8. Camino infernal
—Ya deberían haber regresado —profirió Russel Monroe luego de observar por la mirilla de la puerta una última vez. Negó agitado y caminó a través de la sala sin rumbo fijo, exasperando aún más a Jonh, quien desde hacía horas pensaba en lo mismo.
—Los sé —admitió y con dificultad se puso de pie, el reposo de la noche anterior le había ayudado para avanzar en su recuperación, pero seguía algo lastimado del tobillo, por lo que aún no se encontraba en óptimas condiciones para salir a buscarlos—. Pero no podemos hacer nada, no aún, no hasta estar seguros que no vienen en camino.
—¿Así que los dejaremos allá afuera? —arremetió Lizz, demandante y apurada.
Jonh Anderson endureció el mentón, pero no consiguió alcanzar a responderle nada. Un sonido proveniente de afuera del departamento llamó su atención y le hizo entrar en alerta al instante. Tomó una pistola y cojeando se acercó hasta la puerta, observó la mirilla y de entre el óxido y la mugre del cristal encontró lo que parecía una figura vagando por el pasillo.
—Atrás, ya —demandó a sus demás acompañantes. Lizz tomó otra pistola y se posicionó tras un sillón, mientras que Russel pasó a ocultarse detrás de la barra de la cocina.
Martilló el arma y la mantuvo pegada a su pecho en todo momento, agitado, se mantuvo en silencio, aguardando a lo que pudiese suceder, hasta que escuchó un golpeteo del otro lado de la puerta. El sudor frío y las ganas de temblar se desvanecieron en el momento en que reaccionó, literalmente estaban tocando a la puerta, no tratando de derribarla. Entonces alguien habló.
—Papá, soy yo, Sam.
Demoró unos segundos en reaccionar, quitó los pestillos y abrió la puerta para así encontrarse a su hijo y a la pelirroja una vez más, ambos sanos y salvos. Exhaló y tras desfigurar su rostro en incontables muestras de emoción; mostró una sonrisa.
—Eres un desgraciado, casi me matas del susto —veloz tomó a su hijo y le dio un fuerte abrazo. Sam correspondió gustoso—. ¿Dónde mierda estabas?
—Fuimos por medicinas —ilustró inclinando la cabeza y haciéndole a ver a la pelirroja que llevaba el botiquín en sus manos.
—Eso fue realmente estúpido —recriminó, sonando más serio que antes—. Pudiste morir, ambos pudieron haberlo hecho.
—Lo sé papá, lo siento.
—Una disculpa no basta —suspiró, miró a la pelirroja, quien parecía aguardar por un regaño por parte de aquel hombre, pero Jonh solo asintió—. Anda, ve y dale las medicinas, lo necesita. —Ann no dijo nada, corrió apresurada hasta el dormitorio, donde Jerry reposaba y empezó a tratarlo—. Ya habíamos discutido esto, Sam, no arriesgues tu vida, y menos por algo tan estúpido como eso.
—Jerry necesitaba las medicinas, y tú también.
—Sé que querías ayudar, Sam, lo sé —tomó la cara de su hijo con firmeza y no lo soltó—. Pero no puedes arriesgarte de esa manera, las cosas son muy diferentes ahora, ya no se puede ser bueno todo el tiempo.
—Entiendo —bajó la mirada, Jonh cedió nuevamente y lo abrazó.
Se despegó de su padre y saludó a su amigo. Russel no aguantó las ganas y le dio un abrazo también, aunque el suyo fue breve y algo incómodo.
—Lo siento.
—No pasa nada, hombre —palmeó su pecho y llegó finalmente con Lizz—. Hola...
—Hola —desvió la mirada con enojo y cruzo los brazos—. ¿No puedes quedarte tranquilo nunca, verdad?
—Ya me conoces, me gusta meterme en problemas.
—Que gracioso —reviró, era la primera vez que la veía molesta de verdad—. Una carta, o quizás un aviso hubieran sido suficientes, ¿sabes? Así no habría estado muerta de miedo todo este tiempo.
—Lo siento.
—Eres un tonto —se acercó a él y lo abrazó con enjundia, recargó su rostro sobre su pecho y mandó un profundo suspiro que sintió a través de todo su cuerpo como una onda de energía que le hizo sentir completo otra vez—. No vuelvas a hacer esto, ¿sí?
—No lo haré —acarició su cabello con suavidad y le dio un beso en la frente—. Lo prometo.
Se alejó de Lizz y se encaminó una vez más con su papá, se acuclilló frente al asiento en donde estaba sentado y con cuidado extendió su pie para revisarlo.
—Te traje algunos analgésicos —le dio el frasco con pastillas—. Te necesito listo para volver al camino.
—¿Volver al camino? —tomó un par de pastillas y las tragó con el resto del agua de una botella—. Eso será difícil teniendo en cuenta que hay un herido y un moribundo retrasando todo.
—Papá, baja la voz —volteó con disimulo hacia el dormitorio, Ann estaba tan ocupada en sus asuntos que no percibía nada a su alrededor—. Encontré algo allá, créeme, te va a gustar —le mostró las llaves y sonrió.
—Con o sin vehículo —se incorporó en el asiento—. No sé si Jerry esté en condiciones de viajar.
—¿Tan mal está?
—Va y viene gracias a la fiebre, no ha comido nada y casi no ha bebido agua —empezó a negar—, no quiero romperle la burbuja a rojita, pero... no creo que dure mucho.
Luego de eso, pasaron algunos minutos hasta que finalmente se atrevió a acercarse. La habitación era lúgubre y se percibía una siniestra aura por todo el lugar, en especial sobre Jerry, parecía como si la muerte estuviese merodeando, juguetona, decidiendo si se lo llevaría o no apenas y alguno de ellos bajara la guardia.
Se quedó en el marco de la puerta y tocó.
—Hola —se puso su gorra—. ¿Cómo está?
—Hola —se levantó y limpió su nariz—. La fiebre no ha bajado, no... no sé si los medicamentos funcionen.
Volvió a echarle un vistazo al deplorable estado en que se encontraba su compañero, estaba pálido, sudoroso, con una agitada respiración que lo mantenía al borde de la realidad a base de espasmos, sus heridas estaban apenas cubiertas con mantas, pero el aroma hediondo que estas expelían se percibía aun de lejos.
—No podemos dejarlo así.
—¿A qué te refieres? —arremetió fugaz e inquisitiva, estaba segura de que las siguientes opciones nos serían buenas.
—No tenemos como tratarlo aquí, a este paso no durará mucho —posó su mano sobre su escuálido hombro—. Hay que llevárnoslo, aquí no podremos hacer nada, tenemos suficiente espacio en el camper, si nos apuramos, podríamos llegar a Fuerte Esperanza en un par de días, quizás allá puedan tratarlo.
—No-no lo sé, tengo miedo.
—Lo sé, pero míralo —ambos lo hicieron—. Llegar allá es su única esperanza.
El sol brillaba plácidamente a través de toda la ciudad, las aves cantaban y el ambiente se percibía cálido como bien acostumbrados los tenía la primavera. Abandonaron el edificio de departamentos y subieron todo a la casa rodante, no les demoró mucho hacerlo, lo más difícil fue llevarse a Jerry.
Lo colocaron encima de varias sábanas y como si se tratara de un cadáver amortajado; lo sacaron de ahí y con sumo cuidado lo transportaron hasta poder acostarlo en la cama más amplia que tenía el camper, luego de eso emprendieron su camino de salida.
El resto de la ciudad pareció conspirar a su favor, puesto que tras encontrar una autopista que saliera directa, no encontraron ningún inconveniente más. Terminaron abandonando la ciudad y se adentraron en las amplias autopistas aledañas a esta, nada más que largos intervalos de acera, praderas, campos y bosques cubriendo todo el panorama a su alrededor, parecía que finalmente habían conseguido salir de aquel infierno. La brisa soplaba con delicadeza sobre sus mejillas, agitaba su cabello, mientras que los rayos del sol iluminaban todo a su alrededor con una fina claridad que rara vez se detenía a ver.
Sacó su mano por fuera de la ventana y la ondeó con el vaivén del viento, mientras que clavaba su vista en la inmensa boscosidad a sus laterales. Tomó aire y se introdujo nuevamente, su padre conducía, se notaba concentrado en su tarea, aunque a la vez se percibía aplacido, como si luego de tantas cosas vividas, finalmente hubiera conseguido un pequeño momento de paz, al igual que el resto del grupo. Se giró en su asiento y miró a Russel, quien leía algunos comics desde el amplio asiento ubicado en la estancia del camper, a su lado estaba Lizz, quien de la misma manera observaba los rurales caminos con añoro y paz. Finalmente estaba Ann, ella seguía vigilando a Jerry desde una silla que antecedía al cuarto donde estaba la cama.
Se arrellanó en su asiento y siguió mirando el paisaje durante unos cuantos minutos más, hasta que recordó algo. Tomó su mochila y buscó por todas partes hasta que encontró el diario de aquel militar, empezó a leer, en su mayoría eran recuentos de los días en aquel hospital, hablaba sobre los militares, los infectados y el suplicio que significaba "trabajar" en ese lugar. Tenía once años cuando la pandemia comenzó, y con tan corta edad tuvo que aprender a sobrevivir y adaptarse, y eso con el paso del tiempo, pero no podía ni imaginarse el horror que había vivido aquel militar en aquellos días tan oscuros. Tanta muerte, caos y destrucción asolando el mundo hasta que finalmente consiguió arrasarlo, o al menos una buena parte de él.
—¿Qué traes ahí? —la serena y profunda voz de su padre le sacó de su letargo.
—Oh, una especie de diario, lo saqué del hospital.
—¿Ah sí?
—Sí, está inconcluso, creo que la persona a quien le pertenecía no corrió con mucha suerte.
—Sí, eso parece —rascó su barba y tosió, aclaró su garganta pero continuó tosiendo con más y más fuerza hasta que el ataque fue incontrolable.
—¡Papá! —gritó alarmado luego de ver un ciervo a la mitad del camino.
Jonh viró intempestivamente la casa rodante y acabaron desfasándose del camino principal, las llantas del vehículo giraron rápidamente a través de un ligero desnivel hasta que se adentraron en los inicios del bosque, Sam se quitó el cinturón y apurado socorrió a su padre, giró el volante y la casa se meneó con violencia hasta que impactó contra un roble.
Tanto el árbol como el camper sufrieron una violenta sacudida, el impacto resonó a través del bosque y ahuyentó a las aves, mientras que adentro, todos se recuperaban del impacto.
—¡¿Papá, papá, estás bien?! —palmeó su espalda repetidas veces, era como si se estuviera ahogando. Le entregó una botella de agua y le hizo beber, Jonh lo hizo y tras unos segundos logró recuperarse.
—Estoy... estoy bien, hijo —aseguró, agitado y recuperando lentamente el aliento.
—Por Dios, Jonh, ¿qué pasó? —arremetió Lizz con apuro una vez que llegó a la cabina.
—Yo, eh... no lo sé, me faltó el aire y solo... —se puso de pie—. ¿Todos están bien?
—Ann, ¿cómo está Jerry? —preguntó Russel.
La pelirroja lo había sostenido para que no cayera, sin embargo estaba lastimado, la sacudida lo había tomado por sorpresa y en su estado, no le había sentado nada bien.
—¡Tranquilo, Jerry, respira! —lo tomó de la cara con delicadeza y buscó calmarlo. Todos observaban apenados aquella escena.
—A-Ann —profirió entonces, sonando apenas un ligero susurro más que una voz. Ann tembló de la emoción, seguía parcialmente consciente.
—Tranquilo, aquí estoy, aquí estoy, no me iré a ningún lado.
—Vamos afuera, revisemos los daños —habló Jonh, se sentía tan culpable por haber causado semejante desastre que no resistía mirar aquella escena por mucho más tiempo.
La brisa fresca del lugar acarició sus narices, la inmensa quietud del bosque se reflejaba en cada verde espacio a su alrededor, incluso sonaba un río cerca de ahí. No pudieron seguir mirando el paisaje luego de encontrar el aparatoso impacto contra su transporte.
—¡Mierda! —rugió Jonh—. Russ, hazme un favor, trata de retroceder un poco, hay que ver a que nos enfrentamos —le arrojó las llaves y el muchacho atendió. Trató de poner en marcha la casa rodante, pero el motor no respondió, tan solo se forzaba la maquinaria con cada intento—. Bien, basta, basta, no funcionará —frustrado llevó su cabello hacia atrás, se acercó al cofre y lo abrió, una pantalla de humo y calor emergió y el olor a algo quemándose dentro de la maquinaria no le dio buena espina—. Carajo —esculcó entre la maraña de cables y piezas aceitosas hasta que vio como algo estaba desecho.
—¿Qué ocurre? —preguntó Lizz. Jonh se apartó y negó con enojo.
—El maldito radiador, está destrozado.
—¿No podemos continuar sin él?
—No llegaríamos muy lejos, el camper acabaría sobrecalentándose y terminaríamos varados a mitad de trayecto —rascó su barba—. Necesitamos uno nuevo.
—¿Y cómo lo conseguiremos? —Russel salió del camper—. Estamos a la mitad del bosque, justo en medio de la nada.
—Estuve revisando el mapa, hay un condado cercano, a unos diez o quince kilómetros de aquí, quizás haya alguna refaccionaria o un auto con el que podamos conseguir el radiador y demás refacciones.
—¿Sabes de mecánica?
—Primero encontremos el radiador y ya luego nos preocupamos por eso, ¿quieres? Aunque... —prestó atención a la puesta del sol—. No tarda en anochecer, creo que mejor lo buscamos mañana, por hoy creo que podemos quedarnos aquí.
Sam se estiró con fuerza y mandó un suspiro, observó a su alrededor y sonrió complacido.
—Bien, no tengo ninguna objeción con eso.
—En ese caso, toma —le arrojó un elegante arco de madera tallada y un paquete de flechas envueltas en una camiseta vieja—. Parece que uno de nuestros amigos de la escuela era bueno con esta cosa, ¿recuerdas cómo usarlo, no?
—Seguro —estiró la cuerda y asintió.
—Voy contigo —habló Lizz, tomándolo por sorpresa, pero aceptó con gusto.
Caminaron y se introdujeron en el bosque. El polvo se reflejaba a contra luz y nadaba entre la nada gracias al viento, como si finas partículas de oro se mezclaran entre la brisa, un surreal espectáculo que volvía mucho más mágico aquel escenario, pronto la serena sinfonía natural azotó sus oídos, las aves, las aguas del río y la brisa del viento que soplaba entre los árboles y levantaba las hojas con suavidad.
—Mira eso —habló ella y apuntó entre los árboles.
El hermoso color dorado de las aguas iluminaba el sendero del río. Se acercaron mucho más hasta que pudieron verse a través de su reflejo en aquella corriente. Ella se acuclilló y con sus dedos rozó las frías aguas, mandó un suspiro y se quedó ahí unos instantes, aprovechando la quietud que se le había conferido.
—¿Crees... que alguna vez esto termine?
—¿Te refieres a...?
—A todo.
—Hubo un tiempo en que lo creí —apretó el mentón—. Pero ahora lo veo muy difícil. Tal vez no regresemos a como era todo antes, pero quizás las cosas sean mejores.
—A veces pienso en qué pasará en el futuro, como es que será todo, será que terminará o... o quizás todos estemos condenados a vivir en esta pesadilla para siempre.
—Las pesadillas terminan —dijo asertivamente—. Y esta lo tiene que hacer también.
Continuaron su recorrido en lo más profundo del bosque, siempre siguiendo las aguas del río, bien decía Jonh que donde había agua, había vida. No demoraron mucho hasta encontrar algunas madrigueras en unos cuantos troncos caídos.
—Ardillas —mencionó Sam tras inspeccionar el agujero y su interior—. O quizás conejos, ven, sigamos buscando, no deben andar muy lejos.
—Sabes, si tuviera una caña o quizás una red, podría atrapar algunos peces, estoy segura de que en ese río hay muchos.
—¿Sabes pescar? —saltó un tronco y le tendió la mano para ayudarla a hacerlo también—. Eso no lo sabía.
—Sí, mi papá me enseñó. Recuerdo que antes de llegar al Distrito estábamos en un sitio como este, creo que era una reserva natural o algo así, me enseñó muchas cosas, a pescar, a hacer fuego, creo... creo que fue gracias a ello que pude mantenerme viva todo ese tiempo luego de perderlos.
—Casi no hablas de ellos.
—No me gusta recordar el pasado, prefiero concentrarme en el ahora. Creo que es más importante.
—Supongo que tienes razón —dio un paso hacia adelante y el crack de una rama sonó con fuerza, pronto una esponjosa figura blanquecina emergió de entre unos arbustos.
—¡Sam, mira!
Las prominentes orejas del animal sobresalieron de entre las plantas, después sus oscuros y temerosos ojitos. Sam dibujó un semblante serio en su cara, tomó una de las flechas y la colocó en la cuerda, después tensó. Hizo un corto contacto visual con el animal, pero dejó salir la saeta y esta voló fugazmente hasta que se incrustó sobre el animal, ambos acabaron ensartados en el suelo.
Avanzaron hasta verlo con más claridad, era adorable, peludo y de buen tamaño, como una bolita de algodón, una pena que en cuestión de minutos se volvería una sopa.
—Pobrecito —recitó ella con pena.
Se agachó y lo tomó del pellejo, miró en sus oscuros ojos carentes de vida y suspiró, guardó el conejo y se puso de pie, sabía que con uno solo no sería suficiente.
Acabaron recolectando un conejo más y una ardilla también, de tamaño considerable como para sobrevivir una noche en el bosque. Para cuando regresaron al camper, Jonh ya había hecho una hoguera e incluso había colocado algunos troncos para sentarse alrededor.
—¿Hubo suerte? —sacudió sus manos luego de lanzar un último leño para avivar las llamas.
—Conejos y una ardilla —le arrojó el saco donde los llevaban. Su padre asintió complacido.
—Serán suficientes. Veo que no has perdido práctica con esa cosa, ¿eh?
La nueva realidad a la que tuvieron que enfrentarse una vez que llegó la enfermedad los orilló a aprender tácticas y métodos para mantenerse con vida, y uno de ellos fue tiro con arco. En un mundo donde era precario el ser sigiloso y nunca llamar demasiado la atención, el aprender a utilizar esa arma fue provechoso para ambos, tanto Jonh como su hijo sabían usarlo, pero era el más joven de los Anderson quien había demostrado ser más diestro con aquella arma. Le había servido para conseguir comida incontables veces, así como también para encargarse de otros problemas sin llamar la atención.
Con la pronta llegada de la noche, el firmamento se materializó en el cielo como un manto de bellas luces regadas por doquier, iluminando tenuemente el bosque y los alrededores, la brisa soplaba fresca y el cantar de la naturaleza estaba más presente que nunca.
Las llamas de la hoguera danzaban y chisporroteaban con fuerza, mientras que el caldero con el estofado de conejo y ardilla prestaba de un aroma peculiarmente exquisito, quizás era por la noche o tal vez por el bosque, pero aquel momento se percibía simplemente encantador.
—Toma, hijo —le entregó un plato repleto con el caliente brebaje, Sam lo olfateó y gustoso avanzó hasta sentarse junto a sus amigos.
—¿Ann no va a cenar?
—Sigue cuidando a Jerry —respondió Russel, meneando con su cuchara el estofado—. Quizás más tarde venga y se nos una.
—Ojalá, sería una pena que se perdiera de esto —sonrió y volteó hacia el cielo. Después se pusieron a comer.
—Esto es lindo —mencionó Lizz, se acomodó a su lado y reposó su cabeza sobre su hombro—. Me recuerda a las noches del Distrito, cuando acampábamos en tu jardín, ¿recuerdas?
—Sí, lo recuerdo bien —hizo memoria sobre aquellos días y sonrió levemente.
—¿Por qué dejamos de hacerlo? —cuestionó entonces, sonando nostálgica.
—No lo sé, supongo que crecimos y pensamos que era tonto.
—Nunca fue tonto para mí. Me gustaba estar contigo.
—¿En serio? —volteó un poco, ella ya tenía sus ojos cerrados—. Si te soy sincero, llegué a pensar que ya no querías pasar tanto tiempo conmigo.
—Claro que no —su voz era suave y se perdía entre los bostezos—. Eres el único con quien quiero estar.
Volvió a mostrar una sonrisa, volteó una vez más pero ella ya estaba dormida. Así que solo se limitó a acariciar su cabello y mirar las estrellas un rato más. Pasado un rato, Russel acabó durmiendo también, nunca pensó que el bosque les resultaría tan acogedor, en especial para ellos dos, quizás por la quietud del mismo, era muy diferente dormir en un sitio desconocido y con cadáveres reanimados merodeando a todas horas, que descansar en la plenitud del bosque.
Se levantó de su lugar y sirvió un par de tazas de café que Jonh previamente había conseguido por ahí, las estaban reservando para una ocasión en especial, parecía que aquella era la indicada. Avanzó hasta sentarse junto a su padre y juntos miraron al par de durmientes junto a la hoguera.
—¿Qué tal el estofado? —preguntó, luego de recibir su taza y darle un trago.
—No estuvo mal. Quizás le faltó algo de sal.
—Lo tendré en cuenta, mañana iremos al condado, tal vez encontremos algunas provisiones.
—Sí, tal vez —le dio un trago a su café y recordó que algo azúcar no caería mal también—. ¿Comiste bien? Te vez algo pálido.
—Bueno, si te soy sincero, no tengo mucha hambre que digamos.
—Papá —reclamó.
—Estoy bien, hijo, no te preocupes.
Cada vez lo veía más delgado, era como si con el pasar de los días su cuerpo estuviera cambiando poco a poco. Tenía muy presente la imagen de su antiguo padre, un Jonh Anderson fornido y de aspecto saludable, por no decir que incluso se veía amenazador, pero en aquel entonces era como ver a alguien muy diferente, sus ojeras estaban muy marcadas, y su piel parecía cada vez más arrugada y deshidratada que antes. Inclusive sus ojos ya no reflejaban la misma salud y fortaleza que antes, ahora estaban agrietados, enrojecidos, y no sabía por qué. Quizás el paso de los años finalmente estaba haciendo efectos y no se había percatado hasta entonces.
—Este lugar —comenzó a decir con añoranza—. Me recuerda a un sitio en el cual tu madre y yo solíamos ir cuando éramos más jóvenes, era hermoso, lleno de árboles y cubierto por las montañas cercanas, incluso había un lago en el cual solíamos nadar —sus comisuras parecieron formar una sonrisa breve.
—No lo mencionaste antes.
—Bueno, es que tenía la mente muy ocupada. Pero lo recuerdo bien, veníamos seguido, fue en ese mismo lugar donde le propuse matrimonio, justo frente al lago, sí, lo recuerdo bien.
—Yo... casi no puedo recordarla —reconoció con pesar, sus ojos se abrillantaron—. Es como si cada día que pasa su imagen se vuelve más y más borrosa cada vez. ¿Tú... la recuerdas?
—Sí, sí la recuerdo, hijo, las recuerdo a las dos.
—Ojalá tuviera tan buena memoria como tú.
—Digamos que hago algo de trampa —buscó en su bolsillo y sacó una deteriorada fotografía en la cual aparecía una hermosa mujer, su cabello oscuro contrastaba con el atardecer tras ellos, se veía tan joven y llena de vida, que Sam ni siquiera podía hacerse a la idea de lo feliz que pudo llegar a ser en aquel entonces antes de que el mundo terminara—. Fue de lo poco que pude rescatar de nuestra vieja casa, está algo dañada, pero me ayuda a recordarla.
Le pasó la fotografía, pequeñas lágrimas desbordaron de sus ojos luego de verla una vez más. Era tan bella como sus pocas memorias le permitían recordar.
—La extraño mucho —confesó entre pequeños sollozos, Jonh lo abrazó.
—Lo sé, hijo, lo sé.
Ligeros pasos provenientes del camper les hicieron romper aquella breve muestra de afecto, miraron simultáneamente y encontraron a la exhausta pelirroja, quien bajó del camper y se sentó unos momentos frente a la hoguera.
—Lo siento si interrumpí.
—No, no, rojita, no te preocupes —le sirvió algo de estofado y Sam se lo entregó.
—¿Estás bien?
—Sí, solo... un poco cansada, aproveché que se durmió para venir y comer algo.
—Deberías descansar un poco.
—No —habló con la boca llena—. No puedo, necesito estar atenta. No puedo dejarlo solo, no ahora cuando más me necesita.
—Entiendo, pero... igual deberías descansar un poco. Reponer energías.
—Gracias por preocuparse —acabó con lo que le restaba del estofado de un trago—. Estaré bien, y Jerry también, ya verán.
—Sí, eso espero.
Luego de eso se marchó para seguir cuidándolo, las horas pasaron y Sam fue el último en quedarse despierto, había conseguido convencer a su padre para que durmiera un rato, necesitaría todas sus energías para la excursión que realizarían mañana en búsqueda del radiador. Estaba recostado contra un tronco, bebiendo un poco del café que había quedado, miraba el firmamento y simplemente pasaba el rato.
Decidió cerrar su diario luego de escribir algunos de los pasajes más actuales, planeaba abarcar toda su cruzada, desde su partida del Distrito 5 hasta su llegada a Fuerte Esperanza. Después no hizo nada además de observar el fuego de la hoguera y maravillarse con él, era hipnótico, salvaje, y libre, sin embargo también era destructivo, lo sabía bien, las memorias de su vecindario envuelto en llamas, escuchando los gritos de la gente y viendo a todos morir frente a sus ojos estaban presentes en su cabeza día y noche, no recordaba cómo es que había ocurrido, quien lo había ocasionado o como logró salir de allí, pero el dolor de aquella noche le acompañaba sin descanso, como una suerte de estigma del cual no podía deshacerse.
Frotó sus ojos y buscó pensar en otra cosa, fue cuando la silueta de Lizz se plasmó, era tan hermosa, tanto que lo tranquilizaba y le hacía volver a la normalidad. Sonrió, y sereno cerró sus ojos para descansar un poco.
Pero un estruendo proveniente del camper le hizo reaccionar e instintivamente ponerse de pie, al igual que todos.
—¡Jerry! —vociferó ella con terror y desespero.
—¡Ann! —corrió apurado y su padre también.
Puso un pie dentro de la casa rodante y ella le chocó, estaba agitada, gritaba y lloraba sin control, Sam la retuvo y buscó tranquilizarla, era como si hubiese vivido una pesadilla en carne propia, y quizás así era. Jonh avanzó al interior del lúgubre cuarto solo para ver con sus propios ojos la horrible verdad.
Jerry Adams, estaba tenido en el suelo, justo sobre las sábanas manchadas de rojo, estaba pálido, su interior estaba expuesto gracias a sus profundas heridas, olía mal, tenía la mano alzada, sin embargo, no estaba pidiendo ayuda, más bien buscaba con todas sus fuerzas llegar hasta él y darle una mordida.
—Jerry... —musitó Russel luego de arribar también, ni siquiera se había percatado de su presencia hasta que habló.
Jerry abrió la boca, soltando en el proceso un bramido salvaje que evidenciaba con claridad su estado irreversible, se arrastró con fuerza y llegó hasta los pies de Jonh. Russel no tuvo la fuerza de quedarse, salió del camper y vomitó la cena sin control. Después se puso a llorar.
—Mierda —masculló Jonh Anderson. Presionó el tabique de su nariz y negó.
—Papá...
—Sácala de aquí, hijo, yo me encargo...
—¡No! —rugió Ann con desespero, Sam la sostuvo con más fuerza.
—Se ha ido, Ann, se ha ido.
—¡No, no, no! ¡No es cierto, no puede ser! —pataleó y chilló como una niña desesperada, pero luego pegó su cabeza contra su pecho y berreó sin parar.
—Vamos, no tienes que ver esto.
—Jerry... —susurró una última vez, observó sus fríos y enfermizos ojos carentes de alma y volvió a llorar sin control. Sam miró a su padre, y este asintió con pesadumbre.
No dijo nada más, solo la sacó del camper y la alejó lo suficiente para que su padre hiciera lo necesario. Jonh bajó la mirada y desenfundó su pistola, las frías manos de Jerry ya rasgaban su pantalón y manchaban de sangre la tela. Apretó el mentón y dirigió el cañón contra su cabeza desecha por el ácido y la putrefacción.
—Lo siento, niño —martilló el arma, jaló el gatillo y disparó.
Acabaron enterrándolo junto al río. Fueron Jonh y Sam quienes pasaron el resto de la noche en vela, cavando la zanja e improvisando una suerte de lápida con algunas ramas que juntaron para formar una cruz, y ahí quedó, una tumba sin nombre para cualquier otro nómada que llegara a cruzar por ahí, sin embargo para ellos era más que claro quien yacía enterrado.
Lograron despegar la casa rodante y ponerla en marcha hasta llegar al condado del que había hablado Jonh el día anterior. Dicho lugar estaba totalmente desprovisto de actividad, tanto de gente como también de los errantes, aun así no tentaron a la suerte y la ocultaron tras un restaurante local.
Abrió la llave del grifo y para su sorpresa el camper sí tenía agua, se mojó la cara un poco y se miró en el espejo, se percibía demacrado, como un enfermo con varios días de inanición, negó repetidas veces y empezó a toser, la fuerza de la expectoración rasgó su garganta y le lastimó el pecho en el proceso, tosió y tosió hasta que una mancha de sangre emergió de su boca, horrorizado observó la mancha carmín puesta sobre el acrílico del lavadero y con apuro la limpió, así como también sus labios. Aterrado se apresó del lavadero y buscó calmarse, pero la sola imagen de la sangre le hacía estremecer, en eso llamaron a la puerta.
—¿Papá, estas ahí?
—S-sí, hijo, aquí estoy —respondió, trémulo y con los ánimos por el suelo.
—¿Todo bien?
Tomó aire, se miró una última vez en el espejo, después salió disimulando con una sonrisa.
—Todo bien, hijo —palmeó su hombro y juntos abandonaron la casa rodante.
El viento soplaba con fuerza y hacía relucir la soledad de aquel condado, se percibía como otros sitios abandonados por la gente gracias al holocausto zombi, pero aun así se veía bastante conservado, con suerte encontrarían la pieza y seguirían su viaje lo más rápido posible.
—Bien, recuerden, no se vayan muy lejos —tosió un poco mientras hablaba, abrió la valija con todas las armas—. Si hay señales del radiador avisan por los radios y todos nos reunimos en dicho lugar, no hagan estupideces —miró a Russel y le dio el rifle de cazador, esperaba que con un cañón largo y una mira telescópica pudiera tener ventaja sobre cualquier cosa que intentara atacarlo, pasó a mirar a su hijo—. Y no jueguen a ser héroes —le entregó una escopeta.
—¿Están seguros de esto? —mencionó Russel mientras cargaba su rifle de la misma forma en que un papá inexperto cargaría a su bebé.
—Tranquilo, Russ, por eso vienes conmigo —habló Sam dándole un golpecillo al brazo.
—¿Y yo con quien voy? —cuestionó Lizz.
—Ve con ellos, Lizzie, rojita y yo tenemos algunas cosas de que charlar.
Ann no objetó ni dijo nada, no había emitido palabra alguna desde la mañana. Su hijo asintió y se retiró junto con sus compañeros rumbo a las calles de aquel poblado, Jonh y Ann hicieron lo mismo. Marcharon a través de los solitarios rincones olvidados de aquel lugar, por todas partes había residuos adornando los alrededores, nada fuera de lo común: basura, vehículos chocados, huellas de batalla y uno que otro esqueleto consumido por el tiempo.
En cierta medida, aquel desolado lugar le recordaba un poco a su viejo vecindario, repleto de pintorescas casas de clase media, pequeños jardines, negocios y locales de los vecinos y demás personas a quienes frecuentaba cada día.
Revisaron algunas casas y negocios sin encontrar nada útil, ni siquiera los vehículos que estaban ahí eran de ayuda, en su mayoría estaban desechos por el óxido y la maleza que durante años se había crecido en ellos como una plaga, dejándolos inutilizados e incapaces de brindar alguna pieza útil.
—Carajo —exclamó Jonh Anderson, azotó el cofre de una camioneta y siguió avanzando—. ¿No vienes? —la muchachita estaba agazapada, justo en la orilla que separaba la banqueta con la calle, cavilaba mientras cortas ráfagas de viento agitaban su cabellera zanahoria—. Puedes quedarte si gustas, pero te aconsejo estar alerta por si algo llegara a suceder.
Ella bufó y se levantó, juntos siguieron su rumbo hasta que la fachada de un local llamó la atención de Jonh, este se detuvo y apuntó su dedo en aquel edificio de aspecto rústico.
—Ven, sígueme, creo que tengo un buen presentimiento sobre este lugar —la madera estaba conservada, parecía que los estragos del tiempo no le habían afectado demasiado. Se paró frente a la puerta y miró una campanilla en la parte superior—. ¿Ves eso? —no le respondió—. Siempre asegúrate de que los edificios o los negocios a los que pienses entrar no tengan algo que alerte a lo que pueda estar ocultándose adentro.
Abrió la puerta y la campanilla tintineó. La madera del suelo chirriaba ante sus pasos, el lugar guardaba cierto aroma a humedad, y los únicos vestigios de vida que allí había se remontaban a una momia ya prácticamente fosilizada en una mecedora junto a una máquina de pinball.
—¿Para eso me trajiste? —profirió entonces, con un dejo de molestia resbalando entre sus palabras—. ¿Para darme algunas lecciones de supervivencia?
—No realmente —observó a su alrededor, encontrando el lugar bastante atractivo a pesar de todo, cruzó la barra y fue cuando la inmensa cantidad de licores y bebidas en los estantes le hicieron sonreír—. Esperaba que con esto quizás pudieras distraerte un poco —destapó una botella de Whisky y la olfateó, encontrando un agradable aroma añejo dentro del mismo, se sirvió un vaso—. Ojalá hubiera algo de hielo por aquí.
—Pues si lo que querías era distraerme con una amena compañía, déjame decirte que te equivocaste de persona —se sentó en uno de los bancos frente a la barra—. En realidad, ¿qué hacemos aquí? ¿No se supone que deberíamos estar buscando el estúpido radiador para largarnos de una vez?
—Tranquila, señorita —bebió un poco y exhaló—. No tenemos prisa, además, siempre hay un momento para sentarte y disfrutar de las pequeñas cosas que te regala la vida —le sirvió un vaso también—. Este es uno de esos momentos.
—Esto es una estupidez.
—Sé que para alguien de tu edad debe ser difícil sobrellevar algo tan horrible como la muerte de un ser querido, pero sé por lo que estás pasando, créeme. Pero tienes que entender que este es un mundo cruel, habrá veces en las que no tendremos más remedio que aprender a vivir con dolor —levantó su vaso, los ojos de su compañera se aguaron.
—No es justo.
—Lo sé —apretó los labios con amargura.
—Carajo —soltó algunas lágrimas y le dio un trago al vaso, el amargo sabor del Whisky pareció distraerla de su penuria, al menos un poco—. Fuerte —admitió mientras paladeaba.
—Sí, pero ayuda, ¿o no? —ella asintió—. Solo no abuses.
Brutos golpeteos provenientes de una puerta cercana les hicieron saltar y prontamente tomar sus armas. El escándalo provenía de una especie de despacho, quizás el propietario de aquel bar no estaba contento de que alguien estuviese bebiendo sin pagar.
—Creo que debimos de registrar el lugar primero —mencionó Jonh Anderson, se aproximaron lo suficiente como para escuchar a aquella cosa gruñendo y rasgando la madera sin parar—. ¿Estás lista?
Martilló su arma y asintió. Jonh tomó la perilla y abrió la puerta. Salió catapultada como un animal salvaje, la atrapó del cuello y la retuvo mientras que buscaba morderle. Estaba podrida y le faltaba la mitad de la cara, y a juzgar por su vestimenta no habría tenido ni treinta años cuando se infectó.
Jonh forcejeó con la criatura demasiado, a tal punto que se volvió desesperante.
—¿Qué esperas? Mátala ya.
Aquella zombi cada vez ganaba más terreno, era como si Jonh no pudiera con ella, su cara estaba roja y las fauces de la no muerta estaban cada vez más cerca de alcanzar su cuello. No resistió más, la tomó del cabello y con un fuerte jalón la derribó, puso su pie contra su pecho y la mantuvo ahí, sacó su navaja y la apuñaló en el ojo, dejó de moverse luego de eso.
—Maldición, Jonh ¿qué te pasó? —volteó, y lo vio teniendo un ataque—. ¿Jonh?
Tosía sin parar, estaba cual tomate y sus venas estaban tan dilatadas por el esfuerzo que parecía iban a estallar en cualquier momento. Llegó con él e intentó socorrerlo, pero no se estaba ahogando ni mucho menos, no fue hasta que lo vio lanzar sangre que se apartó y tomó su distancia.
—Por Dios, estás infectado...
—Ann, no —liberó entre violentos espasmos.
—Lo siento —desenfundó su pistola y le apuntó.
—¡Ann, no! ¡Tengo...!
—Será rápido.
—¡Tengo cáncer! —imperó finalmente. Dejándola más anonadada todavía.
—¿Qué? —aguardó a que parara de toser. Limpió su boca y exhausto se recargó contra la barra—. ¿Cómo...? —no sabía que decir, ni siquiera estaba segura de haber comprendido del todo lo que había sucedido.
—Tengo cáncer —aseguró, aunque no sabía interpretar a ciencia cierta con que ánimos se lo había dicho—. Yo eh... me hice un chequeo poco antes de que el brote estallara, no era nada, apenas una mancha del tamaño de un frijol en mi pulmón izquierdo —su voz era rasposa y de vez en cuando las ganas de toser volvían—. Iba a comenzar con un tratamiento, pero esta porquería llegó ¿y quién lo llevaría a cabo, los muertos? —negó, mientras que liberaba una amarga risa—. Traté de seguir adelante, seguir con mi vida, pero supongo que con el tiempo se fue intensificando, y... bueno, las cosas han ido empeorando cada vez más con el paso de los años. Tenía la esperanza que al llegar a Fuerte Esperanza pudiera haber algo o alguien que me ayudara, pero... creo que esa es una posibilidad muy lejana viendo como están las cosas ahora.
—¿Dices que...?
—Estoy muriendo, Ann —aseguró cabizbajo—. Estoy muriendo y no hay nada que se pueda hacer para salvarme.
—Mierda —cubrió su boca—. ¿Cómo reaccionó Sam cuando le dijiste? —guardó silencio entonces, pues fueron los enrojecidos ojos de aquel hombre quienes dijeron todo—. Por Dios, no lo sabe.
—Sam es fuerte, es más fuerte de lo que hubiera podido llegar a imaginar, pero esto... —negó—. Sé que si le digo se derrumbará. Este viaje no es para mí, sino para él, necesita llagar allá, es muy joven todavía, aún tiene mucho por vivir.
—Jonh...
La fragilidad en sus ojos era evidente, pero su recio semblante se mantenía a pesar de todo.
—No soy una buena persona, he hecho muchas cosas, cosas malas, pero si puedo marcharme sabiendo que mi hijo estará bien, entonces me iré tranquilo.
El sórdido silencio propiciado por la cruda verdad que aquel hombre le había revelado acabó por terminar cuando la campanilla del bar volvió a emitir su característico sonido.
—Mier-da —pronunció entonces una tercera voz. Jonh y Ann levantaron sus armas e instintivamente las llevaron en dirección a quien había arribado, eran tres personas, hombres, armados, lucían sucios y andrajosos, casi como una suerte de campesinos locales, su apariencia no era muy amigable—. ¡Oh, alto, alto, tranquilos! —habló un menudo sujeto de barba de candado y peinado de punta.
Sus otros dos acompañantes, un moreno con cara de pocos amigos y un gordo de camiseta sucia hicieron caso omiso y mantuvieron sus armas bien en alto. Nuevamente el sujeto intervino, levantó su pistola y ambas manos en señal de que no tenía malas intenciones.
—Ey, tranquilicémonos todos un poco —sonrió con nerviosismo—. No venimos a hacerles daño, pueden bajar sus armas.
—Sí claro, cuantas veces no he oído eso.
—Amigo, créeme, si los quisiéramos lastimar, habríamos entrado disparando, ¿no crees? Vamos, bajen las armas.
—Dile a tus amigos que lo hagan primero —demandó Jonh.
—Ya oyeron al hombre, bájenlas —miró de reojo a su acompañantes—. Ey, bájenlas, todo estará bien.
Tardaron un poco, pero al final cedieron, sin embargo el ambiente lleno de tensión se mantuvo a pesar de las acciones pacificas por parte de aquel trio.
—Bien, supongo que es mejor empezar desde cero, ¿no lo creen? —se rascó la nuca y avanzó un poco—. Me llamo Michael, él es Jorge y nuestro rechoncho amigo de allá es Jim —sonrió, buscando bajar la tensión—. Lo sé, lo sé, hoy en día es difícil confiar en desconocidos, pero créanme, no estamos aquí para hacerles daño, solo estamos de paso.
—Pensamos que el lugar estaba vacío —secundó Jim, mostrándose aun con ciertas dudas.
—¿Y qué hacen aquí? —preguntó Jonh. El rostro de Michael se mostró pensativo.
—Bueno, es una larga historia, estuvimos vagando un buen rato buscando algunas medicinas para un amigo.
—¿Qué le pasó? —cuestionó esta vez la pelirroja. Michael lamió sus labios e hizo un ademán con las cejas.
—Una infección, creo que se resfrió.
—Lo siento —volvió a decir ella, sonando mucho más condescendiente. Michael asintió.
—Es una perra, ¿no creen? —se recargó junto a la pared—. La vida.
—Y que lo digas —respondió Jonh.
—¿Y qué hay de ustedes? ¿Qué se supone que hacen aquí en medio de este pueblo fantasma?
—Solo estamos de paso —arremetió Jonh con hosquedad.
—Ajá, ya veo —se acercó hasta estar junto a ellos en la barra—. Supongo que es mejor así, ¿no? Ir de allá para acá sin rumbo definido.
—Sí —admitió Jonh, paseaba sus ojos lentamente a través de todo el bar, observando detenidamente a cada uno de aquellos campesinos. Jim se sentó encima de una mesa de billar, mientras que Jorge se acomodó en una esquina, tenía una mirada muy intimidante y no había emitido palabra alguna desde que llegaron—. ¿Qué le pasa a tu amigo? Está muy callado.
—Oh, no le hagan caso a Jorge, es de pocas palabras —destapó una botella, Jonh le miró—. ¿Te importa si bebemos algo?
—Adelante, sírvete —reviró indiferente.
—Genial —bebió un shot de tequila y lanzó un quejido—. Sí, eh... no se preocupen por Jorge, es un alien, pero así lo queremos.
—¿Se dirigen a algún lugar? —preguntó Ann. Michael se sirvió otro vaso y lo acabó de un trago.
—Nada definido realmente, pensábamos ir a México.
—¿México? —reviró Jonh con cierta gracia.
—Sí, amigo, piénsalo, arena, playa, sol, una cerveza en mano, me parece un buen lugar para pasar el apocalipsis.
—Dicen que no hay infección allá —reconoció el gordito tras levantarse y llegar frente a su amigo para acompañarlo a beber—. ¿Habían oído algo al respecto?
—Son tonterías, chico, no hay lugar sin infección.
—Bueno, nunca se sabe.
—¿Solo son ustedes dos? —cuestionó Michael.
—No, tenemos algunos amigos por ahí —reconoció Ann, aunque rápidamente se arrepintió de hacerlo, pues los ojos de Jonh se clavaron en ella como un arpón. Michel entendió rápidamente lo que pasaba.
—Tranquilo, amigo, sé que aún tienes tus dudas sobre nosotros, lo entiendo. Más de alguna vez estos tontos me han dicho que soy demasiado confiado —sonaba chistoso, parecía que la bebida ya le había hecho algo de efecto, incluso se podía ver en su mirada—. Llámame ingenuo, pero soy de los que creen que el único enemigo allá afuera son los errantes, creo que los vivos tenemos que estar juntos, ¿no lo crees?
—Tal vez.
—¡Ves! Ya congeniamos en algo —palmeó la mesa y rio.
—Aun no nos han dicho como se llaman —habló Jim.
—Soy Jonh, ella es Ann.
—¿Son... amigos o algo?
—Sí, se podría decir que sí.
—Genial —Michael dejó un revólver sobre la barra, Jonh pasó a mirarlo, con la frialdad que tanto le caracterizaba plasmada en sus penetrantes ojos oscuros—. Tranquilo, no está cargada. En realidad odio tenerla, si fuese por mí ya la hubiera dejado tirada por ahí.
—Ajá... —observó discretamente sus manos—. ¿Y eso?
Michael miró sus puños, estaban amoratados y cubiertos con algunos raspones frescos, los acarició y se encogió en hombros.
—Ya sabes cómo son las cosas hoy día, hombre, uno tiene que defenderse.
—Sí, lo sé.
—Y dime, Ann, ¿acaso tienes novio? —preguntó Jim. Levantó su mano y acarició su cabello, ella se volteó y lo miró molesta—. Lo siento, no quería alarmarte, es solo... que hace mucho tiempo que no veo una chica tan bonita como tú por ahí.
El crudo sonido de una hoja siendo afilada les hizo voltear hasta el fondo del lugar, era Jorge, afilaba un machete. Jonh volvió a observar a Michael, encontrando algunas manchas inusuales sobre su playera.
—¿Y las medicinas?
—¿Disculpa?
—Dijeron que tenían un amigo y que estaba enfermo, buscaban medicinas.
—¡Oh, mierda! Cierto, lo lamento, amigo, debo dejar la estúpida bebida. Sí, buscamos medicinas para nuestro amigo.
—Ya veo... —miró de reojo al sujeto del machete, se había puesto de pie—. ¿Y ese amigo suyo... de causalidad no tenía un crucifijo plateado?
—Sí —reconoció Michael, aunque se notaba algo extrañado por dicha aseveración—. ¿Cómo lo sabes?
Clavó sus profundos ojos sobre el muchacho frente a él, estaba sudando y parecía temblar. Entrecerró los ojos y lentamente levantó su dedo y le apuntó.
—Estás usando ese mismo collar, justo ahora. Así que, o te lo prestó para la buena suerte... o se lo quitaste cuando lo asesinabas.
Todo volvió a quedar en silencio. Raudo se incorporó y trató de desenfundar, pero Michael levantó la pistola de la barra y le apuntó primero. Ann trató de intervenir, pero el sujeto junto a ella posó su pistola en su costado.
—Tranquilo, Jonh, no volvamos esto un desastre —meneó la pistola—. De pie, rápido.
El sujeto tras él se levantó y tomó a Ann por el cuello, llevándosela hasta estrellarla contra una de las mesas de billar, una vez sometida, empezó a oler su cabello y a lamer su rostro como un completo degenerado. Jonh avanzó en su dirección, pero al darse la cuenta Michael le dio un cachazo y lo puso de rodillas.
—¡No, suéltame! —vociferó Ann con desespero.
—¡Carajo! Lo supe en el primer instante en que te vi, sabía que eras alguien de cuidado —tomó la botella de tequila y le dio un trago directo—. Ahora, esto es lo que va a pasar, Jorge te sacará de aquí mientras que mi amigo Jim y yo nos encargamos de la pequeña perra de cabello naranja.
—¡Suéltame, hijo de perra! —volvió a gritar ella, pataleaba y luchaba por zafarse, pero aquel sujeto le doblaba el tamaño.
—Déjala en paz.
—Seguro, cuando terminemos será toda tuya otra vez —se rio en su oreja—. ¡De pie, anciano! —Jonh levantó las manos, lentamente se incorporó, mirando como aquel sujeto buscaba con todas su alma arrancarle la ropa y empezar con su desagradable obra—. ¡Vamos, muévete! —le picó la espalda con el cañón. Jorge se empezó a acercar.
—Yo te aconsejaría a que no lo hicieras —habló y el sujeto encima de ella se detuvo—. Está infectada.
—¿Qué? —reclamó alarmado. Apartándose al instante.
—Pura mierda —replicó Michael y se posicionó a un lado suyo sin bajar la pistola.
—¿Por qué crees que estamos ella y yo solamente? Nos echaron de nuestro grupo luego de que se enteraron. Está infectada, es cuestión de horas para que empiece a cambiar.
—¡Mierda! —exclamó Jim y se apartó, aterrado escupió al suelo y se limpió la lengua con su playera.
—No quiero asustarte, pero ella tocó la misma botella que tú, Michael.
—¡¿Qué?!
Bajó el arma unos segundos. Fue suficiente para que John reaccionara, alejando el cañón y sacando su cuchillo el cual enterró justo bajo su mentón. Jim gritó aterrado, mientras que el silencioso hombre del machete corrió contra él. Mandó un par de cortes que de milagro alcanzó a eludir luego de arrancar la navaja del cuello de su agonizante amigo, respondió con un puñetazo a la cara que logró desorientarlo, lo tomó de la nuca para después estrellarlo contra la barra y los vasos que ahí estaban, los cristales se rompieron contra su cara y lo llenaron de sangre.
—¡Hijo de puta! —Jim alzó la pistola. Pero Ann le golpeó la cabeza con la bola 8, el hombretón acabó cayendo el suelo.
Jonh golpeó varias veces al sujeto hasta que dejó de moverse. Terminó salpicado en su sangre, agitado caminó hasta la pelirroja, quien aún por la impresión no había soltado la bola.
—¡Hijo de perra! —rugió colérica y le pateó el prominente estómago, haciendo que el sujeto sollozara más.
—Rojita, ey —la tomó del hombro con delicadeza, ella gritó y casi lo golpea también—. ¿Te encuentras bien?
—S-sí —respondió agitada. Un estruendo lejano, acompañado con una suerte de campanadas les hizo reaccionar a ambos al instante.
—Carajo, Sam —tomó las armas de sus atacantes, el sonido de los muertos se hizo presente una vez más, los habían despertado—. Anda, hay que buscarlos.
—P-por favor... ayúdenme —masculló Jim en el suelo, el golpe le había abierto la cabeza, un buen charco de sangre había brotado, pero milagrosamente seguía con vida.
Jonh observó a su compañera, seguía en shock. Se agachó y apuntó la pistola contra su cabeza.
—¿Cuántos hay?
—Por favor...
—¡¿Cuántos hay, imbécil?!
—N-no... no lo sé.
—Bien —se puso de pie y le disparó dos veces justo a la cabeza—. Entonces jódete.
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