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La mesa está servida

Toda su vida, Lee Soora fue rechazada. Su familia no supo cómo controlar su carácter explosivo, ni su visión e ideas. Tampoco sus conductas o palabras. Indómita. Peligrosa. Medicada desde temprana edad, fue relegada a espacios sociales de mínima interacción. Sometida a una educación estricta y castigos severos ante la más mínima trasgresión.

No fue sorpresa así que aquella personalidad, que hubiese sido prometedora en un contexto favorecido y amoroso, se pudriera como sus dientes. Se tornó un espectro de modales impecables y ademanes torpes. Tan bruta, que los Lee no soportaron ser burlados por la hija descarriada y amenazaron con encerrarla sino cooperaba. Pero Soora había pillado que su libertad iniciaba allá donde su familia no pudiese imponerle nada. Por lo que aceptó la limosna mensual y habitar en las sombras de la ciudad, lejos de la vista pública.

Nadie podría sospechar que la hija mayor de los Lee, dueños de fábricas y accionistas mayoritarios en empresas de telecomunicación, seguía viva y tan loca como la creyeron siempre. Quizá más. Y que ahora carga el mote de La vieja de los gatos.

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La postura recta y tiesa con la que Lee Soora se sentó a la mesa, contrastaba con el banquete surtido de menudencias y carne abombada. Remanencia de su crianza adinerada. Jieun trató de imitarla, pero su madre, por fortuna, no le dejó margen a los Lee a que la formen como una muñeca de porcelana en exhibición. No entendía de reglas de etiqueta. Pero a su tía no le importunaba.

Ojeó la extensión de la mesa, repasando las fuentes a rebosar de comida. El banquete aromaba el precario salón comedor y las moscas zumbaban contentas por el festín mientras las dos comensales conversaban. Si alguien viese el cuadro, creería que se estaba celebrando una reunión. Jieun tuvo que pensar duramente si no es que había olvidado alguna fecha importante, mas dio con que no. Y no le preocupó demasiado porque su tía era excéntrica.

Veces hubo en que llegó a la casa y la encontró con vestidos de gala viejos, tacones altos y peinados extravagantes mientras exclamaba ¡viva la Condesa Roja! Veces ocurrió que tuvo que colarse por la puerta trasera porque su tía no salió de la cama en días y lloraba sin consuelo por el pasado que la atormenta hasta hoy. Y las pocas veces, como hoy, que la hallaba animada y sin indicios de estar perdida en su mente, se encargaba de disfrutar con ella y hacerle saber que estaba allí y que la quería mucho.

—Ten, niña mía, más estofado –recibió los trozos de carne, y los dejó a un lado del plato para probar el arroz.

—Gracias, tía So, está delicioso.

Jieun no ofendería a su tía. El arroz estaba duro y tuvo que masticar para tragarlo. Respiró y volvió a cargar los palillos. No, antes bebió jugo tibio que le dejó la lengua pastosa. Su tía hablaba de la receta, aludiendo a lo especial de esta cena. Le siguió la corriente mientras se quitaba del diente un trozo de carne atorado. De pronto, algo jaloneó el mantel a su lado. Se tensó. Tragó sin masticar el bocado de carne antes de ver al suelo.

Un gatito.

Un pequeño gato gris, feo hasta dar pena, pulgoso y con ojos legañosos, maulló agudo. La panza hinchada de parásitos y la colita sucia de heces le terminó de confirmar su estado enfermo. Sintió el impulso de patearlo lejos, no vaya a ser que se le muera en los pies, pero el temblor de un ronroneo torpe la conmovió como para arrojarle un pequeño trozo de carne, diminuto, para que le cupiera en la boca.

—¿Hay nuevos inquilinos? –consultó a su tía, quien le sonrió afectuosamente.

—Una nueva camada ¡y no se murió ninguno! –Dijo, alegre con su mirada extraviada—, puedes conocerlos luego. Han nacido en la tina y no he tenido corazón de removerlos a otro lugar, pero ya va siendo hora...

La voz decayó hasta ser un murmullo. Jieun asintió mientras tomaba sus palillos. Remojó otro trozo de carne –que no podría precisar si de cordero o vaca— en salsa de soja. El ají picante y el orégano hacían maravillas para esconder el sabor. El calor de este verano sin lluvias echaba a perder la comida. Las verduras, por otro lado, sabían un poco amargas aunque la salsa aceitosa que las recubría lo disimulaba.

Desde que se sentó a la mesa, se le había asentado una molestia en el estómago. Como un revoltijo. Y escalofríos. Pero siguió obligándose a tragar y beber. En cambio, la tía So comía con gula. Con un apetito envidiable. La técnica era no dar hondas respiraciones.

Se abanicó con la mano por el picante que la hacía sudar. Le hormigueaban los labios. El encierro concentraba el calor, por no decir las fragancias poco amigables de convivir con casi cincuenta gatos. Posiblemente más y sumando. Sin embargo, un barrio donde la policía no llega ni de día ameritaba seguridad extra. Ventanas tapidas, rejas. Armas. Como si fuesen tierras de nadie.

Cada rincón de la casa, que no era grande –salón comedor, cocina, baño, habitación—, apestaba a orines y había bolas de pelos por doquier. Los muebles dañados por las uñas de los gatos, las telas amarillentas allá donde las orinaban, y las pulgas que sentía trepársele por la piel. Si se descuidaba podría tragarlos al beber de la copa. Solo que la cosquilla nauseabunda era imposible de ignorar y había pillado el truco para no evidenciar el asco.

Pensó en cuán horrorizado estaría su padre de verla cenar allí. Él, tan pulcro.

Como siendo llamados, más pequeños y raquíticos gatos entraron corriendo y tropezando entre sí. Y detrás de ellos los gatos mayores pretendían cazarlos. Dándose zarpazos. Vio a lo que debieron ser hembras con un despertar forzado de su instinto materno, alzar a los mininos. Aunque a juzgar por las tetas y el vientre hinchado, no tardarían en ser ellas las que den a luz a otros inquilinos.

—Oh, hola tú –saludó Soora, cuando un gato con manchurrones de barro y sangre en el pelaje saltó junto a su plato y comenzó a olisquear la comida—. ¿Quieres uno, mi niña? ¡Te alegrará la vida! No hay animal más digno de ser tu guardián y compañía que un gato.

—Lo haría, pero estoy quedándome en lo de una amiga.

—¿Qué? ¿No has vuelto a casa?

Jieun vio la expresión afable de Soora tornarse agria. No era una mujer bella, pero algo en sus rasgos duros, su piel cenicienta y las pronunciadas cejas le otorgaban cierto semblante regio. No heredó la calidez y redondez de los rasgos Lee. Donde Soora era ventisca de invierno o tormenta de arena, Jieun y su padre asemejaban a una lluvia tibia.

Volviendo al tema por un carraspeo de su tía, Jieun cedió.

—Temo que vuelva –contó, enrojeciendo de vergüenza, aunque su tía la alentó a que siga—. Sé que ha pasado una semana, tal vez más y no me ha llamado. Pero aun así, me asusta estar sola en casa y que intente forcejear la cerradura. La primera vez que lo hizo –alzó el brazo, mostrando una cicatriz ancha y rosada—, no fue bonito.

Con brusquedad, Soora se levantó.

—Ese cerdo –masculló, rascándose los cabellos canos y grasosos, sin importarle en enmugrecerlos más—. ¿Cómo se atrevió a lastimar a mi niña?

Mareándose por las idas y vueltas de su tía, Jieun habló:

—Calma, tía, estoy bien –mintió.

La oscura mirada que le dirigió Soora le hizo saber que no se lo creyó, pero tan pronto como ese asustador gesto llegó, se diluyó en un llanto silencioso. Dejándose caer en un sofá y siendo acosada por sus fieles gatos, se tapó el rostro. Los hipidos y moqueos le dijeron a Jieun que lloraba, y le conmovió la angustia de su tía por ella.

Era su sobrina preferida. O más bien, es su persona favorita. Cuando nadie quiso tener contacto con Soora, Jieun se escapaba de casa y en su bicicleta se aparecía por el barrio. A sus siete años, parecía un punto colorido de vida destacando en las calles lúgubres, oscuras. Similares a los escenarios de cuentos de terror o de malhechores. Veinte años después, continuaban las visitas sin falta cada semana.

—Lo siento tanto, mi niña –sollozó Soora.

Los gatos acompañaron los alaridos en un coro desafinado, y Jieun tuvo que taparse los oídos. Los vio removerse con el pelo crespo. Mostrar los dientes. Rasguñarse entre sí. Hasta los pequeños gatos panzones se alteraron, contagiados por el ambiente tenso que se vivía. Deseó que hubiera una ventana abierta, porque mientras más se agolpaban los gatos, más sofocante era el hedor. Le lloraron los ojos y Jieun no supo si era por el fétido aroma o la tristeza.

—Shhh, tía, por favor, vamos –pensó qué decir, hasta que se iluminó y se puso en pie, intentando no pisar a ningún gato—. ¡El postre! –Chilló con falso entusiasmo—, ¡prometiste postre!

En un parpadeo, Soora estuvo de pie, sonriente. Las mejillas sonrojadas le daban cierto aspecto afiebrado. Se alisó la ropa, acarició un par de cabezas celosas de gatos que le saltaban a las piernas y se encaminó a la cocina. Jieun la siguió, resbalando en algo que no quiso indagar qué era.

—Ayúdame a servir.

—De acuerdo –miró en derredor hasta dar con que la alacena se había descolgado de la pared.

Se agachó para buscar unos platillos y por poco los hace añicos en el suelo ante lo que halló. La cara de Kim Seokjin lucía amoratada y tumefacta. Venas marcándose en la piel estirada. Sus ojos opacos y sin vida chorreaban una mucosidad cristalina. La nariz estaba quebrada. Jieun, impresionada, picó con el dedo el globo ocular que se hundió como si fuese a desinflarse, pero se llenó nuevamente cuando lo soltó. Trazó la curvatura graciosa de la nariz, y rozó las heridas de los espacios donde debían estar aquellos preciosos labios que supo presumir.

—Está muerto –soltó como una afirmación necesaria; a su lado, Soora asintió con gravedad—. No, en serio, está muerto.

—Sí, y lo que me ha costado –se quejó su tía, tomando la cabeza de Seokjin de los cabellos para levantarla y llevarla a una bandeja con verduras ahumadas—. ¿Vendrás mañana también? Puedo guisar extra para que te lleves y comas mientras estudias.

—¿Cómo?

—Has dicho que tus exámenes están cerca, no tendrás tiempo de cocinar.

—Oh. ¿Y el resto? –señaló a Seokjin.

El rostro antes hermoso ahora era un paisaje inmundo. Morbosamente atrayente.

—En la tina. Pero debo retirarlo, está enfriándose y los pequeños inquilinos necesitan calor.

Al erguirse rápidamente, se mareó. Alcanzó a sostenerse de la pared. Se dirigió hasta el baño, viendo ya en el suelo hilillos de sangre seca. Los gatos lamían el suelo, encantados, limpiándolo. Las moscas se le asentaron en la cara y las ahuyentó soplando. Su flequillo sudoroso saltó en el aire ante esto.

El temblor que la invadió desde que vio a Seokjin le llegó hasta las manos. Corrió la cortina de la tina y vio el cuerpo de su pareja recostado sin gracia. Lucía apenas la ropa interior. Los muslos fileteados. Una pierna cercenada a medias como si su tía hubiese hecho el intento de cortarla y se cansó. Su ropa de trabajo, camisa y pantalón de vestir, amontonada en donde debía estar su estómago. La corbata colgaba de la tina era juego para un par de cachorritos que no alcanzaban a cazarla.

La estampa era horrenda, pero los gatitos removiéndose entre la ropa de Seokjin otorgaban un halo de ternura insospechada. Casi podías obviar el estómago abierto, las costillas removidas para ahuecar el pecho. La madre de los gatos siseó molesta. Hasta ese momento había estado lamiendo el corte del cuello de Seokjin. Sus bigotes sucios de sangre. Por supuesto, había interrumpido su comida. Y así como lo advirtió, pensó en la cena.

Las náuseas le subieron por la garganta. Se dobló en el suelo y vomitó. El charco de vómito salpicó los zapatos elegantes de Seokjin. Más allá, encontró otras pertenencias. Celular. Billetera. Llaves del coche y del apartamento que se había rentado cuando rompieron. Era una locura, y esperó despertar y ver que era una pesadilla. Solo que no sería su suerte. Escuchó pasos y pronto la voz de su tía le anunció que ya había servido el postre.

Limpiándose con el dorso de la mano, recogió la billetera y el teléfono. Las llaves. Las piernas en cualquier momento dejarían de sostenerla, pero pudo lavarse el rostro. No atinó a ver su cara en el espejo. Roto y salpicado de sangre, de todos modos no podría mostrar nada.

Se detuvo en la entrada del baño. Qué hacer. Qué hacer. Qué hacer. Qué hacer... No podía permitir que su tía sufra más. Todo estaba hecho ya. Y su tía no existía para nadie. Qué hacer. Qué hacer. Qué hacer. En lo que buscaba una respuesta, sintió alivio. Miedo. Felicidad. Odio. Y paz. Amor. El gesto era entrañable. La acción un crimen. Pero la consecuencia era beneficioso. Qué hacer. Qué hacer. Qué hacer.

Un gato afilándose las uñas la distrajo. Este, ignorante de la situación, descascaraba la puerta con saña. Otro entraba correteando una cucaracha enorme. Una madre daba la teta a dos pequeños. Oyó el llamado de Soora. Salió del baño. Dejó a los gatos seguir su festín. Volvería después a encargarse del asunto. Ahora, por haber echado el estómago hace minutos, tuvo lugar para el postre.







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Nota:

Mmm,  el guisado de Kim Seokjin ha de saber riquísimo bien sazonado, ¿no?

Galle, siento haber pasado el plazo, pero, loco, fue re difícil esto jaja ¡Sorry!

Sé que el resultado es ñé, pero me gustó intentar el "horror".  Me fui a lo sencillo, la verda'.  A la próxima, pondré más de mí por hacer algo chachi, chachi.

A quien lea esto y no sea Galle, ¡gracias!

:)







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