2. La Hermandad
Todo el sonido era menguado a su alrededor, tan solo algunas burbujas que emergían de su nariz y regresaban a la superficie eran lo único que alcanzaba a discernir, eso y el sonar de su corazón, abrió los ojos y miró hacia el techo, se movía con el vaivén del agua en la cual estaba sumergido.
Se alzó nuevamente y sintió el frío recorrer su piel, erizando cada poro de la misma, haciéndolo tiritar. Se acomodó contra la bañera y se mantuvo con la vista clavada en el vacío, siguió tallando su cuerpo, acariciando viejas cicatrices que le recordaban a algunas de las épocas más oscuras de su vida. Pensó que la melancolía y el remordimiento le llegarían mucho después, cuando tuviese el cabello cano y apenas pudiera mantenerse en pie en consecuencia de sus débiles huesos, pero no, aquel mundo se había encargado de marcarlo de tantas maneras que jamás creyó sería posible. Mojó su cara, tratando así de frenar sus nocivos pensamientos que le aquejaban, entonces la música y el escándalo de afuera le recordaron que seguía en el presente, y no solo eso, sino que aún seguía vivo.
—Carajo —musitó y se puso de pie, se secó de pies a cabeza con una vieja toalla y se miró en el espejo. Era como si cada vez que lo hiciera no reconociera del todo a quien veía, ya no era aquel muchacho risueño que soñaba con ser escritor, no, ahora era algo más, tan solo un remanente que no había muerto aquella noche que el mundo terminó.
—¿Todo bien, hijo? —dudó Jonh del otro lado luego de tocar un par de veces. Dio un breve suspiro y avanzó hasta abrir la puerta.
No pudo evitar mostrarse agraciado al ver a su padre arreglado de esa forma; llevaba unos pantalones de mezclilla, sus botas menos desgastadas y una sudadera a cuadros roja, casi parecía una especie de leñador, con todo y la barba poblada.
—¿Y eso?
—Me la prestaron, ¿me veo ridículo, verdad? Mierda, lo sabía.
—Oye, relájate, ni siquiera he dicho nada —rio un poco y asintió rascando su húmeda cabellera—. Te ves bien, papá.
—Voy a confiar en ti.
—No tienes más opción, papá —dijo y avanzó hasta su habitación.
Estaba totalmente a oscuras, la poca luz que apenas y se filtraba era gracias a la ventana. Caminó hasta la mesita de noche donde reposaba una lámpara de aceite, la encendió y buscó algo para ponerse. Lo único malo de ser dos hombres viviendo bajo el mismo techo era la mutua flojera de hacer los deberes diarios, por lo regular el lavar la ropa era los fines de semana, pero ahora que necesitaba ropa limpia de verdad, tenía sus opciones bastante escasas.
Revisó en un bulto arrumbado en su ropero, buscó entre las ropas hasta que sacó unos pantalones igualmente de mezclilla no tan gastados, sus botas cafés, una playera gris de manga larga y al final salió con una sudadera verde, se peinó lo mejor que pudo, su cabello había crecido bastante las últimas semanas y tan solo bastó con una pasada de su navaja para quitarse los vellos que poblaban su mentón. Acabado de arreglarse salió y bajó al nivel inferior, donde su papá estaba, mirando a través de la ventana de la sala hacia la fiesta que había en el exterior.
—¿A ciencia cierta sabemos por qué estamos festejando? —lanzó la pregunta sin desviar sus ojos de la calle. Sam llegó junto a él y juntos miraron cuidadosamente a través de la persiana.
—Creo que por seguir vivos.
—Bueno —tomó aire—. Creo que es motivo suficiente para tomar una o dos cervezas, ¿no crees?
—Creo que lo vale.
—Bien, entonces vamos —finalmente abrió la puerta y se permitieron salir.
La noche resultó bastante fresca, pero el calor de las fogatas y parrillas mantenían tibios a los habitantes del Distrito. Salieron por completo y empezaron a vagar por las calles, la gente reía y bromeaba sin parar, la música sonaba gracias a Greg y su improvisado grupo de country, habían sacado todos los instrumentos e improvisaron una tarima en la cual se podían escuchar a través de todo el vecindario que abarcaban con la fiesta. Las mesas estaban repletas de comida y guarniciones cosechadas en el refugio, mientras que los encargados de la cocina preparaban algunos puercos, pollos y también el ciervo que los Anderson habían cazado hacía un par de horas.
—¡Muchachos! —exclamó Eliot Ross, el cantinero local, pronto se acercaron—. Gracias a ustedes mis hijos cenarán esta noche, así que hoy los tragos van por mi cuenta.
—Que modesto —Jonh palmeó y suspiró clon alegría.
—Bien, ¿qué les sirvo?
—Dos cervezas, Eliot.
Pronto sirvió de un barril aquel espumoso y brillante líquido, se los pasó y tanto padre como hijo chocaron los tarros y bebieron.
—¡Caray! Está fuerte —mencionó John entre gestos. Eliot soltó unas risas.
—Es mi receta especial —limpió la barra y se acomodó—. ¿Qué opinas tú, Sam?
—Fuerte, sí, muy fuerte —paladeó un poco—. Pero tiene buen sabor.
—Eso quería oír, allá está mi esposa dando comida, ¿por qué no van y se sirven un poco?
—Eso haremos, gracias, Eliot.
Juntos se alejaron de la barra y se encaminaron a una de las mesas más cercanas a la parrilla. Sam hizo un gesto de disgusto y dejó su tarro por ahí, después se limpió la boca.
—Sabe a orina de caballo —confesó con repulsión, pero su padre seguía bebiendo.
—Es un gusto adquirido, ya te acostumbrarás —limpió el excedente de espuma en sus bigotes.
Al poco rato se sentaron a comer, les sirvieron algo de ciervo en salsa agridulce, puré de papas y ensalada, al final aquel animal había cumplido su cometido.
—Un poco seca y sabe a plomo, pero me gusta —bromeó su padre y Sam le dio un empujón amistoso.
—Creo que buscaré a Lizz, me debe estar esperando.
—Seguro —mordió su carne—. Oye, recuerda, no importa que suceda, solo relájate y déjate llevar por el momento.
—Claro —sonrió incómodo y se marchó antes de una catedra de seducción por parte de él
Atravesó las mesas donde la gente comía y pasaba el rato, había mucha más gente de la que recordaba, algunos incluso se habían puesto a bailar. Aquella noche se había llenado de vida y diversión, por unos instantes parecía que habían dejado la tragedia y el miedo de lado para disfrutar y celebrar que aún seguían respirando. Siguió recorriendo el lugar, pasando entre la multitud hasta que vio a los mismos niños de siempre, bailando en círculos alrededor de ella.
Dibujó una sonrisa, se veía feliz mientras giraba y hacía ondear su cabello largo. Se acercó disimuladamente hacia ella y una vez que estuvo detrás; tapó sus ojos y en su oído preguntó:
—¿Quién soy? —la niña con la que siempre jugaba se rio, igual que Lizz.
—Sí viniste —reconoció alegre y se dio la vuelta para abrazarlo.
—No me lo perdería —respondió, sin percatarse del todo habían quedado agarrados de la mano.
—Ven, hay que irnos —se lo llevó de ahí—. ¡Adiós, Melany!
—¡Adiós, Lizzie! —respondió la chiquilla y siguió jugando.
Los dos se marcharon corriendo de ahí, dejando atrás el ruido de la fiesta y arribando prontamente a las calles más solitarias del refugio, la brisa silbaba y junto con las lámparas puestas por aquí y por allá; hacían de aquel panorama algo mucho más pacífico y hasta algo romántico.
—No pensé que vendrías —confesó emocionada, no había soltado su mano ni un segundo.
—¿Por qué?
—Eres muy amargado, ni siquiera fuiste a la fiesta de Félix el otro sábado, esa noche fue toda una locura.
—No le agrado mucho a Félix —confesó—, me enteré después de la fiesta, aunque supe que todos se pusieron muy borrachos.
—Y que lo digas, Bill nos castigó haciéndonos limpiar los establos.
—Eso sí me molestó, quería verte sufrir —bromeó, y ella soltó unas risitas sarcásticas. Siguieron avanzando hasta que una luz se vislumbró cercana a una torre de vigilancia.
Al arribar al lugar se encontraron a la mayoría de los jóvenes de la comunidad, adolescentes y muchachos de su edad que parecían tener su propio festejo ajeno a las parrilladas. La mayoría estaban ya borrachos, bailaban o conversaban ante una tenue luz de una hoguera y escuchaban unos discos antiguos en una grabadora.
—¡Lizzie! —clamó una morena de cabello rizado, pronto ellas dos se juntaron en un escandaloso abrazo—, ¿perra por qué tardaste tanto? Oh, ya vi por qué —miró de pies a cabeza a Sam—, te ves guapo, Sam.
—Gracias, Greta, me gusta tu cabello.
—Conseguí acondicionador —reconoció acariciando su voluminosa cabellera.
—Debes prestármelo —reviró Lizz.
—Ni hablar, chica, consíguete el tuyo.
Pronto se marcharon de ahí, dejándolo completamente solo ante una fiesta a la cual no estaba muy seguro de haber querido asistir. La mayoría de los chicos de ahí eran sus conocidos, pero de entre todos se mostraba un tanto más retraído, como si no se sintiera tan a gusto en ese ambiente. Acabó sentándose en un sofá a lado de una pareja que no dejaba de besarse, tomó un vaso de lo que pensó era Whisky casero y bebió, sin decir o conversar con nadie un buen rato.
Cierta nostalgia le llegó y le hizo recordar la escuela. Cuando el brote inicial llegó tan solo era un niño de secundaria, no había vivido tanto como otros, nada más allá de un par de fiestas todavía algo infantiles o reuniones con sus amigos para jugar videojuegos y ver películas de terror. Tal vez el no haber vivido tanto, o haber pasado su infancia huyendo y sobreviviendo a como diera lugar lo había vuelto más huraño de lo que era en realidad. Aunque nadie podía juzgarlo, a final de cuentas, cualquiera que hubiese vivido lo que él a tan corta edad; estaría igual o peor. Le dio un sorbo a su bebida y buscó a Lizz por el lugar, estaba conversando con Greta y otro chico que había visto por ahí, se notaba bastante a gusto así que no la molestó.
Suspiró y se alejó de ahí, pensó en irse, pero la torre de vigía se mostró más llamativa que el propio convivio, subió y encontró a un tipo fumándose un porro, el chico lo miró y con torpeza levantó dos dedos en señal de paz y menó la cabeza, parecía saludarlo.
—¿Qué hay? —dijo el chico mientras veía hacia el horizonte, donde la ciudad en ruinas sobresalía más allá de la selva.
—Hola —respondió y se sentó en la orilla, mirando igualmente el panorama.
—¿Quieres una fumada? —le ofreció el apestoso cigarrillo, pero él se negó.
—No, estoy bien.
—Como quieras, amigo —le dio una nueva fumada y liberó el humo sin dejar de toser—. Oye, ¿puedes relevarme un poco? Me estoy orinando desde hace como veinte minutos.
—Claro, ve.
—Gracias, amigo —se levantó y tambaleante bajó por la escalera, si algo salía mal Sam no alcanzaría ni a sujetarlo, pero pareció que el tipo sí lo consiguió.
Extendió sus piernas por encima de la tarima y meneó los pies mientras veía la luna iluminar los alrededores. Tomó aire y recordó el pasado, mucho antes de que la catástrofe azotara al mundo entero, recordó lo simple que era la vida antes, como los problemas que parecían imposibles, no son, ni nunca fueron nada en comparación con lo que les tocó vivir en el presente.
Ver todo cubierto de selva, contemplar los animales, incluso respirar el aire más puro le reconfortaba, pero en cierta medida tan vasta extensión de verde le hacía recordar como la vida se había extinguido con el pasar del tiempo, y como todo se había vuelto en un ciclo interminable de supervivencia. Alzó su vaso y bebió con amargura. Entonces escuchó como alguien subía por la escalera de la torre, se giró esperando ver al adicto, pero no, en su lugar se topó con Lizz.
—Hey, ¿qué pasa, no te estás divirtiendo? —por su tono y como hablaba se había tomado una o más copas, igual seguía hermosa.
—Solo quería alejarme del ruido un rato. Además, la vista es muy pacifica desde acá arriba.
—Y que lo digas... —se sentó junto a él y contemplaron el paisaje—. Cielos, ¿alguna vez pensaste que todo cambiaría de forma tan radical?
—No —confesó.
—Yo tampoco —alzó la vista—. Aunque algo debo de confesar; gracias al apocalipsis, los cielos se han vuelto más hermosos que nunca.
Levantaron la mirada y contemplaron el océano de astros que conformaban el firmamento, así como la luna, la cual estaba enorme y resplandeciente. Nunca antes se había visto un cielo más hermoso que en aquella noche.
—Extraño los aviones —dijo Sam—. Siempre quise volar en uno.
—Yo extraño la televisión y el internet —bromeó ella.
—Extraño las donas —le siguió el juego y ella se rio.
—Extraño el helado, el sushi, mi bicicleta, carajo, creo que incluso extraño la escuela.
Ambos rieron, pero al cabo de unos segundos tan solo perduró la brisa. Sam volteó disimuladamente a ella, su cabello se agitaba suavemente con el vaivén del viento, pero sus finos ojos se mostraban brillantes como dos estrellas, se veía melancólica.
—Aún no puedo creer que esto sea verdad, sabes. A veces pienso que es tan solo un mal sueño, hay algunas noches en que me acuesto y ruego por despertar en mi casa y volver a ver a mis padres una vez más, solo dormir y despertar lejos de esta pesadilla.
—Hace mucho tiempo que yo dejé de soñar —confesó. No solía tener sueños, a menudo eran pesadillas.
—Aunque el apocalipsis trajo cosas buenas, por ejemplo, esto —extendió sus manos hacia el paisaje—. Sé que es una trampa, pero... no lo sé, es cautivador, desde lejos todo se ve hermoso, pero si te acercas tal vez te desilusiones. Supongo que las cosas más bellas son solo una ilusión.
—No todas —dijo, y lentamente llevó su mano hasta posarla encima de ella.
—Me alegra que nos hayamos conocido —se acercó lentamente a él, y mientras que Sam se preparaba para enfrentar su destino; la chica bajó su cabeza y la dejó sobre su hombro.
—Carajo —masculló.
—¿Qué?
—Nada, nada. —Cerró sus ojos con frustración, batallando internamente en si animarse o no, al final las palabras de Jonh cobraron fuerza y en un arranque de adrenalina le hicieron hablar—. Lizz.
—¿Ajá? —se oía cansada.
—Quería... decirte algo —aclaró su garganta, estaba realmente nervioso—. Algo que he estado pensando desde hace mucho tiempo.
—¿Sí?
—Yo... eh... bueno, tú... me...
—¡Sam! —exclamó Greta desde abajo, pronto se asomó.
—¿Qué ocurre?
—¡Es tu papá, creo que está en problemas!
—¡Mierda! —raudo bajó de la torre y abandonó a Lizz.
Salió disparado de aquella mini fiesta y se apuró hasta llegar al centro de la comunidad.
La música seguía, pero la atención parecía dirigirse en otras partes. Se abrió paso entre la gente hasta que vio como su padre y un vecino se hacían de palabras ante la vista de todos.
—Tom, escucha, no hagamos un escándalo —habló Jonh, buscando no acrecentar más la tensión del lugar.
—¡Cierra la puta boca! —exclamó Tom, estaba que se caía de borracho, le dio un trago a su botella y le apuntó—. Tú... juegas a ser el buen tipo, no eres más que un hipócrita y un mentiroso de mierda.
—¡Tom, ya basta, hombre, no hagas esto más grande! —habló Eliot, pero aquel hombre no hacía caso a las razones.
—Yo me parto la espalda cada día para mantener esta comunidad, ¿y que recibo a cambio? Nada más que regaños y burlas, nadie me respeta, ni siquiera mi propia esposa —pasó a observar a Melisa, quien estaba desconsolada, Tom asintió mientras su cara se ponía roja—, sí, lo sé bien, ¿acaso crees que soy un estúpido? Yo salgo a trabajar todos los días ¿y tú que haces? ¡Te acuestas con este idiota! —arrojó su botella al suelo e hizo a la multitud retroceder.
—Tom, basta, arreglemos esto en casa —imploró su mujer una vez más.
—¡Tú ni me hables, zorra!
—¡Ey! —reaccionó Jonh con fuerza—. Ya basta, si tienes un problema conmigo, aquí estoy, arreglémoslo, pero deja a tu mujer y a tu niña lejos de esto.
—Bien por mí.
Se giró y le asestó un puñetazo en la cara, la multitud se escandalizó. Estuvo a nada de atacarlo de nuevo, de no ser porque Sam se le abalanzó y lo derribó. Y en el suelo lo bañó de golpes.
—¡Sam, basta! —clamó Eliot, siendo un robusto hombretón de casi metro noventa no le fue muy difícil apartarlo de Tom. Pero sí tuvo que ser prácticamente arrastrado de ahí para no seguir maniatando al pobre diablo borracho en el suelo.
—¡Si vuelves a tocar a mi papá, te mato, ¿me oíste?! —pataleaba y gruñía como un salvaje, un escenario demasiado surreal como para creerlo.
—Sam, Sam, tranquilo —Jonh llegó con él y se apartaron de ahí antes de que la cosa se complicara mucho más. Se marcharon de nueva cuenta a su casa y cerraron la puerta. —Mierda, Tom tiene buen brazo —reconoció tras verse en un espejo y apretar su nariz, bastante sangre le estaba saliendo.
—Aguarda —caminó hasta un anaquel y sacó un botiquín—. Déjame verte.
—No es nada, solo un golpe —se sentó y echó su cabeza hacia atrás, Sam empezó a limpiarlo.
—Ese hijo de puta, esto no se va a quedar así.
—Ey, relájate, no hagamos esto mucho más grande —lanzó un quejido y hundió sus uñas contra el sofá—. Carajo.
—No está rota, pero la hinchazón va a durar.
—Fantástico.
Avanzó hasta sentarse junto a su papá, miró sus nudillos, estaban enrojecidos por los golpes que le había dado a Tom, apretó el mentón y miró a su padre.
—Papá, ¿tú y Melisa tienen una aventura, verdad?
—Sí —confesó apenado luego de guardar silencio por prolongados segundos.
—¿Desde hace cuánto?
—Un par de semanas.
—Cielos —cubrió su cara—. ¿Por qué? ¿En qué pensabas?
—Esa es la cuestión, hijo, no pensaba. Melisa estaba triste, me confesó que Tom bebía mucho y que las maltrataba a ella y a su hija, y... bueno, solo pasó.
—Mierda, papá, ahora te van a querer linchar.
—Aceptaré las consecuencias, cualesquiera que sean.
En un inicio se molestó con él, no quería pensar que su padre había sido capaz de hacer semejantes cosas. Pero aquel ya no era el hombre que lo había criado desde pequeño. Al igual que él tan solo era una fachada, un simple espejismo que guardaba en su interior una gran oscuridad.
—Todo va a estar bien, papá, estoy contigo.
Los ojos de aquel hombre se aguaron. Asintió y mordió su labio.
—Gracias, hijo —palmeó su pierna y asintió ligeramente. Frenéticos golpes llegaron a la puerta, Sam temió lo peor, pero la voz de Lizz fue la que sonó del otro lado.
—¡Sam, abre la puerta, soy yo!
—Anda, ve.
Se apresuró a abrirle y así encontrarla una vez más, desde la lejanía se veía que la fiesta intentaba tomar su rumbo, pero aquella escena no se los había dejado fácil.
—¿Puedo pasar?
—Claro.
—¿Cómo estás, Jonh?
—Estoy bien, Lizzie, gracias por preguntar.
—Oí lo que pasó, pensaba en hablar con Tom o con Melisa, hacer algo para ayudarlos a solucionar este embrollo.
—No es necesario —aseveró el joven—. Ya lo resolveremos nosotros, no te preocupes.
—Ya veo —recorrió un mechón de su cabello tras su oído—. Bueno, me-me voy a mi casa.
—Claro.
—Sam —habló su padre entonces—. ¿Por qué no la acompañas? Les vendría bien hablar un poco.
No dijo nada, solo asintió y abandonaron la casa. Las miradas en torno a él eran penetrantes y juiciosas, sabía que su padre no era una mala persona, solo no había tomado muy buenas decisiones, a final de cuentas llevaba solo mucho tiempo, tal vez lo único que quería era volver a sentir algo, aunque fuese de la persona menos indicada.
—No quería que me vieras así —profirió sin verla directamente, se notaba bastante afligido por la situación—. No soy así, es solo...
—Oye —tomó su mano y se posó frente a él—. Te conozco desde hace mucho tiempo, sé bien que no eres una mala persona, solo querías proteger a tu padre, de haber sido yo, creo que no me hubiera podido contener. Nadie te culpa por querer proteger a la única familia que te queda —acarició su cara y Sam le imitó.
—Él no es el único que me importa —se acercó a ella, pero antes de que pudiese besarla; un estallido cercano azotó la comunidad, los gritos de las personas se elevaron al tiempo en que el fuego se mostraba sobre el horizonte.
—Por Dios... creo que fue la entrada —traqueteos veloces sonaban igual, pronto la cosa se volvió sombría—. ¿Son disparos?
—No lo sé —la tomó de la mano y a toda prisa se movilizaron de regreso a su casa, pero antes de girar en una calle contemplaron con horror como un grupo armado disparaba contra los habitantes. Horrorizado la llevó hasta ocultarse tras una casa.
—¿Qué está pasando? —farfulló aterrada.
Los lamentos volaban por el aire junto con el vaivén de las llamas y las explosiones. Los atacantes disparaban indiscriminadamente contra todo aquel que veían en la calle, a la par que prendían en fuego las casas con bombas molotov.
—Estamos bajo ataque —aseguró, poniéndose pálido—. Tenemos que salir de las calles, vamos, por aquí.
Surcaron las propiedades aledañas, buscando en todo momento mantenerse ajenos al caos, viraron en una calle y vieron como un hombre destrozaba a machetazos a un sujeto a mitad de la calle, fue inevitable para Lizz soltar un grito, el hombre los vio y como un animal sediento de sangre corrió hacia ellos.
—¡Corre, corre!
Continuaron a toda prisa y saltaron por encima de la cerca de otra casa, dentro; la sangre adornaba las paredes y las ventanas, la gente estaba siendo masacrada.
Salieron de ahí rumbo a otra calle más cercana a la casa de Sam, pero uno más de aquellos hombres emergió y se abalanzó contra él.
—¡Sam!
El del machete apareció y la derribó también, empezó a reír como un desquiciado, mientras que desabrochaba su pantalón y sometía a Lizz con fuerza.
—¡Lizz! —rugió preso de la ira y la abrumante desesperación que inundaba todo su ser. Pero el hombre que lo sometía le plantó un puñetazo que lo zarandeó por completo, dejó sus manos contra su cuello y apretó con todas sus fuerzas.
—Herejes... merecen el infierno —masculló el hombre que lo ahorcaba sin parar. Ya se había puesto azulado, alzó sus manos y trató de arañar su cara o lastimarlo de alguna manera, pero el hombre tenía la ventaja, los gritos de Lizz taladraban sus oídos a la par que los lamentos de los habitantes del Distrito llenaban el ambiente.
Bajó sus manos en torno al chaleco táctico que llevaba el hombre encima, encontrando una cruz blanca pintada sobre su pecho, siguió mirando y encontró una navaja en uno de los pliegues, rápido la tomó y con ella le apuñaló la garganta, abrió la boca y un chorro de sangre le cayó en el rostro, el hombre cayó y empezó a balbucear mientras se ahogaba con su propia sangre.
—¡Sam! —oyó nuevamente a Lizz.
Aquel hombre ni siquiera se había percatado de que su compañero había sido asesinado. Buscó en el cadáver hasta que sacó una pistola, apuntó y sin pensárselo dos veces abrió fuego contra el hombre encima de Lizz.
El primer impacto fue contra su brazo y el segundo contra su costado. La despavorida chica lo empujó y se arrastró lejos de él hasta llegar con Sam, pronto se abrazaron.
—Tranquila, tranquila, ya estás bien —acarició su cabello y la retuvo mientras lloraba, pero en ningún segundo apartó la mirada de aquel hombre. Se alejó de Lizz y miró a su atacante, era un adulto, calvo y algo robusto, pero lo que más llamaba la atención era la cruz que tenía marcada sobre la frente, ya cicatrizada incluso, como si fuese un emblema personal.
El hombre siguió agonizando hasta que Sam le disparó en la cabeza.
—Vámonos de aquí, Lizz.
Cadáveres iluminados por el fuego cubrían todo a su paso, un escenario grotesco e irreal que le hizo pensar más de una vez si estaban conscientes o si se encontraban en una horrenda pesadilla. Surcaron algunas calles cercanas, eludiendo de mejor manera el caos, pero incluso algunos muertos ya empezaban a levantarse.
—Estamos cerca, hay que darnos prisa.
Aceleró el paso, pero cuando cruzaron la calle que llevaba justo a su casa; Lizz se soltó y corrió en la dirección contraria, justo donde los habitantes batallaban sin parar contra los invasores y los putrefactos cadáveres reanimados. Sam la siguió, pero la marea humana era asfixiante, pronto la perdió de vista.
—¡Lizz!
Gritó, entonces alguien le cayó encima, era la señora Morris, su vecina. Estaba infectada y ya no había más que hacer por ella. Luego de la tacleada perdió la pistola, así que no le quedó más remedio que retirar lo mejor posible a la mujer, quien lanzaba mordidas al aire y cruentos arañazos que poco le faltaban para alcanzarlo.
Rugió y apretó los dientes con fuerza, aquella mujer era implacable. Pronto un segundo tambaleante se acercó a él, era Eliot Ross. Sam quedó pasmado, intentó retirarla, pero ya lo sobrepasaban. Entonces un par de disparos acabaron con el zombificado Eliot y otro más con la mujer encima de él.
Agitado volteó y encontró a su padre, portando un revólver 38 en sus manos.
—Rápido, Sam, ponte de pie —llegó con él y lo ayudó a pararse, estuvo a nada de llevárselo pero Sam se resistió.
—¡Papá, espera! Aún falta Lizz —buscó entre todo el pandemonio hasta que la encontró, pronto surcó el lugar hasta llegar junto a ella—. ¡Lizz!
Tenía en los brazos a la pequeña Melany, le habían disparado en el cuello. Su inerte cadáver de mirada perdida aun evocaba la inocencia de aquella niñita. Lizz estaba en shock.
—Lizz, tenemos que irnos.
—Yo... yo...
La tomó del brazo y corrieron a toda prisa hasta llegar a su casa, ya había sido allanada pero no había gente adentro. Pronto papá e hijo taparon las puertas con los muebles más pesados, tomaron armas y se escabulleron hasta una puerta oculta tras un armario, una puerta que daba a un sótano.
—Lizz, vamos —la llevó otra vez, seguía catatónica y ni siquiera parpadeaba.
Todos bajaron al sótano, un lúgubre y húmedo lugar lleno de cajas y demás basura inútil, pero que les ayudaría en aquellos instantes. Jonh cerró con candado y además trabó la puerta con una pieza de madera, después se apresuró a quedarse en un rincón junto con los atemorizados jóvenes que no hacían más que abrazarse mientras la masacre continuaba sin parar.
La desagradable y siniestra sinfonía de la muerte impulsada por el hombre y los zombis resonó con fuerza durante interminables horas. A cada segundo, la muerte parecía vagar junto con ellos, asechando, buscando su oportunidad para llevárselos también. Pero aun cuando la situación era un suplicio, nunca gritaron, ni se quejaron, con trabajos y sus respiraciones sonaban, tan solo se limitaron a esperar en tormentoso silencio, aguardando en la fría oscuridad por una pequeña oportunidad para intentar sobrevivir.
Mantenía la mirada clavada en el vacío. Lo que originalmente se tenía contemplado como un momento de dicha y diversión pasó a ser una absoluta matanza, el caos se había adueñado de todo y la muerte había hecho de las suyas una vez más. Tapó sus oídos y trató de desviar su atención en algo más, pero le fue imposible. Era como la primera vez, nunca la olvidaría, estaba en casa con su papá, habían discutido en el desayuno y después se habían enojado uno con el otro. Su padre había ido a un mandado, por lo que él se quedó en la casa de su amigo, sin embargo, múltiples gritos provenientes de la cocina y el exterior le hicieron saber que algo no andaba bien, miraba por la ventana y veía a la gente, huía despavorida, algunos luchaban por su vida, mientras que en la lejanía se percibía la luz de un enorme incendio. Aquella noche vio morir a muchísima gente, y por primera vez experimentó el sentimiento que marcaría su vida por el resto de sus días: el miedo. Escuchó entonces un ligero llanto que lo arrancó de sus recuerdos, volteó y encontró a Lizz sollozando sin parar.
—¿Lizzie?
—Solo era una niña, Sam, solo era una pequeña —masculló entre llanto y sollozos. Sam llegó hasta ella y la envolvió con sus brazos para así consolarla, aunque fue inútil, pues lloró y lloró un buen rato hasta que se quedó dormida. Igual que él.
El aroma de la carne quemada y el humo, sumado a los rayos del sol que se filtraban a través del pequeño ventanal del sótano fue lo que lo despertó, habían pasado la noche entera en aquella habitación hasta que amaneció, parpadeó un par de veces y miró en su regazo, donde estaba ella, luego de semejante noche era prácticamente un milagro que siguieran vivos, y no solo eso, sino que incluso consiguieron dormir un poco.
—Papá.
Le llamó delicadamente, pero Jonh despertó de golpe y levantó el arma. Pronto vio que habían conseguido sobrevivir a la noche.
—¿Todo terminó? —volvió a preguntar Sam, Jonh se asomó por la ventanilla y asintió.
—Eso creo.
—Bien —agitó cuidadosamente a Lizz hasta que la hizo despertar—. Lizz, levántate.
Abandonaron el sótano y se aventuraron a salir al exterior. La mañana era opacada por el nauseabundo aroma de los cuerpos en descomposición, la pólvora en el aire y la sangre que bañaba todo. El lugar estaba devastado, los cuerpos de los invasores adornaban el suelo junto con los miembros de la comunidad, como una lúgubre y macabra alfombra que se esparcía por todo el recinto.
—Santo Dios —profirió ella, mientras tapaba su boca, aquel escenario era por demás escalofriante.
Vagaron por las calles, buscando algún indicio de vida, no había nada. Parecía que incluso los muertos se habían ido luego de alimentarse, tan solo las moscas revoloteaban por el lugar.
—Miren —alertó Sam, a unas cuantas calles de ahí seguía saliendo humo.
Siguieron su camino a través de la devastada comunidad hasta que encontraron una pira de cadáveres envueltos en llamas, todos miembros de la comunidad. Jonh caminó un poco y se topó con el carbonizado cuerpo de Melissa, la reconocía porque el tatuaje de mariposa en su brazo todavía no había sido consumido por las llamas.
—Lo siento mucho, Mel.
Sam encontró un cadáver más de los invasores, todos vestían ropajes de camuflaje o uniformes de cargo de aspecto militar, igualmente la mayoría tenían chalecos tácticos, todos marcados con una llamativa cruz blanca sobre sus pechos. Como si fuese una especie de insignia.
—¿Qué demonios sucedió? —se animó a preguntar, pero no había una respuesta clara.
—Fue La Hermandad de la Cruz —profirió entonces una voz desde el interior de una casa. Todos se alarmaron, pero ante sus ojos se mostró Bill Roan, quien otrora había sido el diligente de aquel Distrito.
—Bill —exclamó Jonh Anderson con sorpresa, pensaba que para esas alturas tan solo ellos habían salido con vida. El maniatado hombre avanzó cojeando hasta mostrarse ante ellos, estaba cubierto de sangre, tanto propia como ajena, y en sus ojos se podía percibir que había visto el horror en carne propia.
—¿Un grupo nos hizo esto? —dudó Sam, incrédulo de que alguien pudiese llegar a ser tan sanguinario sin ninguna razón o provocación previa.
Eran una comunidad sitiada, no tenían comunicación con otros distritos más que a través de la radio, no eran peligrosos, ni mucho menos territoriales, cualquiera que hubiese llegado buscando asilo o un nuevo hogar hubiese sido más que bienvenido, ahí vivían inocentes, familias enteras, y todos habían sido asesinados sin razón.
—No cualquier grupo —reconoció con pesadumbre, miró la insignia en el cadáver y acabó atravesando su cráneo con una estaca, no quería que se levantara—. Fue una secta. Había oído de ellos antes, pero nunca pensé que llegarían a ser así de despiadados... La Hermandad de la Cruz es un culto religioso que piensa que todo esto es por obra de Dios, piensan que es castigo divino y que todos los que no formamos parte de su gremio somos herejes que merecen morir.
—Que sarta de estupideces —escupió Sam con recelo e ira.
—Arrasaron con todo, no dejaron a nadie vivo, al menos eso pensé —continuó mirando la pira, los cuerpos ya olían mucho más fuerte—. Sé que no es lo mejor, pero... al menos es algo, ¿saben? Merecían una despedida digna, eran buenas personas.
—Debemos irnos —irrumpió Jonh—. Este lugar ya no es seguro, debemos irnos antes de que vuelvan o los muertos nos encuentren.
—¿Y a dónde iremos? —cuestionó Lizz, parecía haber regresado finalmente a la normalidad, luego del trauma vivido la noche anterior—. No tenemos a donde ir.
—Aparte los demás distritos están destruidos o quizás estos bastardos ya invadieron allá también. Y aun si hubiera un lugar seguro ahí afuera, ¿cómo llegaríamos? No tenemos vehículos, ni mucho menos opciones, y si esos desgraciados siguen afuera, no duraremos mucho —aseveró Sam.
—No todo está perdido —intervino Bill—. Hay un lugar, se encuentra a varios kilómetros hacia el norte, atravesando las ciudades principales y las afueras. Lo llaman Fuerte Esperanza, es un asentamiento armado, con el triple del tamaño que este, es seguro, si avanzan derecho yendo hacia el siguiente condado seguro lo encuentran.
—¿Tú no vendrás? —preguntó Jonh. Bill Roan negó, apartó su playera y les mostró una mordida sobre su hombro. Jonh negó con aflicción.
—Supongo que al final tan solo ustedes consiguieron salir de aquí con vida.
—Podemos... podemos intentarlo, Bill...
—Ya estoy prácticamente muerto, amigo —aseguró resignado ante su inevitable destino—. Pero ustedes todavía pueden conseguirlo. No tenemos vehículos o caballos siquiera, pero los suministros y las armas en la bodega aún perduran, tomen todo lo que necesiten, el viaje será largo y muy agotador, además, quien sabe con qué cosas se encontrarán allá afuera, lo que sea que requieran, es suyo, llévenselo. Que esta sea mi última acción antes de irme.
Aceptaron la oferta, no demoraron mucho en conseguir ropa, alimento y demás suministros para su viaje, tan solo lo que en sus mochilas y un par de valijas extras pudiesen cargar, pues si en verdad estaba tan lejos su destino, debían viajar ligero y con lo indispensable para sobrevivir. Arribaron a la puerta principal del complejo y Bill les abrió, mostrándoles el selvático entorno que les esperaba.
—Tengan —le entregó un mapa a Jonh—. Sigan el camino señalado y traten de no desviarse, el lugar se encuentra al final del camino.
—¿Estás seguro de que no quieres venir? —volvió a insistirle, pero Bill se negó.
—Mi viaje aquí se termina, pero el de ustedes apenas comienza, mis amigos, les deseo toda la suerte del mundo. Nos veremos luego, desde el otro lado.
—Hasta luego, Bill, y gracias, por todo —él asintió.
—Gracias, Bill —musitó Lizz con pesadumbre.
Sam solo alzó la cabeza, el hombre frente a él asintió.
—¡Suerte, amigos! La necesitarán...
Acabaron por marcharse del asentamiento al medio día, tan solo el humo se vislumbraba tras de sí, no miraron atrás, continuaron caminando según la ruta marcada en el mapa rumbo a la ciudad, a final de cuentas Bill decía la verdad, su viaje apenas había comenzado.
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