La celda
¿Cuanto tiempo habría pasado desde que me capturaron? No tenía respuesta pero estaba claro que de mi memoria habían desaparecido las colinas, los prados, los árboles, los pájaros y el viento en mi cara; los edificios, las calles, las luces y el bullicio; mi familia, mis allegados, mis amigos... todo. En mis recuerdos ahora sólo era capaz de rememorar los pasillos grises, salas vacías y fríos barrotes que ahora mismo estaba observando. Y que no podría dejar de observar.
Estaba en la cárcel por dios sabrá que razón. Sin juicio, sin sentencia, sin defensa y sin libertad alguna, yo había sido encerrado y abandonado a la soledad en la que ni mis carceleros se atrevían a dirigirme la palabra. ¿Miedo o desprecio? ¿Qué importaba cuando tanto una cosa como otra implicaba un silencio sepulcral?
Sepulcral... sí, esa palabra lo define bien todo: vivo por vivir, a sabiendas que el día siguiente será exactamente igual al actual. Siempre la misma luz mortecina, los mismos barrotes y paredes, el monótono rancho, el eterno silencio en el que estaba sumido. Sabía muchas cosas y la más importante era que eso no iba a cambiar hasta el día de mi muerte. Con todo, yo ya estaba muerto.
Sin embargo, en el mismo instante el que ya consideraba terminar con todo por los medios que hicieran falta, noté un cambio en mi celda: un ruido lejano que nada me recordaba a los pasos silenciosos de mis carceleros o los movimientos ociosos de las ratas. No, era un sonido fuerte y violento, disparos volando en dirección a un objetivo que, sin ninguna duda ¡se estaba acercando!
Escuché gritos, disparos, golpes; violencia en definitiva, ataques contra un objetivo que, contra todo pronóstico, se acercaba a toda velocidad como si ignorara cuanto disparo le era dirigido para que, al final, se presentara ante mí.
—Mis saludos allá tenga —saludó ese ¿hombre? cuyo rostro era la cabeza de un coyote. Una densa capa de pelo cubría todas sus facciones, desde su rostro hasta sus manos quedando el resto cubierto por un elegante traje de color azul. Cuando vio mi rostro aturdido por su extraña presencia, se quitó el sombrero y continuó su discurso mientras, a pocos metros de nosotros, los carceleros peleaban con los barrotes que deberían retenerme a mí y no a ellos. —Percibo en vos un ánimo que llama a la muerte —miré esas fauces con calma que no debería morar en mí. No creía que de esa gran boca hubieran salido tales palabras pero mi mente insistía en que lo que había visto y seguiría viendo era cierto. —He venido hasta aquí para evitar que haga ninguna tontería —en ese instante, la puerta por la que, en teoría, ese extraño sujeto había entrado, cedió a las presiones de mis carceleros y un guarda apareció, arma en mano para descargar todo su arsenal sobre el extraño intruso que seguía hablando conmigo como si ese arma no le causara ningún miedo.
Las detonaciones sonaron, las balas volaron y la pared recibió los balazos. Pero el hombre coyote seguía en pie como si todas las balas lo hubieran atravesado sin causarle ninguna herida ni estropeado su ropa.
—Me he pasado estudiando su caso un par de días —continuó el individuo mientras el guarda y unos cuantos compañeros preparaban una segunda salva. —¿Acierto al pensar que su encierro es por completo injusto?
—¿Usted...? ¿Usted cree que soy inocente? —mi voz, raspante y dudosa abandonó mi garganta tras meses sumida en el más ignominioso silencio.
—No me encontraría aquí por una tonta creencia, señor —cientos de balas impactaron en la pared pero ese sujeto permaneció en pie sin prestar la menor atención a los proyectiles y sólo manifestando interés por mí. —Yo no creo, muy señor mío. Yo sé. Y lo que sé es que tendría todo el derecho del mundo a salir de su celda pero que las leyes y toda esta gente le condenan a que la única libertad que conozca sea la de caminar por su propia celda.
—¿¡Viene a sacarme de aquí!? —exclamé con alborozo.
—No realmente —un par de hombres trataron de atacar directamente a ese sujeto con cabeza de animal pero no importaba cuántos pasos dieran: sus pies se deslizaban sobre el suelo sin permitirles avanzar. Caminaron, corrieron, saltaron... pero el intruso no pudo ser atacado. —Yo no puedo liberar a nadie, va en contra de las normas de mi gente intervenir de forma por completo directa en el mundo de la luz. En tal caso, será usted mismo el que salga de esta celda.
Mis ojos se dirigieron de inmediato hacia la tropa de carceleros armados hasta los dientes que me recordaban más a un pelotón de fusilamiento que a un pasillo de honor.
—¡Pero...!
—Empero —interrumpió ese sujeto de parla educada, —le recuerdo que he dicho que nadie podrá poner un dedo sobre usted si se mueve por su propia celda. Así pues, ¿a dónde quiere ir desde este lugar?
Por instinto, giré mis ojos hacia mi espalda. Allí seguía mi jergón, mi excusado y, más claramente que nunca, las grises paredes que dominaban todos mis días. Sin embargo, eso era sólo lo que percibían mis ojos: primero fueron los olores que nada tenían que ver con el húmedo y guerrero de esa celda sino aromas frescos mezclados con sonidos bulliciosos; gente charlando amigablemente, el piar de los pájaros, la fragancia de una comida que hacía años que no era capaz de recordar, el estruendo de una tormenta, los gritos divertidos de los niños, los ladridos iracundos de un perro demasiado pequeño para su potente voz... estaba en mi celda pero, a la vez, estaba fuera de ella, como si a un par de pasos de ese lugar en el que estaba plantado pudiera encontrar lo que más ansiaba en esos momentos.
—El espacio, muy señor mío, es algo tan sencillo de deformar... —me comentó el hombre coyote adelantándose a mis pensamientos. —Como por mis deberes no puedo destruir estos barrotes ni exterminar a todos esos que insisten en asesinarme —indicó con sorna a los que seguían disparando al aire, —he hecho que todo el mundo se encuentre cerca de usted. Sólo habrá de dar un par de pasos dentro de su dominio, esta celda y llegará a donde quiera que desee ir.
Mi razón me impedía creerlo pero mi renacida curiosidad me impelía a intentarlo. Al fin y al cabo, era exactamente lo que me había dicho ese extraño: estaba dentro de mi celda, podría moverme cuanto quisiera mientras siguiera en ella y ningún carcelero me lo podría impedir.
Hice un amago de acercarme al resto del mundo, ése que estaba lejos a la vez que cerca de esa celda, cuando uno de mis carceleros dejó de apuntar a mi visitante y señaló con su arma en mi dirección.
—¡No te atrevas a dar un paso más! —exclamó y yo me detuve.
—Dispare y todo el mundo encontrará un cadáver dentro de esta celda —repliqué tranquilo, siguiendo la lógica que mi salvador me había enseñado. —Imagine la crueldad del acto: un hombre que, tranquilo como nadie, estaba caminando dentro de su propia celda para ver su vida terminada por el disparo arbitrario de un carcelero cualquiera —de espaldas continué mi corto camino y a mi alrededor empecé a ver caer las hojas de los árboles de un otoño en el que ya estaba inmerso. —Dispare, ahora que aún me puede ver —di otro paso hacia lo que se suponía que era la pared de mi celda pero que, desde mi punto de vista, era un frondoso bosque. —No tendrá otra oportunidad...
Mi carcelero dudó unos segundos, bajó y alzó su pistola varias veces pero, al final, cumplió su amenaza, le pesara a quien le pesara: apretó el gatillo, la bala voló en mi dirección, logré ver ese demoníaco pedazo de plomo acercarse hacia mi ojo derecho. Y, durante un instante, lo que vi fue la nuca de mi atacante.
En ese mismo instante, quien me acababa de disparar cayó muerto por su propia bala.
—Deformar el espacio es tan y tan sencillo... —repitió el hombre coyote, al tiempo que se volvía a poner su sombrero. —Si el destino así lo desea, nos volveremos a ver y ese día me tendrá que invitar a una buena comida.
—Así sea —un precio muy pequeño por los pocos pasos que me invitaba a dar. Cuando me di cuenta, ya no pisaba el frío suelo de hormigón de la cárcel sino el húmedo humus cubierto de hojarasca de un bosque en algún lugar muy lejano bajo un inmenso cielo cubierto de nubes y una floresta otoñal.
Sin importar lo que mi evasión supusiera para todos los que dejé atrás, sin que me preocupara por los castigos que mis carceleros pudieran recibir, avancé.
Era libre.
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