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Capítulo 12


Dicen que cuando estás a punto de morir, tu vida entera pasa delante de tus ojos en forma de flashes. Siempre creí que eso era verdad, hasta que la muerte me rozó ansiosamente y, aunque no pudo llevarme con ella, comprobé por mí misma que lo que vuelves a ver antes de irte no es tu vida entera, sino los momentos más felices de ella.

En mi opinión, no se trata más que de una broma cruel del destino, al menos para los que logran sobrevivir; porque si pudieras volver a ver los momentos más nefastos en lugar de los más hermosos, al abrir los ojos agradecerías seguir con vida, porque sabrías que todo eso está en el pasado. Pero al ocurrir lo contrario, despiertas para descubrir que esos recuerdos felices son justamente eso: solo recuerdos. Minutos, horas, días, semanas y meses que nunca, jamás, regresarán.

Eso era lo que me ocurría cada vez que abría los ojos tras haber visto aquella luz blanca cegadora viniéndoseme encima, y entonces llegaba aquel dolor desmesurado que nada tenía que ver con huesos rotos o cirugías efectuadas para salvar mi vida. No. Porque mi vida no había necesitado ser salvada. Como recuerdo de aquel accidente trágico, solo me habían quedado unos pocos golpes que pronto dejaron de molestar, si bien estuve inconsciente por un par de días. Mejor dicho, me mantuvieron inconsciente por un par de días; porque, despierta, nadie era capaz de controlarme.

Fui la única sobreviviente. Las otras dos personas involucradas en el accidente fallecieron instantáneamente, y aquel fue el único «consuelo» (por decirlo de alguna manera) que pude rescatar de todo ese desastre, al menos en el caso de la persona que iba conmigo.

Fue la primera noticia que me dieron cuando desperté, no porque quisieran hacerlo, sino porque yo insistía e insistía preguntando por él, suplicando verlo. Pese a que al notar que intentaban contestarme con evasivas no necesité que me lo dijeran, de todos modos me lo dijeron. Nunca conseguiré sacarme de la cabeza la imagen de mamá con los ojos llenos de lágrimas, balbuceando esas pocas palabras dotadas del poder suficiente para destrozarme en mil pedazos que estuve segura de que jamás podría volver a unir. Después de eso, la única solución para detener mis gritos y el estado de desesperación y agresividad en el que entré, fue mantenerme constantemente sedada. Solo les interesaba que estuviera despierta para comer algo, cosa que me negué a hacer hasta que me amenazaron con recurrir a una sonda. El sabor amargo en mi boca convertía a la ya de por sí desabrida comida de hospital en algo que terminaba revolviéndome el estómago y hasta haciéndome vomitar.

Durante uno de esos momentos en los que estaba despierta pero mantenía los ojos cerrados para que nadie viniera a molestarme, evaluarme y toquetearme, oí que la puerta de la habitación se abría y una enfermera le hablaba a mi madre.

—Señora Walker, tenemos este reloj que pertenecía al chico que viajaba con su hija el día del accidente. Su familia olvidó llevárselo. Ya los contactamos para avisarles, pero no quieren venir a buscarlo. Así que si usted...

—Yo me lo quedo —la interrumpió mamá. Se hicieron unos breves segundos de silencio en los que me la imaginé recorriendo el reloj con sus dedos. La oí sorber por la nariz—. ¿Cómo puede ser que no quieran tenerlo?

La enfermera suspiró.

—Cada persona, cada familia, tiene su propia manera de lidiar con el dolor. Para ellos puede ser muy difícil tener objetos cerca...

—Es el reloj que su hijo llevaba puesto al momento de morir —volvió a interrumpir mamá, levantando un poco la voz—. ¿Qué significa eso? ¿Que se desharán de todas sus cosas?

—No los culparía si lo hicieran —replicó la enfermera con calma—. Señora, cuando uno lleva tantos años como yo trabajando en esto, aprende a no juzgar a las personas y a la forma que encuentran de seguir adelante. Esa familia perdió a un hijo de diecisiete años. Su hija está acostada en esa cama, viva y a salvo. Creo que no es momento de opinar sobre lo que hacen los demás, sino de agradecer que usted no tuvo que enterrar a nadie.

Mamá sorbió por la nariz otra vez. Su voz sonó quebrada. Estaba llorando; de nuevo.

—Tiene razón. Lo lamento.

—Está bien, no se preocupe —dijo la enfermera en un tono más dulce—. Al menos sé que el reloj se quedará con alguien que realmente quería a ese chico.

—Sin dudas —respondió mamá.

Lo más curioso acerca de ese reloj es que se detuvo en el minuto exacto del accidente, y nunca volvió a funcionar. Alguna vez oí por ahí, entre las tantas leyendas pueblerinas, que cuando eso ocurre es porque no era tu hora de morir.

Claro que no había sido su hora de morir. No hacía falta un reloj detenido para saberlo. Cualquiera que hubiera llegado a conocerlo le habría deseado la vida larga y feliz que se merecía. Jesse Miller no fue solo uno más en este mundo. Si lo hubiese sido, yo no habría sentido el impulso de contarle todos mis secretos, de abrirle las puertas de par en par y no apenas una rendija, como hice con todas las personas que, hasta que él apareció, formaron parte de mi vida.

Vida. Algo que yo conservaba y que a él le había sido arrebatado tan violentamente.

No era justo. Pasé mucho tiempo repitiéndome la misma frase durante las semanas que vinieron después de aquel once de diciembre: «Debería haber sido yo».

Porque nadie se merecía tanto seguir aquí como Jesse, quien había luchado arduamente por conservar su vida en los momentos más oscuros hasta conseguir volver a tomar las riendas de ella. Irónico, ¿no es cierto? Que tras haber conseguido aprender a amar la vida, la haya perdido. Irónico; y cruel.

Cuando conseguí estabilizarme lo suficiente como para poder pasar unas horas despierta sin desmoronarme, mamá me contó que no hubo funeral. Ethan y Clarice habían decidido cremar el cuerpo y llevarse los restos con ellos, para así jamás tener que regresar por nada a este pueblo maldito que les había arrancado despiadadamente una parte tan grande de sus almas y de sus corazones. Sinceramente, no podía culparlos.

Si miro hacia atrás desde donde estoy ahora, realmente no sé cómo hice para sobrellevarlo, especialmente las primeras semanas. Los pocos recuerdos que conservo son borrosos y confusos; hay apenas unos hechos muy puntuales que sé que jamás podré olvidar, como pasar el día entero encerrada en mi habitación, sola, ahogándome en el silencio, sobresaltándome con cualquier ruido, especialmente con los pasos de quien se acercaba a través del pasillo, esperando reconocer los suyos, pero siempre eran los de mamá. Llorando; llorando mucho, constante y desconsoladamente. Sintiendo que estaba al tope de todo el dolor que era capaz de soportar, creyendo que ya no podría aguantar y que, en cualquier instante, me rompería en mil pedazos. Y, la verdad, ansiaba que ese momento llegara; porque un mundo sin él, era un mundo en el que no me interesaba vivir.

El día que destrocé mi habitación será uno de los que jamás se borrará de mi memoria. Después de pasar horas sentada junto al escritorio, mirando a través de la ventana, aguardando por una señal de que todo había sido una mentira, que después del accidente había quedado en coma y me encontraba atrapada en una pesadilla demasiado larga de la que ya despertaría para descubrirlo esperando a mi lado, tal vez con unos huesos rotos, pero vivo, muy vivo, finalmente recibí el golpe de realidad más violento y doloroso de todos: nada de eso ocurriría; porque Jesse estaba muerto, y jamás iba a regresar.

Y mientras iba hacia la repisa donde nuestra primera foto juntos (esa que nos habíamos tomado el día de su primer partido de lacrosse en la escuela) reposaba dentro del hermoso marco de madera adornado con flores de colores que mamá había hecho para mí, y me ponía a recorrerlo con un dedo, repasando cada hermoso detalle de su rostro, caí en la cuenta de que, después de haberme angustiado tanto ante la idea de pasar un insignificante año y medio sin verlo, ahora tendría que lidiar con el hecho de que, en lo que me quedaba de vida, jamás volvería a tenerlo frente a mí. Y al mismo tiempo que me convencía de que no había en el universo entero algo más real que ese dolor que me estaba quemando viva, arrojé el portarretrato contra la pared con todas mis fuerzas. Y grité; grité hasta donde mis pulmones me permitieron hacerlo, desarmé la cama, arranqué todas las repisas de las paredes, pateé la silla del escritorio, tumbé mi mesa de noche... Quise que acabar con ese sufrimiento fuera tan fácil como romper todo lo que me rodeaba.

Pero muy adentro mío sabía que esa no era la manera, si bien era la única en la que podía manejarlo en ese momento. Me llevó dos semanas poder parar de llorar lo suficiente como para conseguir hilvanar una frase completa en un tono de voz audible, atreverme a salir de mi habitación, tomar mi mochila y caminar hasta la parada del autobús.

La vuelta a la escuela no se asemejó a la experiencia terrible que creí que sería. En un lugar tan grande, el accidente que Jesse y yo habíamos protagonizado ya era una historia vieja que a nadie le interesaba. Así y todo, mi rostro demacrado y la manera en que me mantuve alejada de todos (incluso de Sarah y Bryan) llevó a algunos a sentirse con la patética obligación de darme unas palabras de aliento que, lejos de hacerme sentir mejor, me irritaron más todavía y me hicieron considerar seriamente suplicarle a mamá que me cambiara de escuela. Ir a diario a través de rostros familiares mientras que el único que quería ver nunca resaltaba de entre ellos, me hacía sentir enferma, débil, tan frágil como un cristal fino capaz de romperse hasta convertirse en polvo que el viento barrería.

Pero resistí. Resistí porque no estaba segura de que irme a otro lugar fuera a beneficiarme en algo. Me arriesgaba a sentirme peor, si es que eso era posible. La que me parecía la mejor solución era desaparecer del mundo para no tener que lidiar con nada, para no tener que sentir, ni existir... Pero esa solución no llegaba, así que no tuve otra opción más que sumergirme en una rutina asfixiante que me mantenía excesivamente ocupada y hacía que pensar demasiado fuera difícil. Me convertí en un robot cuyo único interés era terminar los días de la manera más rápida posible para así poder soñar, porque los sueños seguían siendo hermosos, lo único hermoso que me quedaba en esta retorcida vida, aun cuando todas las mañanas terminaban en una luz blanca abrasadora que se me venía encima, furiosa y agresiva.

Permanecí así durante seis semanas. Seis semanas sola, prácticamente sin hablar, contestando con gruñidos o monosílabos cada vez que mamá, Sarah o Bryan intentaban comunicarse conmigo y volver a acercarse. Pero por mucho esfuerzo que ellos pusieran en la tarea de tratar de «revivirme», yo sentía que había cerrado la puerta y que, por más que quisiera, no podría volver a abrirla. Tenía demasiado lidiando con mi propio dolor como para dejar que alguien interfiriera en él. Siempre había pensado que el dolor propio tenía que ser manejado por uno mismo, sin involucrar a nadie más, porque, a veces, el que quiere ayudar es el que más estorba, y yo no quería que intentaran animarme, no quería palabras de consuelo, así como tampoco quería que fingieran que nada había ocurrido. Lo único que quería estar sola y esperar inútilmente a que todo esto, algún día y por obra de un deseado milagro, terminara.

Solo después de que transcurrieran esas seis semanas y absolutamente nada cambiara, fui capaz de comenzar a comprender que aquel era un deseo disparatado e imposible de realizar. Por más terca que fuera, tenía que admitir que el método que estaba aplicando para de alguna manera salir adelante, nunca iba a funcionar.

Pero no abrí los ojos mágicamente. Ningún milagro operó sobre mí. El empujón que necesitaba para comenzar a marchar y finalmente salir del lugar en el que me encontraba atascada, lo recibí de la forma más inesperada y gracias a algo que había olvidado que existía; algo que aguardaba en la oscuridad a que volviéramos a encontrarnos.

Fue durante un viernes por la tarde, mientras buscaba uno de mis cuadernos de ciencias revolviendo en el fondo de mi casillero, que mis dedos se toparon con un objeto que llevaba mucho tiempo allí adentro: la primera foto que le había tomado a Jesse con mi (en aquel entonces) cámara nueva. Estaba algo arrugada, pero con su rostro en ella seguía siendo la foto más hermosa que había visto en mi vida. Ninguna obra de arte podría haberse comparado con esa foto arrugada.

Mi corazón se retorció mientras me secaba disimuladamente las lágrimas rebeldes que habían escapado de mis ojos, lágrimas que acabaron convirtiéndose en un llanto que me apresuré a esconder dentro de uno de los cubículos del baño, respirando con dificultad al sentirme obligada a finalmente reconocer que todo lo que estaba haciendo era lo último que Jesse habría deseado que hiciera.

Encontrarme con sus ojos en esa foto me hizo sentir que realmente los tenía frente a mí, y, aunque sonreían, fui capaz de percibir la decepción, como si él pudiera verme, como si pudiera ver cómo estaba rompiendo la promesa que le había hecho, la de ser feliz. Y pese a que comprendía que el camino a recorrer para alcanzar la felicidad era muy largo, el primer paso a dar era otra cosa que él me había pedido que hiciera: buscar ayuda. Era increíblemente difícil considerar sentarme frente a un desconocido para traer de vuelta un pasado que quería dejar atrás; pero ¿cómo podía justamente dejarlo atrás si no lo enfrentaba primero? Mi padrastro había abusado de mí cuando tenía once años, mi mejor amiga me había abandonado cuando más la necesitaba, el chico por el cual había perdido la cabeza acabó traicionándome, y el amor de mi vida había muerto en un accidente que debería haberse cobrado mi vida en lugar de la suya. ¿Cómo podía? ¿Cómo podía esperar que alguien me entendiera?

¿Pero qué valía más, después de todo? ¿Mis especulaciones acerca de que sería una enorme pérdida de tiempo y dinero, o la promesa que le había hecho a Jesse? No me llevó mucho tiempo más hallar la respuesta: ya que no dejaba de sentirme culpable, de sentir que tendría que haber sido yo la que debería haberse ido, lo único que me quedaba por hacer era cumplir con lo que había prometido.

Para el momento en que tomé la decisión de buscar ayuda, llevaba ya dos meses preguntándome qué clase de problema tenía la vida conmigo. Por qué, después de una infancia tan dolorosa cargada de recuerdos lacerantes, me había hecho conocer a dos personas tan especiales que acabó arrebatándome con tanta facilidad, y finalmente, como la cereza del pastel, cruzó mi camino con el del ser humano más maravilloso que hubiera soñado con llegar a conocer, solo para arrancármelo de la peor manera posible cuando apenas estaba comenzando a disfrutarlo de verdad.

Y entonces, como si hubiese tenido una especie de revelación mientras dormía, un día desperté y lo comprendí. Comprendí que en el consejo que Jesse me había dado, yacía la respuesta a esas preguntas. Nadie entra a nuestra vida por casualidad. Todos, absolutamente todos, llegan con una misión, y permanecen solo el tiempo necesario para enseñarnos una lección de vital importancia que nos servirá para comprender un poco más el funcionamiento de la vida. Si no aprendemos esa lección ni a la primera, ni a la segunda, ni a la tercera, entonces esas personas continuarán llegando, hasta que finalmente seamos capaces de ver el papel que vienen a cumplir. En mi caso, tanto Vera como Kevin, e incluso Jesse, aparecieron en mi camino para hacerme entender algo que yo me negaba a ver: en realidad, nunca fui tan fuerte como creí haberlo sido. Muchos no lo saben, pero «fortaleza» y «valentía» son dos conceptos estrechamente ligados entre sí. Para enfrentarse a los problemas hay que ser valiente, y para vencerlos hay que ser fuerte. Yo carecía de valentía, por lo que no podía ser fuerte. Jamás me había enfrentado al abuso sufrido en manos de mi padrastro; simplemente lo había ignorado, esperando que el dolor que me provocaba ese recuerdo desapareciera por sí solo. Entonces llegó el día en que la coraza dura que revestía el cofre donde se escondían mis peores secretos comenzó a resquebrajarse. Vera y Kevin fueron los responsables de eso. Su misión en mi vida ahora estaba clara: habían llegado para romper ese cofre, para despedazarlo y, lo más importante, para quebrarme a mí. Fue gracias a ellos dos que finalmente conseguí abrirme para hablar por primera vez sobre lo que viví durante mi infancia. Y eso reveló la misión de Jesse: señalarme la mentira que se escondía detrás de la supuesta fortaleza que me jactaba de tener. Pero como no llegué a comprenderlo del todo, la vida decidió darme un motivo más para preguntarme si podía llegar a ser tan fuerte como necesitaba serlo para sobrevivir: me quitó a Jesse, y me hizo saber a través del dolor extremo que esa pérdida me provocó, que si no me enfrentaba a mis problemas, jamás saldría adelante. Esta era mi mejor oportunidad para demostrarle al mundo, a la vida y a mí misma, lo fuerte que podía ser. Así que, por mucho que doliera, ardiera y quemara, me puse de pie y di lo mejor de mí para hallar esa fortaleza que sabía que habitaba en mi interior, y que era la única arma que tenía para luchar en esta batalla.

Sin embargo, aplicar la teoría a la práctica nunca es sencillo. Sabía que el camino que tenía por delante era largo y, a pesar del alivio y la estabilidad que me trajo la terapia, seguía sintiendo que necesitaba una razón más específica para seguir adelante, para avanzar de alguna forma. Alguna otra ayuda, algo que me motivara a hacer nuevos planes para el futuro, empujando a un lado aquellos que habían quedado destrozados, arruinados y tirados a la basura.

Me llevó un tiempo más descubrir que esa sensación de «necesitar algo más» no estaba allí de casualidad, y que Jesse no se había ido sin antes dejarme esa razón que tanto estaba buscando; una razón lo suficientemente buena como para aferrarme a la vida más que nunca.

Ocurrió aproximadamente tres meses después del accidente, cuando me desmayé en la cocina tras unos cuantos días sintiéndome mal. Mamá me llevó a la sala de urgencias del hospital más cercano creyendo que podía tratarse de alguna secuela del accidente, algo que los médicos habían pasado por alto.

Pero después de revisar mi historial médico, repasar todos los detalles del accidente y someterme a una variada serie de análisis y estudios, el doctor que me atendió se sentó detrás de su escritorio, nos miró entre serio y divertido a través de sus anteojos cuadrados de marco negro, y nos dio a mamá y a mí la noticia de que cargaba con un embarazo de unas doce semanas. Aquello habría distado de ser una sorpresa tan enorme si mis periodos no hubieran sido tan irregulares y no hubiese tenido la posibilidad de culpar al estrés postraumático por la completa ausencia de él tras el accidente.

Mamá entró en un estado de shock que no tuvo nada que envidiarle al mío, y no me dirigió la palabra ni cuando salimos del consultorio ni en el camino de vuelta a casa. Era la primera vez que la veía reaccionar así, que la sentía «abandonarme» y alejarse de mí en cierto modo. Y justo cuando más la necesitaba. Comprendía su aturdimiento, pero el mío no se quedaba atrás, y la precisaba a mi lado.

Cuando advertí que su intención era descambiarse e irse a la cama sin decirme nada, me atreví a hablar.

—Mamá, yo...

—No tienes que decirme nada, Mel —me interrumpió sin mirarme—. Ya está hecho.

—Sí, pero...

—Solo quiero saber una cosa —volvió a interrumpirme y, finalmente, sus ojos se encontraron con los míos. No me gustó lo que vi en los suyos: recelo—. Cuando le dijiste al doctor que no habías vuelto a estar con nadie después del accidente..., ¿estabas diciendo la verdad?

Me quedé observándola con la boca abierta mientras intentaba procesar sus palabras. Una indignación dolorosa se desparramó como veneno en mi interior cuando comprendí lo que ella estaba insinuando.

—¡No puedo creerlo! —exclamé casi gritando—. ¿En serio piensas que el padre de este bebé podría no ser Jesse? Oíste al doctor, tengo aproximadamente doce semanas.

—Eso no lo sabremos con exactitud hasta más adelante —replicó mamá—. Además, ¿por qué no lo detectaron mientras estuviste hospitalizada después del accidente?

—¡Mamá! ¿Siquiera oíste algo de todo lo que dijo ese hombre y de lo que yo le dije a él? Jesse y yo estuvimos juntos un par de días antes del accidente, habría sido imposible detectar el embarazo en ese momento.

—¡Pues perdóname si no fui capaz de escuchar todo lo que se dijo allí adentro! ¡Estaba demasiado angustiada pensando en la posibilidad de que mi hija adolescente se convierta en madre casi a la misma edad que yo! Y perdóname si en este momento de mi vida y bajo estas circunstancias me permito desconfiar un poco de los demás.

—No estás desconfiando de cualquiera —le señalé—, estás desconfiando de mí. Mamá, por favor. Estuve dos semanas encerrada aquí, tú me oíste y me viste llorar, sola. ¿Qué crees que ocurrió cuando regresé a la escuela? ¿Crees que me puse a salir con chicos, que retomé mi vida con tanta facilidad y que cuando estoy contigo solo finjo estar triste? ¡Nunca podré retomar mi vida, porque esa vida fue destruida! Ahora mismo me encuentro construyendo una nueva para poder salir adelante, y realmente me estoy esforzando. Lo último que necesito es que me acuses de andar acostándome con chicos como si nada, como si fuera algo fácil para mí después de lo que me tocó vivir con ese hombre que metiste en mi vida, ¡y después de que Jesse, la única persona que dejé que me conociera de esa manera, haya muerto hace tan poco! Pensé que me conocías, mamá, pensé que confiabas en mí.

Sus ojos estaban anegados en lágrimas, sus brazos cruzados fuertemente sobre su pecho.

—Mel... —comenzó, pero yo la detuve.

—No quiero oírte; no después de lo que ya me dijiste. Ahora me quedó bien en claro qué es lo que piensas de mí. No necesito tus disculpas, mi consciencia está limpia y yo estaré bien.

Pasé a su lado para meterme en el pasillo y caminar hasta mi habitación. Respirando hondo para sosegar los latidos desenfrenados de mi corazón, y empujando a un lado lo que acababa de ocurrir, me senté en la cama y traté de digerir la última noticia recibida, preguntándome qué diablos iba a hacer ahora. Convertirme en madre a los dieciséis años no se encontraba dentro de la lista de situaciones que me creía capaz de afrontar. Esto era demasiado.

No fue ninguna sorpresa que las lágrimas no tardaran en llegar, pero sí lo fueron los golpes en mi puerta, que llegaron al mismo tiempo, suaves pero decididos.

Mamá entró a mi habitación, caminó despacio hasta mi cama y se sentó a mi lado. Tras unos segundos de extremo silencio, puso su brazo alrededor de mis hombros y me atrajo hacia ella, apoyando su cabeza sobre la mía. Le llevó unos segundos más conseguir hablar, y cuando lo hizo, supe que yo no era la única persona en esa habitación que estaba llorando.

—Lo lamento mucho, Mel. No fue mi intención ofenderte, y quiero que estés segura de que no pienso de ti lo que tú crees que pienso. Sé que dices la verdad, siempre lo supe, pero estoy tan... ofuscada, que ya ni sé qué es lo que siento exactamente. Al principio fue miedo; miedo de verte repetir mi historia, de que pases por algo parecido a lo que pasé yo. Luego me sentí decepcionada, porque creí que, teniéndome a mí como ejemplo, serías más cuidadosa...

—Mamá... no sé qué pasó. Éramos cuidadosos, te lo juro. Hablamos del tema, tomamos las precauciones necesarias...

—Lo sé, Mel, lo sé. Pero no me dejaste terminar.

»Después de sentirme de esa manera y (por decirlo de alguna forma) de culparte a ti por todo esto, me di cuenta de que estaba yendo en contra de mis propias creencias: lo que tiene que pasar, pasará. Podemos ir construyendo nuestro propio futuro, pero nunca cambiaremos lo que ya está escrito y debe ocurrir. Y si tú hiciste lo que pudiste para evitar esto, y de todas formas ocurrió, no tienes más remedio que aceptarlo. Hay cosas que puedes hacer al respecto, claro. Cuentas con opciones, alternativas. Yo te apoyaré sin importar lo que elijas hacer; pero, conociéndote, creo que ya sé qué es lo que harás, aunque, incluso si me equivoco, déjame decirte que estaré extremadamente orgullosa de ti.

»Esto no es lo que quería para tu vida. En realidad, tantas de las cosas que te ocurrieron no eran lo que yo quería para tu vida cuando me enteré de que estaba embarazada y decidí traerte al mundo; pero supongo que algo hice bien, viendo ahora cuán fuerte eres, incluso más fuerte que yo. Buscaste ayuda y la estás recibiendo, algo que yo siempre me negué a hacer. Desde el primer minuto en que te tuve en mis brazos, fuiste mi inspiración y mi mayor motivo para salir adelante sin importar qué. Y sé que este bebé podrá llegar a ser para ti todo lo que tú eres para mí, si tomas la decisión que yo creo que tomarás.

Apoyé la cabeza en su hombro y cerré los ojos, con las lágrimas todavía escapando rebelde y libremente de ellos.

—Tengo miedo, mamá. No sé qué hacer.

—Decidas lo que decidas, tienes que ser fuerte; tan fuerte como lo fuiste hasta ahora.

Asentí y la abracé como hacía tiempo que no la abrazaba, porque habían pasado años desde la última vez que había experimentado un miedo tan grande como el que estaba sintiendo en ese momento.

Pero ella tenía razón. Ser fuerte siempre sería mi única y mejor opción. Y una vez más, Jesse me había dado el motivo para serlo. Aun no estando allí, se las seguía arreglando para ayudarme a salvarme a mí misma, una y otra vez.

Aquel día tomé una de las tantas decisiones que tenía que empezar a tomar. Posiblemente, la más difícil de todas; la que había creído que nunca podría tomar.

Cuando regresé al pueblo después de la escuela, me despedí de Sarah y Bryan y me desvié del camino habitual. Caminé casi un kilómetro hasta llegar a mi sitio favorito no solo en el lugar en el que vivía, sino también en el mundo entero.

Las viejas maderas crujieron bajo mis pies mientras caminaba a través del muelle para sentarme en el mismo lugar en el que había pasado las más hermosas y mágicas horas de mi vida. Como todas esas otras veces, la calma a mi alrededor resultaba un tanto perturbadora y, al mismo tiempo, enormemente placentera. El único sonido que se percibía era el del baile de las flores silvestres cuando la brisa suave de la temprana primavera las acariciaba con suavidad.

Una ola de recuerdos me azotó como un vendaval. Eran esos mismos recuerdos que había visto pasar frente a mis ojos cuando la luz abrasadora se me vino encima, el día que sostuve su mano por última vez. Pero esta vez, olían diferente. No olían a dolor, no olían a lo perdido y a todo aquello que jamás podría recuperar: olían a flores, a verano, a nieve, a chocolate caliente, a calidez, a amor. Olían a él.

El viaje sería largo pero, al final, cuando nuestros caminos colisionaran una vez más, volveríamos a encontrarnos. Sabía que, mientras tanto, contaría con un lugar en el que siempre encontraría un pedazo suyo cada vez que necesitara sentirlo a mi lado para levantarme y seguir andando, y de mis labios brotó la única palabra que fui capaz de decirle, la única que sabía que él querría oír:

—Gracias.

✿✿✿

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Nota de la autora:

El próximo capítulo va a ser el último!!! Qué emoción, si llegaron hasta acá, mil gracias, y espero que hayan disfrutado de la historia y que les guste el capítulo final. Podría haberlo finalizado acá mismo, pero sentí que tenía que hacer un capítulo más para contar "resumidamente" cómo siguió la vida de Mel después de esto.

Saludos y abrazos para todos!

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