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V


En cuanto Débora sirvió la mesa, Martín supo que aquello no podía acabar bien. Débora se había apuntado a la moda vegana hacía unos meses y, desde entonces, la carne se había unido a la larga lista de abstinencias que Martín debía guardar (al menos, en casa). La sola visión de la ensalada hizo que se sintiera igual que si fuese a vomitar el bazo otra vez.

—¿Y qué, hijo? ¿Ya has conseguido el ascenso? —preguntó el padre de Débora, que tenía una habilidad asombrosa para meter el dedo en la llaga.

—Todavía no, papá, pero está en ello, ¿verdad?

Martín consiguió asentir con la cabeza, mientras ponía todos sus esfuerzos, sin conseguirlo, en pensar en cualquier cosa que no fuera carne.

—Cuando tenías su edad, tú ya eras jefe de ventas, ¿a que sí? —aportó la madre, cuyo tacto era todavía inferior al de su marido.

Martín se puso de pie y a punto estuvo de tirar la silla.

—¿Te pasa algo? —dijo Débora, poniendo una mueca que Martín tradujo como "no irás a morder a alguien, ¿verdad?"

—¿Puedo hablar contigo un minuto?

Débora asintió y los dos salieron del comedor.

—¿A ti te parece que esto es comportarte? —susurró.

—Dijiste que te avisara si sentía ganas de morder, ¿no? ¿Querías que te lo dijera delante de tus padres?

—Vale, está bien. ¿Crees que puedes aguantarte? Solo hasta que se vayan y después buscaremos la manera de arreglarlo.

No lo creía. Había sentido un deseo casi irrefrenable de abalanzarse sobre su suegra y de darle un buen mordisco en la papada.

—Creo que sí —contestó—. Pero la jodida lechuga me está poniendo malo.

—Vale. Sal a fuera. Coge aire. Les diré que has salido a fumar.

Martín no necesitaba aire. Los muertos no respiran. Pero no merecía la pena discutir con Débora, así que salió de casa y se sentó en el escalón de la entrada.    

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