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Capítulo 8


Las luces de la calle estaban apagadas en aquella zona y en el cielo lleno de nubes no se avistaba ni un resquicio de luna. No se suponía que fuese capaz de vislumbrar algo más allá de sus propias narices, pero aun así Mei lo veía todo. Una luz que todavía no sabía de dónde venía iluminaba las cosas a su alrededor con una amalgama de azul y naranja.

Debía ser muy tarde; todas las casas estaban con sus ventanas cerradas y por las rendijas no asomaba ninguna luz. El único ruido que se escuchaba era el de los grillos y ellos se callaron abruptamente cuando dio un paso hacia adelante, logrando que un escalofrío le recorriese la espalda.

No recordaba haber estado nunca en aquel barrio. Las casas eran todas de dos pisos y del mismo tamaño, pegadas unas con otras de tal modo que sus azoteas podían ser consideradas una sola. Debía estar muy lejos de su edificio y ni siquiera sabía cómo había llegado hasta allí.

Confusa quiso darse la vuelta, pero algo, una especie de fuerza que no sabía exactamente de dónde venía, la empujó hacia adelante. Intentó oponer resistencia, pero era imposible; no podía moverse como no fuera para avanzar.

—Camina —la voz sonó lejana y vagamente familiar.

Miró alrededor pero no parecía haber nadie cerca. ¿Sería de alguien que la observaba desde alguna de las ventanas? ¿Y por qué se le hacía familiar?

—Camina —insistió la misma voz y esta vez sus piernas se movieron como si tuvieran voluntad propia.

Intentó detenerlas sin resultado; solo obedecían a las órdenes misteriosas. Quiso mover los brazos, girar la cabeza, pero no pudo. Era como verse convertida en una marioneta de carne y hueso; lo percibía todo, pero su cuerpo no le pertenecía. Estaba sometida a la voluntad de algún macabro titiritero invisible. 

Sintió miedo y ganas de llorar. Ya casi podía sentir el calor de las lágrimas asomando, cuando llegó a la esquina y en la entrada de un callejón a su derecha apareció la alta figura de un hombre de espaldas.

Intentó hablar, preguntarle si era él el responsable de aquella pesadilla, pero sus labios permanecieron sellados; ni siquiera eso era capaz de controlar.

—Lo escojo —dijo la voz—. Ahora mátalo.

¡¿Matar?! Mei se vio obligada a girar el cuerpo hacia el hombre y sintió cómo sus músculos se tensaban, prestos a cumplir aquella horrorosa orden. Quiso gritarle que corriera, que huyera, pero de su garganta solo surgió un sonido estrangulado que le recordó a un animal. Sin embargo, fue suficiente para que el desconocido se diese cuenta de que ya no estaba solo.

Dándose la vuelta hacia ella, se la quedó mirando como si no pudiese creer lo que tenía enfrente. Era joven, tal vez de la edad de su madre, y del cuello le colgaba una cámara fotográfica.

—Tú... —lo oyó susurrar con unos ojos como platos. Tal parecía que veía en ella a un monstruo y no una niña.

Mei intentó advertirle de nuevo del peligro, pero apenas dio un paso hacia adelante, él retrocedió a tropezones balbuceando cosas incoherentes para luego echar a correr.

—¡No dejes que escape! —la voz sonó mucho más clara, quizás producto de su ira, y esta vez se hizo patente que era una mujer—. ¡Mátalo ya!

Ni siquiera pudo emitir un sonido en protesta. Su cuerpo se lanzó a correr tras él, que de la impresión cayó al suelo e intentó huir a gatas. Pero las piernas de Mei tenían más fuerza y se movían más rápido que de costumbre; en segundos lo tuvo a menos de un metro.

Lo escuchó emitir un gemido y empezar a balbucear lo que parecían ser ruegos mezclados con rezos. Ya ni siquiera atinaba a gatear; temblaba tanto que lo único que alcanzaba a hacer era arrastrarse con los codos. Su pánico horrorizaba a Mei, quien luchaba con todas sus fuerzas por recuperar el control sobre su cuerpo, pero no tenía oportunidad contra aquellos hilos invisibles; lo máximo que lograba era oponer una leve resistencia a cada movimiento.

—¡Mátalo! —insistió la malvada titiritera y notó cómo sus cabellos se erizaban en respuesta.

Justo entonces sintió que algo caliente se materializaba en el espacio sobre su cabeza y al alzar la vista se encontró con un amasijo de lo que parecían ser plantas trepadoras hechas de fuego. Las ramas ardientes se movían sinuosas en un extraño baile que las llevaba implacable hacia quien debía ser su víctima. Tal parecía que la cruel titiritera se había cansado de su resistencia y ahora buscaba asesinar por otro medio.

Sin embargo, manejar aquel fuego encantado no le impedía mantener su férreo control sobre el cuerpo de Mei, quien se vio convertida en muda espectadora del horrendo crimen que estaba por cometerse.

Con morbosa fascinación contempló aquellas llamas mágicas que cada vez se entrelazaban más, formando troncos ardientes con flores que nacían a intervalos irregulares con un suave chisporroteo. Eran hermosas y terribles a la vez. Hipnotizada, las vio reptar también por la calle y las paredes de las casas, avanzando lentamente hacia el extraño en el suelo, que ya no trataba de huir sino que parecía tan ajeno a sus actos como ella. Una rama llena de lirios de fuego flotó hasta rozarle la mandíbula y él cerró los ojos por reflejo, pero no fue capaz de apartarse. La planta se dobló entonces sobre sí misma y una de las flores se presionó contra su mejilla, arrancándole un alarido de dolor.

Tal y como si despertase de un sueño con aquel beso ardiente, el hombre se revolvió lejos de la planta y, dándose la vuelta, intentó huir a rastras, pero dos ramas más se apresuraron a enredarse en su torso y alrededor de sus hombros, inmovilizándolo. La camisa comenzó a humearle y Mei contempló con horror que el lugar donde lo había tocado el lirio estaba ahora en carne viva. El fuego prendió su ropa al mismo tiempo que todas las enredaderas se lanzaban a la vez contra su cuerpo, buscando envolverlo en un capullo ardiente. Lo iban a incinerar y ella no podría hacer nada para impedirlo.

Un grito desgarrador se hizo eco en el silencio de la noche y fue entonces cuando Mei despertó. 

Estaba empapada en sudor frío y le ardía la garganta como si hubiese sido ella quien había estado gritando todo el tiempo. Miró a su alrededor, desorientada, y palpó las sábanas bajo su cuerpo, comprobando que se encontraba en su cuarto y no en un callejón oscuro mirando cómo un hombre inocente era quemado vivo por unas plantas mágicas.

Soltó un suspiro de alivio y se dejó caer sobre el colchón. Había sido una pesadilla. Otra más...

Llevaba tres días despertándose de aquel modo en medio de la madrugada. Sin embargo, esta era la primera vez que conseguía recordar lo que ocurría dentro del sueño; normalmente lo único que le quedaba era la desagradable sensación de haber vivido algo terrible. No entendía por qué le estaba pasando eso; ella nunca había sido de tener problemas para dormir. De hecho, no recordaba la última vez que había tenido pesadillas antes de esa semana.

Miró el reloj digital en la mesita junto a la cama. Cinco y treinta y ya no tenía deseos ni valor de seguir durmiendo. ¿Qué se suponía que iba a hacer hasta que amaneciera? En eso su estómago cobró vida y habló con voz propia, decidiendo por ella.

En el refrigerador quedaba un trozo del pastel que su madre trajo de la cafetería el día anterior. A Mei no le había gustado mucho porque era de raíz, pero justo ahora cualquier cosa le servía.

Tomó la cuña llena de glaseado y fue comiéndosela hasta la puerta del balcón. Le encantaba la imagen de la ciudad de noche, con todas sus luces destellando igual que estrellas en la tierra. Sus favoritas eran las de neón, tan similares a luciérnagas multicolores. El silencio reinante le recordaba fugazmente el inicio de su sueño, pero a diferencia de aquel, éste la hacía sentir relajada, en paz...

Un auto moderno pasó frente al edificio, su motor emitiendo suaves ronroneos que no alcanzaban a perturbar la calma. De seguro era de algún abogado o empresario importante de los que trabajaban a un par de manzanas de allí, en los únicos rascacielos que tenía la ciudad. A Mei le encantaría poder entrar a uno de ellos algún día; quería subir hasta la azotea y averiguar cómo se sentiría tocar una nube.

Tragó el último trozo de pastel y se dedicó a chuparse los dedos; había estado mejor de lo que esperaba... O tal vez fuese efecto del hambre que tenía.

—¿Qué haces despierta, Mei? —la voz somnolienta de su madre la sobresaltó. Desde su discusión del domingo se sentía tensa cada vez que estaba a su alrededor, y sospechaba que a ella le pasaba lo mismo, aunque insistía en comportarse como si nada hubiese pasado.

—Tenía hambre... —respondió sin volverse—. Buenos días.

—Buenos días —la escuchó bostezar mientras arrastraba los pies hacia la cocina. Su madre nunca se levantaba con energía; solía necesitar de café y una ducha fría para ganar fuerzas.

—Me comí lo que quedaba del pastel de raíz —le informó.

—Está bien. Hoy veré si traigo otro... o helado, ¿qué dices?

—Cualquiera estará bien... —el leve suspiro que llegó desde la cocina le indicó que no era esa la respuesta que se suponía que tenía que dar—. Aunque... hace mucho tiempo que no tenemos helado aquí. Tal vez sería bueno comprar un poco para variar.

—Helado será entonces —la voz de su madre sonó igual de complacida que la de una maestra que ve responder bien a su alumno estrella.

Se venía comportando así desde que ella regresara del apartamento de la Abuela Feng el lunes por la mañana. Aun cuando no le dijo nada sobre la discusión y ni siquiera la regañó por dormir fuera sin pedirle directamente permiso, de todos modos Mei sentía... Era como si le estuviese dando órdenes sin necesidad de decir las palabras exactas; en cada ademán, cada gesto, cada inflexión de la voz, había algo extremadamente sutil, apenas el aliento de un aliento, que le daba a entender que era su madre quién llevaba el control de... de lo que fuera que fuese eso, porque ni siquiera la palabra "situación" le parecía adecuada para describirlo. Sentía que cada paso, cada decisión que tomaba en su presencia, cada respuesta que le daba, de alguna forma había sido previamente planificada por ella, como si de algún modo estuviese ejerciendo una fuerza invisible dentro de su cabeza, sobre sus mismísimos pensamientos, para lograr que hiciese lo que ella quería.

Lo más desconcertante era que no podía decir que hubiese habido un cambio en su comportamiento; su madre era la misma de siempre. Incluso bromeaba más que de costumbre, como si quisiera disculparse así por lo del domingo. De no ser porque aquella sensación era constante, casi opresiva, habría jurado que se lo estaba imaginando todo.

En eso el sonido creciente de unas sirenas desvió su atención hacia la calle. Abriendo la puerta corrediza, salió al balcón e intentó descubrir de cuál dirección venía el ruido.

—¿Qué pasa? —preguntó su madre tras ella, pero Mei no respondió. Una sorda preocupación había comenzado a formarse en el fondo de su cabeza.

La única vez que había oído sirenas en su vida, éstas pertenecían a un comando de bomberos que hizo un simulacro en una de las escuelas en que había estado. Las de ahora se oían exactamente igual a aquellas y el mero pensamiento de un incendio le hacía recordar su pesadilla. ¿Y si...?

—Están lejos —la mano fría de su madre sobre su hombro le hizo dar un brinco.

—¿Cómo lo sabes?

—Se escuchan demasiado bajo. Con el silencio que hay a esta hora si estuvieran más cerca se oirían muchísimo más alto.

El viento cambió, golpeando a Mei en el rostro y trayendo en sus fríos brazos el rumor de muchas voces. El aullido de las sirenas se hizo más fuerte, revelando que provenía de la zona sur, cercano al cementerio. Se puso de puntillas, intentando atisbar algún resplandor naranja o al menos algo de humo asomando por encima de los techos.

—¿Ves algo? —le preguntó a su madre—. ¿No crees que debería haber humo?

—Mmmm... No creo que esas sean sirenas de bomberos... Y si lo son, no están ahí por un incendio... al menos no uno como imaginas...

—¿Por qué? —se giró a mirarla pero ella mantenía la vista fija en el punto de donde venían los ruidos. La mano en su hombro le dio un apretón inconsciente.

—Ve a tu cuarto, Mei. Intenta dormir las horas que te faltan; ni siquiera amanece todavía.

—Pero...

—Ve —insistió, mirándola de un modo extraño—. Sigue durmiendo hasta que me vaya.

—Pero no tengo sueño. Quiero ver...

—Mei —su voz no admitía réplicas y su mirada severa le hizo encogerse interiormente.

Obedeciendo, entró al apartamento y caminó hacia su cuarto. Había decidido no volver a discutir con ella; era una pérdida de tiempo y solo servía para hacerla sentir mal. Averiguaría qué era lo que tanto escondía su madre, pero lo haría de la misma forma que ella hacía todo: en secreto.




¿Qué les parece este modo de hacer las cosas interesantes?

Quiero leer sus teorías :)

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