lugar menos pecaminoso.
La casa de Jesse era increíble, una de las pocas casas lujosas que había en el pueblo. Todo estaba tan limpio y ordenado que me daba miedo arruinar aquel piso lustrado con tan solo poner un pie sobre él.
Un hombre alto y robusto, de cabello castaño claro salpicado de plata y ojos marrones verdosos, bajó las escaleras de mármol acomodándose las mangas de su camisa blanca. Su mirada tan penetrante como intimidante se posó sobre mí, y por un segundo sentí el impulso de retroceder unos pasos.
—Papá —dijo Jesse—, esta es Mel. Mel, este es mi papá, Ethan.
Ethan me dirigió lo que me pareció que era una sonrisa algo forzada y se acercó extendiendo una mano que estreché con cierto temor.
—Es un placer conocerlo, señor —dije intentando sonar lo más educada posible.
—Igualmente —contestó él con una voz muy gruesa.
Jesse me guio hacia el enorme comedor, donde la mesa ya estaba preparada. Quienquiera hubiera sido el que se había encargado de la decoración en esa casa, tenía muy buen gusto.
—Tu casa es genial —exclamé en voz baja, mirando a mi alrededor fascinada. Había un dulce aroma a jazmines flotando en el aire. Me recordaba mucho a la casa de Vera: una de esas casas en las que la gente como yo soñaba con vivir algún día.
—Deberías haber visto nuestra casa en Los Ángeles —respondió Jesse—. Era dos veces más grande que esta. Mi mamá la odiaba.
Una mujer cuarentona, rubia, alta y delgada, apareció desde la cocina, seguida por Ethan. Era increíblemente hermosa, casi idéntica a su hija. Jesse compartía el color de ojos con ambas, pero en el resto era igual a su padre.
—Mel, esta es mi mamá, Clarice. Mamá, esta es Mel. —Me miró y sonrió con complicidad—. La «famosa» Mel.
A diferencia de su esposo, la sonrisa que Clarice me dedicó fue mucho más cálida. Se acercó y me abrazó con delicadeza.
—Por fin te conozco, Mel. Es un placer tenerte aquí.
—Igualmente, señora —respondí devolviéndole la sonrisa—. Gracias por recibirme.
Ella me miró con ternura.
—Puedes llamarme Clarice. Ponte cómoda, iré a traer la comida.
Nos sentamos a la mesa y Clarice apareció con una fuente enorme de lasaña. Christine aplaudió emocionada.
—Es la especialidad de mi mamá —dijo Jesse—. Solo la hace en ocasiones especiales, así que, como podrás ver, este es un día importante para ella —agregó con una sonrisita y en voz baja para que solo yo lo oyera.
—Me pregunto por qué —bromeé devolviéndole el gesto. Él rio en silencio—. Entonces supongo que soy afortunada por tener la oportunidad de probarla. Y de estar aquí, contigo —añadí en voz baja.
Vi cómo las comisuras de su boca se curvaban hacia arriba mientras me pasaba el plato rebosante de lasaña que Clarice acababa de servir.
Jesse tenía razón: esta definitivamente tenía que ser la especialidad de su madre. Nunca había probado algo igual de delicioso, ni siquiera todas las exquisiteces que había comido en casa de Vera, hechas por la chef internacional que trabajaba para su padre.
Durante lo que duró el primer plato de lasaña, Clarice me preguntó sobre la escuela y sobre los exámenes, con Christine haciendo acotaciones comiquísimas sobre cuánto sufría al encontrarse «enjaulada» en el pueblo sin poder ir a estudiar a la ciudad.
Clarice no tardó en caerme bien; se mostraba interesada pero no era entrometida, y su risa era muy contagiosa. Por otro lado, seguía sin saber cómo sentirme respecto a Ethan, quien, literalmente, aún no había dicho una sola palabra. Cuando su esposa se dirigía a él, le contestaba con un gruñido, y no apartaba los ojos de la comida.
Pero cuando Clarice volvió a llenar los platos, Ethan finalmente apoyó los codos sobre la mesa, entrelazó los dedos y me miró con mucha curiosidad. Por alguna razón que no llegué a comprender mis piernas temblaron.
—Dime, Mel, ¿te gustan los deportes? —me preguntó con sus ojos sobre mí como dos rayos X.
—No, en realidad no soy fanática de los deportes, señor —respondí con las mejillas encendidas. Bueno, qué manera de iniciar una conversación con el padre de Jesse... Los deportes eran una de las cosas que más me desagradaban. Odiaba practicarlos y me aburría mirarlos. Solo toleraba los juegos escolares.
Ethan arqueó las cejas.
—¿En serio? ¿Y qué te gusta hacer?
—Lo que más me gusta hacer es tomar fotos, pero también disfruto mucho de ayudar a mi madre con sus manualidades, a veces; aunque no soy tan habilidosa como ella. —Intenté reír, pero solo logré emitir un sonido extraño. Habría deseado no sentirme tan nerviosa, pero la mirada de Ethan me atemorizaba. Era un hombre demasiado serio y, a juzgar por su contextura corporal y su excelente estado físico, seguramente era deportista como su hijo, por lo que mi falta de entusiasmo acerca del tema no debía de agradarle.
Ethan asintió con gesto pensativo, arrugando el entrecejo.
—Mel toma unas fotografías excelentes —intervino Jesse sonriéndome—. Es realmente talentosa.
—Me gustaría dedicarme a la fotografía después de graduarme —agregué mirando a Ethan en busca de su aprobación, pero su expresión seguía siendo inescrutable. Me miraba fijo, haciendo que mis manos comenzaran a sudar.
—¿Cuál es tu apellido, Mel? —me preguntó con curiosidad—. No recuerdo haberlo oído.
Tragué saliva ruidosamente y mi voz tembló con violencia.
—Thompson...
Ethan entrecerró los ojos y se apoyó en el respaldo de su silla, cruzándose de brazos y olvidándose por completo del plato de comida que se enfriaba sobre la mesa.
—¿Eres hija de Mark Thompson?
La sangre me huyó del rostro y mi corazón dio un vuelco brusco. Quise contestar, pero la voz no me salía, así que tuve que conformarme con asentir, y sentí que mi cabeza pesaba una tonelada.
Ethan entornó los ojos.
—Ajá, qué interesante —comentó, y entonces siguió comiendo.
Un silencio tenso y extraño reinó de repente en el lujoso comedor, y la comida comenzó a darme asco. Mi estómago parecía lleno de plomo. Algo obstruía mi garganta, algo que crecía y crecía, y la presión que hacía amenazaba con llenarme los ojos de lágrimas. Me concentré en luchar con todas mis fuerzas contra eso.
Jesse también dejó de comer al advertir que yo revolvía el contenido de mi plato sin llevarme nada a la boca.
—¿Te sientes bien? —me preguntó en un susurro.
Estuve a punto de asentir, pero la voz de Ethan me hizo sobresaltar.
—A Jesse le encantan los deportes, ¿verdad? —Miró a su hijo y este asintió. Se había puesto tan serio como yo y miraba a su padre con desconfianza—. Y a Emma también.
Jesse empalideció de golpe.
—¿Quién es Emma? —pregunté confundida.
—La novia de Jesse —respondió Ethan como si fuera algo obvio.
Sentí que mi corazón se detenía de golpe y reanudaba el traqueteo trabajosamente. Clarice soltó sus cubiertos, que hicieron mucho ruido al caer sobre el plato, y suspiró llevándose una mano a la cara. Christine levantó la cabeza bruscamente y miró a su padre perpleja. Jesse bufó y chasqueó la lengua, indudablemente molesto.
—Yo no tengo novia —exclamó.
—Ella juega voleibol; es muy talentosa. La mejor de su equipo, de hecho—continuó Ethan, haciendo oídos sordos a la respuesta de su hijo—. Tiene una beca asegurada en cada una de las mejores universidades del país. No me sorprendería que acabara en el equipo nacional. —Se aclaró la garganta al ver que Jesse planeaba intervenir de nuevo. Él guardó silencio, pero echaba chispas por los ojos.
Súbitamente, el tono de Ethan se volvió desagradablemente paternal.
—Mel, conozco a tu madre. Es una de las recepcionistas del hotel, ¿verdad? —No contesté. Me encontraba demasiado ocupada intentando controlar los pensamientos que volaban a través de mi cabeza como flechas afiladas y en retener las lágrimas que se acumulaban en mis ojos—. Mira, eres joven. Tienes muchas oportunidades en la vida. Tus aspiraciones deberían ser más altas.
—Ethan... —masculló Clarice fulminándolo con la mirada, pero su esposo la ignoró rotundamente.
—El que poco pide, poco recibe. No vas a llegar lejos dedicándote a la fotografía o a las manualidades. —La sorna en su voz se sintió como una bala que me atravesó el pecho. Apreté los puños tan fuerte como los labios—. Debes ir a por más...
—Papá... —Esa vez fue Jesse quien intentó detenerlo, pero tuvo tanto éxito como su madre.
—... no querrás terminar como tus padres.
Mi cerebro se bloqueó tras procesar esas últimas palabras. El aire se volvió casi imposible de respirar. Supe que Ethan dijo algo más, algo que no alcanzó a llegar hasta mis oídos. Agaché la cabeza lo más que pude; no quería que nadie notara la lágrima que se había desbordado y resbalaba a través de mi mejilla izquierda. Suspiré con disimulo y apreté los dientes. No lloraría allí. No frente a ese hombre desagradable cuya única intención claramente era humillarme; no le daría con el gusto.
El estrépito que hizo Jesse al apartar con violencia su plato me obligó a alzar la cabeza. Clarice y Ethan se alejaron el uno del otro: habían estado discutiendo entre susurros. Christine seguía mirándome; la expresión pícara había abandonado su delicado rostro; ahora se veía turbada y confundida. Claro, hasta una niña de diez años era capaz de darse cuenta de que alguien había puesto el dedo en la llaga, arruinando, probablemente adrede, una cena y una noche que habían venido marchando maravillosamente bien.
—Mel, traeré el postre. —Clarice alzó la voz y sonrió ampliamente, buscando reanimar el ambiente.
Hice mi mayor esfuerzo para devolverle la sonrisa.
—No, señora Miller, se lo agradezco, pero no me siento bien. Creo que debería irme a casa.
—¿Fue la comida? —inquirió Clarice fingiendo desconcierto, como si no supiera que el problema no había sido la comida: había sido su marido.
—No, no —me apresuré a contestar—. En realidad, me he sentido mal del estómago durante todo el día y ahora ha empeorado. —Me puse de pie y compuse mi mejor expresión de remordimiento—. Lo lamento. Si el postre está tan delicioso como la lasaña, quizá pueda probarlo otro día.
Clarice me sonrió con tristeza. Sí, ella sabía por qué quería irme, y evidentemente no me culpaba.
—Claro, cariño. Cuando tú quieras. Siempre serás bienvenida aquí —dijo en un tono de voz bien alto, demostrando que pretendía que su marido la oyera fuerte y claro—. Fue un placer conocerte.
—Igualmente —contesté—. Gracias por todo. Adiós.
Ethan me dirigió un saludo frío y le preguntó a su esposa por el postre, como si nada inusual hubiera ocurrido en esos últimos minutos, como si no hubiese sido él mismo quien había estropeado un ambiente tan agradable y placentero.
Jesse no se despidió de mí; se puso de pie decididamente y caminó conmigo hasta la puerta.
—No es necesario que me acompañes —le dije, intentando en vano darle algo de firmeza a mi voz—. Me voy a dormir. Estoy cansada.
—No importa, te acompaño.
—Jesse. —La voz gruesa de Ethan nos alcanzó desde el comedor—. Recuerda que tienes que levantarte temprano mañana para acompañarme a la ciudad.
Las fosas nasales de Jesse temblaron y pude notar que apretaba los dientes con fuerza.
—Tú también deberías irte a la cama. —Esbocé una media sonrisa y me encogí de hombros—. Nos vemos en otro momento. Gracias por la cena.
Di media vuelta y Jesse me llamó. Cuando giré para mirarlo, él sacudió la cabeza afligido.
—Lo lamento mucho, Mel. De verdad. Esto...
—No te preocupes —lo interrumpí y, tras saludarlo con un gesto de la mano, me alejé lo más rápido que pude.
Llegué a mi casa con las lágrimas tibias cosquilleando sobre mis frías mejillas. Aún no quería entrar, así que me senté en la hamaca de madera que colgaba en el porche, me quité los guantes y escondí las manos en los bolsillos de mi chaqueta.
Se suponía que lo que había mencionado Ethan y todo lo relacionado al tema ya no me afectaba. Había aprendido a enterrar a mi padre en lo más profundo de mis recuerdos; ni siquiera pensaba en él, y cuando alguien me lo nombraba, me las arreglaba para que la sola mención de su persona no me atravesara el pecho como una de esas tantas balas que Ethan me había disparado. Pero esta vez el recuerdo de su existencia había sido desenterrado delante de Jesse, y su confusión y curiosidad fueron dolorosamente evidentes. En algún momento, tal vez pronto, él querría saber de qué se había tratado todo eso.
Todos en el pueblo sabían acerca de mi padre y de las cosas que él había hecho. Excepto una, y me suponía un alivio indescriptible que esa parte de la historia siguiera en lo oculto. De todos modos, me dolía que lo mencionaran y hablaran sobre su pasado (aun cuando la mayoría de las cosas que decían fueran verdad) y sobre los años previos a su muerte, y me estremecía al pensar que la gente lo hacía no solo en la calle, sino también en sus hogares, con sus familias y amigos, como si fuera la historia ideal para contar cuando se acababan los temas de conversación.
No quería oír sobre él, pensar en él, ni recordar nada de nada. Nunca más.
Pero bien sabía yo que eso jamás iba a ser del todo posible, así que había aprendido a manejarlo. El problema era que, aquella noche, Ethan había llegado demasiado lejos con sus comentarios ladinos. Y también había mencionado a una supuesta novia de Jesse. ¿Sería verdad? No me sorprendería que hubiera mentido, pero había sonado tan convencido, aunque Jesse lo había negado... ¿Qué debía creer?
«Dios mío, ¿por qué diablos fui a esa cena? ¿Por qué, por qué, por qué?», lloriqueé por dentro y por fuera, repitiendo esas palabras una y otra vez. Dejé que las lágrimas salieran despacio mientras, allí sentada, observaba la calle en penumbras y la silueta que se iba acercando a mí.
Jesse se sentó a mi lado a mitad de un suspiro.
—¿Qué estás haciendo aquí? —pregunté sin mirarlo.
—No podía dejarte ir así.
Ambos guardamos silencio durante un rato. Una suave pero fría brisa corría de a momentos, meciendo las hojas de los árboles. Cuando ya no pudo contenerse, Jesse se volvió hacia mí. Me resultó imposible no hacer lo mismo. El clima helado hacía que su piel se viera más blanca y que, por lo tanto, el verde de sus ojos se viera más intenso.
—Mel, somos amigos; pero no pretendo obligarte a hablar sobre algo de lo que claramente no quieres hablar, ni quiero que me cuentes algo que no quieres contarme. No me gusta entrometerme. Pero... debo confesar que me resulta un poco raro que nunca menciones a tu padre; ni siquiera de pasada. Y... —vaciló, eligiendo sus palabras con extremo cuidado—. Tu reacción cuando mi padre lo hizo fue... extraña. Demasiado extraña, de hecho. —Se detuvo y me estudió detenidamente. Esquivé su mirada y fijé la mía en el césped cubierto de escarcha—. Mel..., ¿qué ocurrió con tu padre?
—No quiero hablar de eso —respondí en voz alta, y lo miré a los ojos—. No voy a hacerlo. Lo lamento.
Jesse frunció los labios. Sabía que la curiosidad le carcomía el cerebro, y que quizá hasta se sentía un poco culpable por eso. Ojalá hubiera podido hacer lo que él quería que hiciera, contárselo todo, pero no podía ni comenzar a considerar hacer semejante cosa. Me parecía una auténtica y tremenda locura, y una decisión extremadamente peligrosa.
Los ojos de Jesse se perdieron en la nada y sus hombros cayeron como si se hubiera desinflado de repente.
—Confío en ti —dije sin poder contenerme. Sentía que debía recordárselo—. Pero no quiero hablar de eso... No puedo hacerlo, Jesse... De verdad, no puedo. Lo siento.
—Deja de disculparte. Jamás será necesario pedir perdón por no querer hablar de algo que te hace daño. —Su mano recorrió mi espalda, sus labios me sonrieron y sus dedos se entrelazaron con los míos—. ¿Quieres dar un paseo? Aún es temprano y no estoy listo para despedirme de ti.
No pude evitar corresponder a su sonrisa.
—Yo tampoco estoy lista para despedirme de ti. —Apreté su mano y él me ayudó a levantarme.
Fuimos caminando despacio hasta el único parque del pueblo. El aire que corría estaba impregnado del rocío frío que caía sobre los juegos, las plantas y el césped, convirtiéndose en escarcha.
Me senté en un columpio y Jesse ocupó el de al lado.
—Así que tienes novia —comenté en un tono de indiferencia muy mal logrado. Pensaba que eso no debería afectarme, dado que él y yo éramos solo amigos, pero no podía negar que el comentario de su padre había sido una sorpresa un tanto desagradable. Lo bueno era que podía justificar mi curiosidad con la indignación que debería haber experimentado al sospechar que había salido con mi mejor amiga mientras tenía otra novia.
—No —contestó Jesse—. No tengo novia; te lo juro, Mel. El problema aquí es que mi padre se niega a aceptar que Emma y yo ya no estamos juntos, ni volveremos a estarlo.
»Por cierto, quiero pedirte disculpas por el comportamiento de mi padre. Por favor, no te lo tomes como algo personal; él es así con todo el mundo. Si no te agradan las mismas cosas que a él, no le simpatizarás demasiado. Él y Emma tenían muchos intereses en común, por eso se llevaban bien. Además, es el mejor amigo de su padre desde la infancia, así que nuestras familias siempre han sido muy unidas.
»De todas maneras, no te preocupes por eso. —Tomó aire y bajó la cabeza, indudablemente disgustado con el tema de conversación—. Emma era mi novia cuando vivíamos en Los Ángeles. Salimos como por dos años. Al principio todo marchaba bien, hasta que yo tuve unos... «problemas» que comenzaron a perjudicar nuestra relación e inevitablemente terminaron rompiéndola. Seguimos viéndonos durante un tiempo y hasta tuvimos la intención de volver a intentarlo, pero no funcionó; y yo no he vuelto a saber de ella desde que me mudé aquí.
Permanecí en silencio mientras procesaba lo que acababa de oír, balanceándome despacio en mi columpio.
Le creía. Por más que quisiera, no podía permitirme dudar de él. Era su palabra contra la de alguien que ya había demostrado no ser digno de confianza.
Había algo más que quería saber, algo que justamente tenía que ver con las relaciones que él había tenido, pero no precisamente con esa de la que acababa de hablarme. Se trataba de una que me intrigaba muchísimo más.
—¿Y qué pasó con Vera? —pregunté con sumo cuidado.
Para mi sorpresa, Jesse sonrió.
—¿Y qué pasó con Kevin? —me preguntó él.
Le devolví la sonrisa.
—Yo pregunté primero.
—Pero yo hablé primero acerca de Emma. Ahora es tu turno.
Suspiré y me alejé de sus ojos. Tenía que contárselo; le había prometido que lo haría. Pensé que iba a costarme mucho, pero habiendo pasado ya más de una semana, hablar acerca de lo que había ocurrido con Kevin aquel día en la ciudad fue bastante más sencillo de lo que había creído que sería. Esa era la ventaja de sentirse decepcionada en lugar de enfadada: la decepción te abre los ojos, el enojo te ciega.
—Bueno —dijo Jesse sin mostrarse ni un poco asombrado por todo lo que yo acababa de contarle—, ahora comprendo por qué no lograba que ese tipo me cayera bien. Era demasiado obvio que algo escondía. Y... bueno, yo lo sabía.
Lo miré perpleja. Él respiró profundo y se mostró abochornado.
—Mira, Mel, no iba a contarte esto, pero después de lo que tú acabas de contarme... supongo que te debo una explicación por lo que pasó aquel sábado después del juego entre Kevin y yo.
»Sé que fue raro, pero no ocurrió solo porque sí. Unos días antes, cuando acabábamos de terminar una práctica, estábamos en los vestidores y Kevin hablaba con uno de sus amigos acerca de una chica a la que estaba viendo. La verdad, pensé que se trataba de ti, hasta que lo oí nombrarla. Era una chica del último año, la misma con la que tú lo viste en el parque. Entonces su amigo le preguntó por ti, y él le dijo que no estaba seguro de querer seguir viéndote porque en el baile de San Valentín tú no habías... —Jesse carraspeó, evidentemente incómodo—. Bueno, digamos que no llegaste tan lejos como él habría deseado que llegaras. El problema fue que no lo dijo con esas palabras; usó otras que no pienso repetir. Lo que más me molestó de oírlo hablar así fue que estuviera hablando de ti. No entendía cómo podía hacerlo, cómo podía incluso reírse...
»De todas formas, no iba a intervenir, pero ellos se dieron cuenta de que los estaba escuchando, y como Kevin sabía que tú y yo éramos amigos, me pidió que no te contara lo que había oído. Yo aproveché para decirle que era un idiota, él me respondió con otro insulto y empezamos a discutir hasta que su amigo intervino, cuando ya estábamos cerca de irnos a las manos. Por supuesto, no volví a hablar con él después de eso, y las cosas quedaron muy tirantes entre nosotros.
»Quería decírtelo, Mel; quería contarte lo que había oído, pero tú habías dejado de hablarme, parecías afligida y preocupada, y yo no quería hacerte sentir peor. Y verlo consolándote aquel día después del juego.... No sé cómo no me le tiré encima en ese preciso instante. Creí que explotaría.
Pestañeé varias veces y fijé la mirada en mis zapatos.
—Hiciste lo correcto en no decírmelo —murmuré—. No habría podido manejarlo, yo... —Me detuve y fruncí el ceño. No quería hablar de eso; no quería que me confirmaran que efectivamente había sido una ciega tonta incapaz de ver la verdad antes de que fuera demasiado tarde. El daño ya estaba hecho, no ganaba nada revolviendo la basura maloliente. Volví a alzar la cabeza y le sonreí—. No hablemos más de eso, ¿sí? Además, es obvio que se trata de un intento tuyo para desviarme del tema central. Aún no acabó tu turno de hablar. Yo te conté acerca de Kevin, tú tienes que contarme acerca de Vera. No puedo fingir que lo que sea que haya ocurrido entre ustedes dos no despierta mi curiosidad. Nunca pude terminar de comprenderlo.
Jesse esbozó una sonrisa torcida y se puso a juguetear con sus guantes.
—Quizá porque nunca hubo nada entre nosotros —dijo en voz baja, pero lo oí perfectamente.
—¿Qué?
Él me miró y sacudió la cabeza.
—Te mentí, Mel. Te mentí a ti, a ella, a todos...
»Nunca fue mi intención hacerlo, pero aquel día que quedamos varados en el pueblito y tú comenzaste a preguntarme acerca de la escuela y mi vida social, y quisiste saber si había una chica... casi entro en pánico. Te di a entender que la chica que me gustaba era Vera, porque al tenerte sentada frente a mí, mirándome a los ojos... no pude decirte que esa chica eras tú.
Él esperó a que yo dijera algo, pero mi cerebro había colapsado y mis pensamientos se habían enmarañado tanto que no estaba segura de en qué idioma hablaría si abría la boca. Jesse lo notó y me sonrió con gracia.
—Sinceramente, nunca pensé que Vera fuera a interesarse en mí. Cuando lo hizo, fue la primera vez que me di cuenta de que había metido la pata.
»Consideré decirle la verdad a todo el mundo, pero tú eras tan buena conmigo, y me tratabas como a un amigo, así que me convencí de que eso era lo único que deseabas de mí: una amistad; y no quise arruinarla. Entonces, hablando con Bryan, me dijo que hacía ya bastante tiempo que estabas enamorada de Kevin y que no podías dejarlo ir. —«¡Ese maldito mentiroso!», grité para mis adentros, recordando que Bryan me había dicho que solo le había aclarado a Jesse que Kevin y yo no éramos más que amigos. Ya saldaría cuentas con él más tarde—. Así que agradecí no haber sido sincero aquel día que el autobús nos dejó varados. —Hizo una pausa y soltó un largo suspiro—. Ahora siento que todo lo que pasaste con Vera y con Kevin fue por mi culpa, y que debería haber sido más valiente cuando tuve la oportunidad de serlo.
—No fue tu culpa, Jesse —dije, finalmente recuperando el habla—. Al menos no del todo. Fue mi culpa también.
—Tú te creíste mi mentira...
—Y Vera nunca se creyó la mía, por eso las cosas terminaron así.
Jesse me miró frunciendo el ceño.
—¿A qué te refieres? —me preguntó confundido.
—Aquel día en el pueblito, cuando te pregunté si había alguna chica, lo hice porque había oído que estabas interesado en alguien, y tenía la esperanza de que fuera en mí.
»La verdad es que nunca quise que me gustaras como algo más que un amigo, porque tiendo a arruinar cualquier relación que vaya más allá de una amistad. Pero Vera insistía e insistía, tanto así que terminó haciéndome creer que había posibilidades de que yo fuera esa chica que supuestamente te gustaba. Incluso cuando le dije que en realidad era ella y le juré mil veces que no sentía nada por ti, siguió vigilándonos. Absolutamente todo lo que hizo, lo hizo para hacernos reaccionar a ambos. Ese fin de semana que se fueron juntos a Nueva York... me pasé la mitad del baile de San Valentín pensando en lo que podían estar haciendo —le confesé sintiendo que mis mejillas se coloreaban—. No pensé que Vera notaría mi alivio cuando me contó que no había pasado nada entre ustedes, pero es muy difícil engañarla; por no decir imposible. El único error aquí fue creernos más inteligentes que ella.
—Probablemente tengas razón —respondió Jesse—. Pero yo sigo pensando que el mayor error fue mentirte y haber desperdiciado tanto tiempo..., tantas semanas eternas, tantos días deseando que milagrosamente te enteraras de la verdad sin que yo tuviera que decírtela.
—Pues ahora la sé. Y tú también sabes la mía, así que, supongo que estamos parejos. —Me atreví a alzar la mirada. Él ya estaba mirándome. Me sonrió y se mordió el labio inferior.
—Siempre supe que Vera sospechaba algo —dijo—. Y se me da por pensar que se sintió usada, en cierto modo. No la culpo. Actué estúpidamente... Tengo que admitir que hice demasiado evidente el hecho de que no es el tipo de chica que me gusta. No me mires así —tio al encontrarse con mi mirada incrédula—. Las chicas como Vera me repelen, me ponen incómodo. Podrá haber sido la amiga más dulce y considerada contigo, pero con el resto del mundo era despiadada y cruel.
»Ese fin de semana en Nueva York consideré saltar del décimo piso del hotel. Los pocos ratos que compartimos juntos fueron suficiente para hacerme comprender que había cometido un enorme error al haber aceptado viajar con ella. Pero en ese momento me pareció una mejor idea que quedarme solo en casa, pensando en que tú estarías festejando San Valentín con Kevin. Qué idiota —murmuró para sí mismo—. El sábado del juego, después de besarme, Vera «terminó» conmigo, y me pidió que dejara de hacerme el tonto y que me fuera contigo. Pensé que finalmente se había dado cuenta de que yo sentía algo por ti, que lo había descubierto ese mismo día. Nunca se me habría ocurrido imaginar que siempre lo supo y que hizo todo a propósito desde un principio, pero en realidad no me sorprende. Es una buena actriz, tenemos que reconocérselo.
Abrumada, y ya no queriendo oír sobre Vera y sus tramoyas, me levanté y comencé a caminar despacio, sorteando los arbustos, las plantas y los juegos cubiertos por la fina capa de escarcha que le daba al parque una apariencia blanca y helada. Tenía la cabeza en llamas, pero mi corazón se encontraba disfrutando de una calma que hacía tiempo no experimentaba.
—No puedo creer que haya tenido que perder a dos de las personas más importantes en mi vida para al fin darme cuenta de lo que siento —dije, caminando con las manos en los bolsillos de mi abrigo. Oí que Jesse también se levantaba de su columpio.
—Lamento que en parte haya sido por mi culpa.
—Si nos remontamos al comienzo de todo esto, en realidad fue culpa mía. Siempre fui tan lanzada con los chicos, nunca tuve problemas para hacerles saber que me gustaban, pero no sé qué me pasó contigo. Puede que, por primera vez, haya tenido verdadero miedo al rechazo y, como tú, a arruinar una amistad tan prometedora. De haber sabido que no sería capaz de conformarme con una simple amistad, te lo habría confesado todo aquel día en el pueblito.
Me detuve y me di vuelta. Jesse recorría el mismo camino que yo había recorrido. Sus pies hacían ruido al quebrar la gramilla congelada. Se detuvo frente a mí y una sonrisita tierna le curvó los labios.
—Así que yo te gusto. Y tú me gustas.
—Eso parece.
—¿Crees que, habiendo aclarado eso, ya podremos dejar de perder el tiempo?
—Sí, creo que sí —alcancé a contestar justo antes de que él tomara mi rostro entre sus manos y me besara con las ansias contenidas de alguien que había esperado demasiado a que este momento llegara.
Y se sintió como si cada minuto, cada hora, cada día y cada semana de espera, hubieran valido la pena.
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