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IV

A parte de llamar al trabajo, enterrar el bazo en el jardín trasero y limpiar el charco de vómito, Martín no hizo gran cosa en todo el día. Le resultaba difícil moverse. Lo atribuyó al hecho de estar muerto. Cuando estaba vivo no apreciaba los cientos de minúsculas tareas que desempeñaba su cuerpo todo el tiempo. Uno no se da cuenta de que respira hasta que deja de hacerlo. Forma parte de la condición humana. Ahora que su cuerpo no hacía nada en absoluto se sentía... no había una palabra para describirlo. Eso es porque nadie se ha sentido nunca así. Nadie que se haya muerto tiene que enterrar su propio bazo y sentarse a cenar con su mujer y sus suegros. No puede haber una maldita palabra para describir esto.

Débora se plantó ante él con el vestido azul que reservaba para las ocasiones especiales.

—La cena ya está lista y mis padres están al caer. Recuerda parecer normal, ¿quieres? No quiero que noten nada raro.

—¿Crees que tengo la culpa de haberme muerto? —dijo Martín, levantándose del sofá—. Deberíamos hablar de lo que ha pasado en lugar de celebrar una cena como si nada, ¡joder!

—Creo que podías haber elegido un momento mejor para morirte. Siempre haces lo mismo. ¡Siempre lo estropeas todo! —Tenía el rostro desencajado. Gritaba y movía los brazos con una coordinación perfecta, como solo una persona viva puede hacerlo.

El sonido del timbre zanjó la discusión. Débora se recompuso con una facilidad pasmosa y dirigió a Martín una mirada que, de haber estado él vivo, lo habría fulminado.

—Voy a abrir la puerta y tú vas a comportarte. Y recuerda avisarme si te entran ganas de morder a alguien.

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