Capítulo 7
Permanecí petrificada unos segundos más en el sitio exacto donde Vera me había abandonado, hasta que mi cerebro decidió conectarse de nuevo con mis piernas y comencé a caminar hacia mi casillero, ignorando los varios pares de ojos fijos en mí y los cuchicheos irritantes que me perseguían.
Me apresuré a tomar el libro para mi próxima clase y fui a través de los pasillos sin mirar a nadie a la cara, con los oídos silbando a causa de la velocidad con la que me movía. Cuando llegué al salón, no me extrañó para nada encontrarme con que Vera no estaba allí. Kevin me dirigió una sonrisa a la que no pude corresponder y fui hacia mi mesa a paso apurado.
Tan pronto como el profesor comenzó a hablar, las palabras de Vera empezaron a resonar dentro de mi cabeza, para mi desgracia y desesperación, tomando cada vez más sentido. Una parte de mí, quizá la más testaruda, se negaba a aceptar que existiera la posibilidad de que todo lo que Vera había dicho fuera verdad. No podía ser que las cosas se hubieran dado vuelta tan repentinamente; y que, después de todo lo que había tenido que vivir el último fin de semana, acabara de perder a mi mejor amiga. Sentí que me faltaba el aire y escondí el rostro tras las manos.
—¿Se encuentra bien, señorita Thompson? —La voz del profesor me hizo sobresaltar.
Descubrí mi rostro y me encontré con que no era solo él quien me observaba fijo: todos los pares de ojos de los presentes en el salón apuntaban hacia mí. Me sonrojé un poco y asentí enérgicamente mientras me enderezaba en la silla. El profesor no insistió y siguió con la clase, y tras unos largos e interminables segundos, todas las miradas ávidas y penetrantes volvieron a fijarse en él.
Todas, excepto la de Jesse. No despegué los ojos de la pizarra, pero percibí los suyos apuntándome como dos reflectores casi todo el tiempo. Parecía que todo había perdido color a mi alrededor, menos ese par de ojos verdes.
Durante el almuerzo, Regina y Karen hablaron de cualquier cosa evitando mencionar a Vera o mirarme demasiado. Supuse que ya todos sabían que aquello que habían presenciado no había sido una simple discusión. Había sido un cierre, probablemente permanente.
Jesse no dejó de observarme en silencio durante todas las clases. El ambiente se sentía tan cargado de tensión que ni siquiera Sarah y Bryan (quienes se destacaban por su valentía cuando se trataba de hablar de temas delicados) se atrevieron a decirme nada.
El viaje desde la escuela hasta la parada del autobús y desde la ciudad hasta el pueblo fue lento y tedioso. Oía a Sarah y a Bryan conversar en voz baja sobre el examen de Ciencias mientras observaba distraídamente los tristes paisajes bajo el cielo grisáceo a través de la ventanilla con Jesse a mi lado, su rostro inmutable y sus ojos fijos en el asiento de adelante.
Creí que estaría a salvo por el día cuando Sarah y Bryan doblaron en la esquina que les correspondía, pero al llegar el momento de separarme de Jesse tras una breve caminata silenciosa, él finalmente juntó coraje y se volvió hacia mí con una expresión demasiado seria que no combinaba con su rostro aniñado.
—Mel, ¿qué fue todo ese revuelo con Vera en la escuela? —me preguntó, mirándome directo a los ojos de una manera que hizo que mi estómago saltara nervioso—. Vamos, sabes que puedes contarme —agregó al ver que yo no respondía.
—No quiero hablar del asunto —murmuré escapando de sus ojos.
—¿Y qué vas a hacer? ¿Encerrarte a consumirte hasta que un día empieces a sentirte mejor y puedas hacer de cuenta que no ocurrió nada? ¿Igual que lo hiciste conmigo después del fin de semana del baile de San Valentín?
—Supongo que te debo una disculpa por eso —suspiré—. No sé exactamente qué me pasó esos días. No estaba siendo yo misma.
—Exacto —coincidió Jesse—. Tú no eres así. Si bien no soy quien mejor te conoce, sé que no eres esa cara larga que llevas puesta últimamente.
—No puedo estar siempre con una sonrisa pintada en los labios siendo la Señorita Positividad y animando a todo el mundo —repliqué alzando un poco la voz—. Yo también tengo problemas, y debo lidiar con ellos.
—Y yo quiero ayudarte a hacerlo. De la manera que sea, escuchándote o acompañándote... Como tú quieras, Mel.
Lo observé detenidamente y tuve que tragar saliva y respirar hondo para retener las lágrimas que querían hacer su gloriosa reaparición.
—¿Por qué estás haciendo esto? —le pregunté angustiada—. Después de cómo me comporté contigo, después de lo que te hice el sábado... No lo merezco.
—Sí lo mereces —contestó Jesse—. Tener una mala actitud cada tanto no te convierte en una mala persona. Sé de lo que hablo. Puedo ver lo que llevas adentro. Me lo mostraste cuando estuviste para mí incluso sin conocerme, cuando todos me miraban como el bicho raro recién llegado, tú me acompañaste y me apoyaste desde el primer momento. Nunca podré terminar de agradecértelo.
No supe qué decir. Mi cabeza no estaba funcionando correctamente y las palabras de Jesse me sumieron en un estado desconocido para mí, haciéndome experimentar algo extraño que me hacía sentir entre incómoda y halagada.
Jesse suspiró y se descolgó la mochila para revolver dentro de ella y extraer una lapicera y un pedazo de papel sobre el que garabateó algo. Cuando me lo extendió, lo tomé sin pensarlo.
—Es mi número de teléfono —explicó esbozando una media sonrisa—. Por si me necesitas, para lo que sea. Puedes llamar o escribirme, cualquier día, a cualquier hora. Y la verdad es que espero que lo hagas. Aún tenemos planes pendientes, no lo olvides. Y, por favor, Mel, déjame estar para ti como tú estuviste para mí. No me empujes lejos. No quiero perderte.
Mi respuesta escapó de entre mis labios antes de que yo pudiera decidir darla.
—No vas a perderme. Te lo prometo.
Jesse sonrió. Fue una sonrisa de verdad a la que, sin proponérmelo, correspondí mientras continuábamos mirándonos el uno al otro con las manos en los bolsillos de nuestros abrigos. Un escalofrío me recorrió la espalda cuando la brisa helada se coló por los límites de mi chaqueta.
—Bueno, debo irme a casa —dije tras estremecerme ligeramente.
—Sí, yo también —contestó Jesse acomodándose la bufanda.
Mis dedos juguetearon dentro del bolsillo con el papel que él me había entregado.
—Adiós, Jesse. Y gracias. Por todo.
Sus mejillas se encendieron y agachó la cabeza.
—No tienes que agradecerle. Esto es lo menos que puedo hacer. Adiós, Mel. Nos vemos mañana. —Me saludó con la mano y dio media vuelta para caminar hacia su casa.
Permanecí allí durante unos segundos más, observándolo alejarse, respirando hondo y llenando mis pulmones de aire gélido. Tras otro escalofrío, seguí andando hacia mi casa.
Dentro de la sala, el fuego crepitaba en la chimenea y el ambiente cálido era tan agradable que mis agarrotados músculos se relajaron. Después de muchos años siendo todo lo contrario, mi casa se había convertido en el lugar en el que más segura me sentía. Mi día mejoró un poco más cuando vi que mamá volvía a ser la misma de siempre, y que me estaba esperando con galletas recién horneadas y chocolate caliente. Y así volví a sentirme a salvo, algo a lo que todavía no me acostumbraba del todo.
Siendo sincera, no recordaba haber tenido un día tan raro. De a ratos me parecía que nada de lo que había ocurrido en las últimas semanas tenía sentido, pero de repente parecía que sí, y me sentía como una idiota por no haberlo visto antes y haber permitido que las cosas llegaran tan lejos. Mi castigo era haber perdido a Vera. Sabía que me llevaría un buen tiempo acostumbrarme a esa idea. Por el momento me encontraba algo así como anestesiada, pero le temía demasiado a la llegada del día en el que, finalmente, despertara para descubrir que el efecto ya se había desvanecido.
Cuando me metí en la cama después de lo que pareció ser el día más largo de todos, me atreví a confortarme a mí misma pensando que quizá no todo estaba perdido respecto a Vera. Nunca había acontecido entre nosotras una situación como la de ese día, pero tal vez transcurrido un tiempo, cuando las aguas estuvieran más calmas, las cosas se solucionarían. Me aferré a ese pensamiento positivo, a esa esperanza, mientras caía dormida.
❀❀❀
El día siguiente no fue muy bueno que digamos, pero podría haber sido peor.
En nuestra división había un grupo de cuatro chicas al que todos llamaban «las espinosas», obviamente por lo poco agradables que eran. Vera las aborrecía; con apenas verlas se le ponían los pelos de punta. Bueno, pues, menuda sorpresa me llevé al entrar a la primera clase de la mañana y, una vez hecho el descubrimiento de que el asiento contiguo al mío se encontraba vacío, ver a Vera conversando animadamente con aquellas mismas personas a las que tantas veces había criticado despiadadamente. Entonces noté que eran cuatro con Vera, y recordé que los padres de una de las chicas se habían divorciado recientemente y, la semana anterior, ella se había mudado a Boston con su padre. Me dolió bastante la imagen de Vera ocupando su lugar, pero me las arreglé para disimularlo. Viéndole el lado positivo, me ahorraba la incomodidad de tenerla tan cerca después de lo que había sucedido entre nosotras. Supuse que ella pensaba lo mismo.
Por lo menos hallé un poco de consuelo en el hecho de que Karen y Regina dejaran bien en claro con sus actitudes que no tenían intención alguna de seguir a Vera y convertirse en las nuevas «espinosas». Tampoco tenía dudas de que, aunque Sarah y Bryan tuvieran su propio grupo de amigos en la escuela, yo era bienvenida a unirme a ellos cuando quisiera. Sentirme tan contenida sin necesidad de que me lo recordaran hizo que la sensación de soledad que llevaba mucho más de un día asediándome se aplacara un poco junto con esa ladina tristeza que no dejaba de rondarme y acosarme. Pero cuando salía del baño antes de que sonara el timbre que daba por finalizada la hora del almuerzo, la reciente calma que había estado experimentando se vio alterada al chocar de frente con alguien que resultó ser... Kevin.
—Mel, te estaba buscando. —Me sonrió alegremente—. ¿Cómo estás?
—Bien —contesté, pero mi intento de sonrisa acabó en una mueca extraña—. ¿Y tú?
—Excelente. Quería hablarte porque estaba pensando que quizás el fin de semana podríamos hacer algo juntos.
Si él me hubiera dicho eso el lunes, o al menos el sábado antes de la conversación que habíamos tenido, yo tendría que haber luchado contra las ganas de ponerme a dar saltitos de la emoción. Pero en ese momento lo único que se me cruzaba por la cabeza eran los planes pendientes que Jesse había mencionado, y después de la última desafortunada conversación con Kevin, la balanza se inclinaba inevitablemente más hacia el lado de Jesse.
—Oh, es que ya tengo planes para el fin de semana —mentí—. Lo lamento.
La sonrisa de Kevin desapareció para reaparecer un segundo más tarde, mucho más torcida y forzada.
—Está bien, no hay problema —dijo encogiéndose de hombros—. Supongo que será en otra ocasión. Bueno, tengo que irme. Nos vemos. —Y se alejó con rapidez.
Maldije para mis adentros. Realmente esperaba que rechazar invitaciones de Kevin no se convirtiera en una práctica frecuente en mi vida. Confiaba en que la causa fuera simplemente ese montón de residuos amargos que seguía saboreando desde el sábado por la tarde. Cuando al fin se disolvieran, seguramente regresarían las mariposas que despertaban en mi estómago cada vez que lo veía, y al fin dejaría de sentirlo tan vacío como lo estaba sintiendo.
El viernes, después de una semana extrañamente pacífica pero también muy aburrida sin Vera a mi lado, finalmente junté coraje para invitar a Jesse a hacer algo juntos. Él se había estado portando de maravilla conmigo: sin rencores de ningún tipo, hablándome durante los viajes en autobús, cuando nos cruzábamos en los pasillos y siempre que me encontraba conectada al chat por las noches (aunque las conversaciones fueran, en su mayoría, sobre cosas de la escuela).
Antes de que comenzara la última clase, lo vi acomodando unas cosas en su casillero y me acerqué, vacilando un poco. Él notó mi presencia y se volvió hacia mí sonriendo.
—Hola, Mel. ¿Qué pasa?
—Hola, Jesse... —Le devolví la sonrisa y salté a la piscina antes de arrepentirme—. Me estaba preguntando si te gustaría hacer algo hoy después de clases. Conmigo, claro. Podríamos ir al cine, o a algún otro lado...
Los hombros de Jesse cayeron y su sonrisa se desvaneció.
—Ah, Mel, realmente lo lamento, pero no puedo. Tengo una práctica después de clases...
—Está bien, no te preocupes... —lo interrumpí con prisa, pero entonces él me interrumpió a mí.
—Pero podemos hacer algo mañana, si quieres. No tengo ningún otro plan para el resto del fin de semana.
—¡Por supuesto! —exclamé, y sentí que me sonrojaba. Intenté tranquilizarme y ocultar mi entusiasmo, pero la sonrisita de satisfacción de Jesse me lo ponía difícil—. Genial, haremos algo mañana.
Caminamos juntos hasta el salón de clases hablando de tonterías despreocupadamente. Se sentía tan bien ver que todavía era capaz de reír con ganas gracias a los comentarios y acotaciones ocurrentes que Jesse hacía. Cuando entramos al salón, me percaté de que Vera nos observaba con el entrecejo fruncido. Al encontrarse con mi mirada, apartó la suya bruscamente y la clavó en sus libros. No quise detenerme a analizar ese gesto extraño, así que la ignoré de la misma forma en que ella había decidido ignorarme a mí. Ambas sabíamos que, por el momento, con las aguas aún tan turbias, aquello era lo mejor que podíamos hacer.
Cuando finalizaron las clases del día, decidí pasar un poco de tiempo conmigo misma. Hacía mucho que no armaba planes para mí sola, y me encontraba necesitándolo más que nunca. No quería oír a nadie hablándome, ni sentirme obligada a romper silencios o seguir conversaciones que no me interesaban; no quería pensar demasiado, hacerme preguntas para las que no tenía respuestas ni malgastar aquel hermoso día (frío pero soleado) encerrándome dentro de mi casa en un pueblo deprimente tan temprano. Lo que más quería y precisaba era dedicarles unas horas a las actividades que más me gustaban hacer y que últimamente habían quedado en el olvido.
Aproveché para ir al cine, donde estaban pasando una película que tenía muchas ganas de ver, luego di un paseo por mi parque favorito, observando el bellísimo paisaje que conformaban los árboles congelados, la escarcha que cubría el césped y las demás plantas, los niños jugando, sus mamás y niñeras sentadas en los bancos bebiendo café, conversando alegremente, felices de que el fin de semana finalmente hubiera llegado. Atrapada en tan mágica postal, me sorprendí de descubrirme sonriendo tantas veces y me arrepentí de haber dejado mi cámara en casa.
El tiempo se pasó volando mientras miraba vidrieras y me metía a husmear en cuanta librería encontraba. Me alarmé un poco al consultar mi reloj y descubrir que ya eran casi las siete. Mamá comenzó a enviarme mensajes, advirtiéndome acerca de la inminente noche en la ciudad, que nunca era muy segura que digamos. Recordé que había un autobús que pasaría en quince minutos, así que apuré el paso hacia la parada, pensando en las pizzas que pediríamos con Sarah y Bryan tan pronto como llegara a casa. Quizá hasta podríamos invitar a Jesse, si no estaba muy cansado después de la práctica.
Camino hacia la parada del autobús, atravesé varios parques que, ya sumidos en la oscuridad, presentaban cierto aspecto siniestro. Mientras cruzaba el centro del tercero, caminando cada vez más rápido, oí risas y voces a las que no les presté atención hasta que una de ellas gritó mi nombre.
—¡Mel! ¡Hey, Mel!
Me detuve y miré hacia esa dirección. La voz femenina que me había llamado me sonaba familiar. Distinguí en un banco a un grupo de gente fumando y bebiendo algo. Reían mucho y hablaban casi a los gritos; pero yo solo tenía ojos para uno de ellos, el único que me resultaba inconfundible.
—¿Kevin?
—¿Keeeeviiiiinnn? —repitió de forma burlona la muchacha que me había estado llamando—. ¿Eres tú, Kevin?
Todos se rieron aún más fuerte. Kevin tenía una chica sentada sobre sus piernas, la cual, a su vez, tenía sus brazos alrededor del cuello de él. Un coche dobló en la esquina y sus faros iluminaron a todos los que estaban en aquel banco: reconocí a varios del último año de mi escuela y descubrí que quien había estado llamándome era Rebecca, del grupo de porristas, la misma que me molestaba en los pasillos de la escuela siempre que veía la oportunidad de hacerlo.
Y quien estaba sentada sobre las piernas de Kevin era Ángela, la chica que a él le gustaba desde hacía bastante tiempo; la chica que «no quería nada con él, la que ni siquiera sabía quién era Kevin». Bueno, pues parecía ser que eso había cambiado en los últimos días... O, quizás, hacía ya un tiempo, probablemente antes del baile, sin que yo lo supiera. Ahora entendía por qué Rebecca y su grupo habían estado burlándose de mí más que nunca y se reían cada vez que nos cruzábamos en los pasillos.
Mi corazón se desbocó y comenzó a arremeter con fuerza contra el interior de mi pecho. Quise tragar saliva, pero había un nudo de tamaño descomunal en mi garganta. Kevin apartó a Ángela y se levantó para caminar hacia mí.
—Mel, ¿qué haces aquí? —preguntó con los ojos muy abiertos.
—Lo mismo podría preguntarte yo a ti, pero sé que no es de mi incumbencia —contesté con dureza, si bien por dentro estaba llorando como una niñita de cinco años. Me sentía la persona más estúpida sobre la faz de la Tierra—. ¿Acaso no debería estar aquí? ¿No tengo derecho? ¿Qué hay de ti?
—No me refería a eso, es solo que...
Sus amigos nos gritaban. No podía entender lo que decían, pero oía las risas estridentes.
—Veo que te estás divirtiendo —dije pestañeando con fuerza para impedir que se me escaparan las lágrimas—. No era mi intención interrumpir.
Kevin suspiró. Parecía realmente incómodo. Quería decirle que no necesitaba explicaciones, que lo entendía todo, pero las palabras no acudieron a mi boca.
—Mira, Mel, sé lo que piensas de todo esto, pero...
—¿Pero qué? —lo interrumpí agresivamente—. ¿Qué vas a decirme? ¿Que fue producto de mi imaginación? ¿Que en realidad no tenías a Ángela sentada sobre tus piernas?
Kevin no contestó.
—¡Uhhhh, Mel está enojada! —gritó Rebecca, y todos se carcajearon—. ¡Ten cuidado, Kev!
—Felicidades —mascullé ignorando a sus amigos—. Parece que ella finalmente se fijó en ti.
—Mel, lo lamento mucho... —dijo Kevin en voz baja. Eso tan solo consiguió aumentar mi furia, y también mi tristeza—. Todas esas cosas que te dije el sábado, las dije porque no quería lastimarte. Creí que simplemente te decepcionarías y te alejarías de mí lo suficiente como para que, si te enterabas de esto, tal vez no te afectara tanto. Pero no esperaba que ocurriera tan pronto...
—Kevin, ¡ven aquí! —lo llamó Rebecca—. ¡Mel, Kevin está con mi amiga, ya es tiempo de que te des por vencida y renuncies a él! ¡Ya ha pasado más de un año desde que te rechazó! ¡Y ya todos saben lo patética y ridícula que eres! ¿Por qué no lo superas de una buena vez y dejas de molestar? ¡Tonta! ¡Él no te quiere!
Las carcajadas que le siguieron a esas palabras me perforaron como balas. Kevin no hizo nada para impedir que sus amigos siguieran burlándose de mí.
—Espero que tengas suerte, Kevin —dije secándome bruscamente una lágrima antes de que él la viera—. Más que la que yo tuve. Me voy, tus amigos no me quieren aquí y tú deberías estar divirtiéndote con ellos, en lugar de perder el tiempo conmigo. Adiós.
Me di vuelta y continué atravesando el parque. Oí a Kevin llamándome débilmente un par de veces, pero no me siguió ni intentó detenerme.
La mezcla de enojo y tristeza que estaba sintiendo me hacía temblar y respirar con dificultad. ¿Cómo no había previsto algo así? ¿Cómo me había permitido creer que, de un momento para el otro, después de un año de espera y como si se tratara de un estúpido milagro, las cosas con Kevin podían empezar a salir bien? ¿Por qué me había costado tanto ver que en realidad no lo conocía ni la mitad de todo lo que nuestros años de amistad me habían hecho creer que lo conocía? No; no lo conocía ni un poco.
Una hora después llegué a casa, pero no fui capaz de atravesar la puerta de entrada. Mi habitación, oscura y desierta, me parecía un monstruo tenebroso listo para atraparme en cuanto me acercara a él. Al menos, cargando con todo lo que cargaba.
Por mucho que pesaran las lágrimas que estaba reteniendo, no podía soltarlas. Quería, pero no podía. Había pasado tanto tiempo eludiendo todos los detonantes que me habían rodeado que ahora necesitaba uno nuevo, uno poderoso. Y apenas unos segundos más tarde, supe cuál era ese detonante que me hacía falta. Era aquel del que más había huido; aquel al que más le había temido. Él era el único que podría ayudarme. Quizá siempre lo había sido.
Saqué del bolsillo de mi chaqueta el pedazo de papel que había cargado conmigo toda la semana. Luego tomé mi teléfono y marqué en él el número que estaba anotado en el papel.
Cuando escuché su voz, las lágrimas finalmente aparecieron. No hizo falta pedirle que viniera; lo único que él dijo apenas me oyó llorar, fue que estaría allí enseguida. No lo habría llamado si verdaderamente no me hubiese hecho falta tenerlo a mi lado. A pesar de lo poco que sabía sobre él, confiaba en que me comprendería y dejaría las preguntas para otro momento. Lo único que necesitaba esa noche, era su compañía.
Y él me la dio. En menos de cinco minutos, se sentó a mi lado en los escalones del porche, me rodeó con su brazo y permaneció en silencio junto a mí, oyéndome llorar, permitiéndome liberarme de esas lágrimas que parecían echas de veneno puro, que quemaban y cargaban con tanto; no solo con lo que había ocurrido esa tarde... Había más, mucho más.
A él no le importó el tiempo perdido siendo mi pañuelo; no le importó el frío, las lágrimas que empapaban el hombro sobre el que descansaba mi cabeza, la falta de palabras, el cansancio. Y fue entonces cuando comprendí que no bastaba con estar complacida de que el universo hubiera hecho que nuestros caminos se cruzaran. Tenía que estar agradecida, real y enormemente agradecida, de que cuando todo parecía derrumbarse a mi alrededor y dos de las personas más importantes para mí me hubieran en cierta forma abandonado, él estuviera allí, firme e incondicional, aun cuando hacía tan poco tiempo que había entrado a mi vida y no tenía por qué estar haciendo lo que estaba haciendo.
Ese chico era especial. Definitivamente lo era.
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