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Capítulo 7


Mei había desarrollado desde cero aquella conversación una y mil veces en su cabeza. Había inventado cientos de comienzos distintos y se había imaginado todas las reacciones y respuestas con las que podría salir su madre en cada caso. Sin embargo, ninguna le parecía convincente, ninguna se le antojaba adecuada y estaba a punto de ir a enfrentarla sin un plan. Lo único que la frenaba era la certeza de que su madre sabría evitar todas sus preguntas si la atacaba sin tener bien aprendido el guión.

—No estás atendiendo a la película. ¿En qué piensas? —la voz curiosa de su progenitora irrumpió en sus pensamientos, trayéndola de regreso a la realidad.

Estaban sentadas en el sofá, una fuente con galletas saladas entre ellas y una vieja película inglesa en el televisor. Era domingo, el día de descanso de su madre, y ella había querido pasar la tarde viendo un maratón de viejas películas sobre misterios y asesinatos. 

La atención de Mei había durado lo mismo que tardó su cerebro en asociar el tema del largometraje con lo que llenaba los periódicos locales y, en consecuencia, con la decisión que había tomado el día anterior. Así que durante la hora siguiente no hizo más que devanarse los sesos en busca de un buen modo de sacar el tema.

—Sí estoy atendiendo —respondió al tiempo que se metía un puñado de galletas en la boca.

—¿En serio? —su madre enarcó burlonamente una ceja—. Porque casi no has probado las galletas y estoy bastante segura de que si te pregunto cuál de esas señoras es Miss Marple, no vas a saber responder.

Mei miró hacia la pantalla donde cuatro señoras mayores hablaban al lado de un cuadro. Ninguna le parecía ni remotamente conocida. Suspiró. No tenía caso llevarle la contraria; ella no era ninguna maestra guardando secretos. De hecho, era bastante mediocre.

—Pensaba en papá —dijo sin dejar de mirar la televisión. La escuchó inhalar, tensándose.

—¿Y eso? —su voz sonaba calmada, casi indiferente, pero Mei supo distinguir la cautela en ella.

—Yo... eh... me preguntaba cómo murió.

El silencio que siguió a sus palabras se le antojó eterno. Cuando finalmente apartó los ojos de la película para echar un vistazo a su madre, la encontró mirándola atentamente con el ceño fruncido, al parecer buscando algo en su rostro.

—¿A qué viene esa pregunta justo ahora? —su voz llegaba a bajar una octava más y Mei podría haber jurado que estaba furiosa.

—¿"Justo ahora"? —repitió sin entender. ¿Se refería a por qué había esperado tanto para preguntar o a algo más? ¿Acaso se olía que ella sabía lo del asesinato de James Martin?

—Sí —su madre se incorporó en el sofá. Parecía un águila a punto de caer sobre su presa—. Tú no preguntas sobre la muerte de tu padre; no se supone que lo hagas. Alguien puso esa idea en tu cabeza y quiero saber quién fue.

—Nadie puso nada en mi cabeza —no entendía la razón de su ataque—. ¿Es que acaso no puedo preguntar? Nunca me has hablado sobre eso; tengo curiosidad.

—¿Curiosidad? —soltó una risa falsa que ella no entendió. ¿Por qué estaba actuando de ese modo tan raro?—. Tú no sientes curiosidad. Dime de dónde sacaste eso —demandó entonces con tal fiereza que Mei se apartó, levantándose del asiento.

—¿De dónde crees que lo saqué? De todos tus secretos, ¿de dónde más? —se defendió y sintió la rabia acumularse en su pecho—. Lo saqué de que nunca quieres responder a mis preguntas. ¡Lo saqué de que ya estoy cansada de todos tus misterios! —estalló por fin señalándola.

—A mí no me hables así. ¡Ten cuidado! —su madre se puso también de pie y la amenazó con el dedo.

—¡Sí te hablo! ¡Sí te hablo así porque no tienes derecho a ocultarme nada sobre mi padre! Nada más sabes decir que me lo contarás después, que no haga preguntas. ¡Yo tengo derecho a hacer preguntas! —se golpeó el pecho con la mano—. ¡Quiero saber! ¡Tengo derecho a saber!

—¡Tú no tienes derecho a nada! ¡Tu deber es obedecerme y punto!

—¡No! Me tienes cansada. ¡No! ¡Todas tus órdenes son ridículas! ¿Por qué no puedo hacer preguntas? ¿Por qué no puedo ver noticias ni leer periódicos? No me dijiste que habías crecido aquí y tampoco me dijiste que en esta ciudad hay espíritus. ¡Intentaste convencerme de que los demonios zorros no son reales! ¡Estoy cansada de tus mentiras!

—¡La que estoy cansada soy yo de tener que...! —se detuvo a media frase y apretó los labios. Casi había dejado escapar algo y Mei no iba a pasarlo por alto esta vez.

—¿De tener que qué? —la atacó—. ¿Qué es lo que te tiene cansada? ¡Dilo! ¡Acaba de hablar y déjate de mentiras!

—¡CÁLLATE, MEI! —una vena se marcó en su cuello enrojecido—. ¡CÁLLATE DE UNA JODIDA VEZ!

—¡NO! ¡No me puedes mandar a callar cada vez que te dé la gana! ¡No...! —la mano de su madre se movió demasiado rápido para esquivarla. El golpe le viró el rostro y le entumeció toda la mandíbula.

Mei se llevó una mano temblorosa a la mejilla, atónita. Aquella era la primera vez que la golpeaba en toda su vida y la injusticia del acto llenó sus ojos de lágrimas. La frustración la invadió. Era inútil; estaba perdiendo su tiempo allí. Su madre nunca le diría lo que quería saber; prefería hacerle daño antes que revelar sus preciados secretos.

Se miró las manos, que no paraban de temblar por la rabia contenida y la indignación. El nudo en su garganta se apretaba cada vez más hasta ser insoportable. No podía quedarse ahora mismo en el apartamento; no soportaba seguir viendo su cara ni un segundo más y sobre todo no quería que ella la viera llorar. No quería que supiera cuánto le había dolido realmente esa bofetada.

 Conteniendo las lágrimas se giró hacia su madre, quien mantenía la vista fija en la televisión con los labios apretados y el ceño fruncido. Sin decir nada pasó por su lado y fue hasta la puerta principal. Cuando la abrió se quedó quieta unos segundos, esperando cualquier reacción, pero en ningún momento fue detenida.

Apenas se escuchó tras ella el sonido de la cerradura cayendo en su lugar, el férreo control que había mantenido sobre sus lágrimas se esfumó. Sin importarle que en el pasillo cualquiera podía verla, dejó salir el llanto, permitiendo que con él corriesen todo el dolor y la frustración que sentía. Los sollozos no tardaron en aparecer y la hacían temblar con tal fuerza, que acabaron por hacerla caer al suelo de rodillas. El pelo se fue hacia adelante con el movimiento, metiéndosele en los ojos y la boca, pero a ella no le importó llenarlo de mocos. ¿Acaso siempre iba a ser así con su madre, incluso aunque ella creciera? ¿No pensaba sacarla nunca de esa oscuridad en que insistía en mantenerla? Ya no quería seguir así. Necesitaba que confiara en ella, que fuese sincera, que...

—Ven conmigo —por entre los cabellos atisbó una mano con un anillo de diamantes en uno de los dedos. La Abuela Feng. No la había escuchado acercarse... Aunque si estaba allí era porque ella sí había escuchado la discusión de antes.

Se apartó la larga maraña negra de la cara y levantó la vista, enjugándose las lágrimas. La mujer no estaba tensa ni pálida como la última vez que se vieron, sino que sonreía suavemente.

—Toma mi mano —insistió y Mei dejó que la ayudara a levantarse para luego seguirla a su piso.

El apartamento de la Abuela era más grande que el suyo, y los muebles y adornos, donde se combinaba lo antiguo y lo moderno en un estilo sobrio y a la vez clásico, lo hacían ver mucho más sofisticado, casi como una de esas habitaciones de hoteles cinco estrellas que salían en las revistas. La elección de colores claros transmitía una paz que Mei agradeció en silencio.

Se dejó guiar hasta el blanco sofá y fijó la vista en el bonsái de un cerezo en flor que adornaba la mesa frente a ella. Las lágrimas habían dejado de caer, pero sentía que al menor intento de conversación la fuente se abriría de nuevo, así que prefería mantenerse con la cabeza baja.

Por el rabillo del ojo vio las zapatillas de la Abuela alejarse y pronto le llegaron ruidos provenientes de la cocina. En cierto modo la reconfortaba aquel silencio; era como si nada hubiera pasado y fuera tan fácil olvidar todo...

—Toma —la gruesa alfombra había absorbido el sonido de los pasos acercándose. Mei se encontró de pronto con una taza llena de chocolate en las manos.

—Gracias —murmuró y sintió alivio al comprobar que podía hablar sin llorar.

Probó la bebida. Siempre le había gustado el chocolate y esta vez lo encontró especialmente consolador. Era seda cálida y oscura deslizándose dulcemente por su garganta, reavivándole los miembros y levantando su maltratado ánimo.

—Asumo que esos gritos empezaron gracias al secretismo de tu madre... —dijo la Abuela Feng, hundiéndose en la suavidad del sofá a su lado—. No, no es necesario que hables —añadió al verla separar los labios—. Me basta con que me escuches... Como ya te dije, conozco a Kaylan desde que nació. Nunca ha sido una persona fácil; no hace las cosas a medias, es terca, explosiva y no confía en nadie... Ni siquiera en ti, me entristece comprobar... —Mei sintió el familiar nudo formándose de nuevo en su garganta y apuró el chocolate hasta la mitad. No se atrevía a apartar los ojos del bonsái—. Desgraciadamente ella es la única que puede responder a tus preguntas; ella creó este caos y ella debe destruirlo. Lo que quiero que sepas es que su vida no siempre ha sido fácil; debió enfrentar unas pruebas terriblemente duras siendo muy joven y eso la marcó. La marcó tanto que desde entonces todas sus decisiones han estado regidas por lo que sucedió en aquella época, y desafortunadamente se ha equivocado mucho... Demasiado.

—¿Eso es por lo que discutían anteayer? —la voz de Mei sonó ronca, pero al menos no se quebró a mitad de frase como ella temía.

—Eso... —la Abuela pareció pensarlo unos segundos—. No sé si es bueno o malo que nos hayas escuchado... Sí, discutimos por algo del pasado de Kaylan, pero no me corresponde decir más —Mei no protestó. Sabía que ella tenía marcados sus propios límites imaginarios y para ser sincera, ya estaba cansada de tener que luchar contra tantos secretos; era agotador y no llevaba a ningún lado. Lo mejor era averiguarlo todo por su cuenta y no decirle nada a nadie. Solo quedaba preguntar algo, un último intento:

—Mi pa...

—Espera, por favor —la interrumpió la mujer—; déjame decirte una cosa más: la forma de ser de tu madre... por desgracia no es algo que se pueda cambiar, al menos no de la noche a la mañana. Sus misterios son tan profundos que creo que se sentiría perdida si algún día los revelase todos... Debes ser paciente y aceptarla tal y como es. No luches contra eso. Te prometo que no será así para siempre; llegará el momento en que todo cambiará.

—¿Cuándo? —se atrevió a mirarla de reojo. Si mentía quería darse cuenta.

—No lo sé. Nadie lo sabe en realidad, pero el mundo está hecho de cambios y tu madre no es la excepción. Igual que la noche se transforma en día, tengo la certeza de que un día sus secretos se transformarán en confianza... —esbozó una sonrisa esperanzadora—. Ahora, ¿qué era lo que querías preguntarme?

—Mi padre... —si la Abuela no lo sabía, entonces nadie más podría ayudarla—. ¿Tú lo conociste?

—Brevemente... —la mujer elevó sus ojos de lluvia hacia el techo, haciendo memoria—. Él no era de aquí; había venido a hacer un reportaje sobre un par de atracciones turísticas. En aquel tiempo era fotógrafo para una revista de viajes, pero renunció cuando conoció a tu madre —aquello era nuevo; hasta ese momento Mei nunca había sabido del trabajo de su padre—. Tuvieron una conexión desde el primer momento y su relación fue hermosa, digna de un cuento de hadas, pero breve como una estrella fugaz... —la voz de la Abuela adquirió un tinte triste—. Se casaron a los dos meses de conocerse y se fueron a vivir a la capital, donde naciste tú... A veces pienso que fue un error que se marcharan —suspiró—. Yo tenía un presentimiento; se lo dije a Kaylan, pero... El hecho es que no llegaron a los tres años de matrimonio.

—¿Qué fue lo que pasó? ¿Cómo murió? 

—Me temo que no tengo derecho a contarte eso.

—Pero... pero no fue quemado... ¿o sí? —preguntó Mei con temor.

—¿Quemado? No, nada de eso... ¿De dónde sacaste esa idea? —su pregunta contenía simple extrañeza, no la agresividad de su madre, y ella sintió que podía decirle.

—Leí sobre James Martin —confesó—. Encontré un periódico y...

—No tienes que decir más —la Abuela alargó una mano, aprétandole una rodilla en señal de apoyo—. A mí también me horrorizó cuando lo leí. Pero no te preocupes; te juro que tu padre no murió así.

Mei dejó escapar un suspiro de alivio; al menos ahora sabía que su muerte no había sido tan horrorosa. Lo demás lo averiguaría por su cuenta. Se terminó el resto del chocolate y finalmente reunió el valor para enfrentar la mirada de la Abuela en lugar de seguir echándole vistazos de reojo.

La mujer la observaba con una suave sonrisa en su rostro, como queriéndole decir que todo iba a ir bien. Intentó imitarla, pero estaba bastante segura de que solo logró una mueca. Aun así esa mueca debió parecerle suficiente, pues se puso de pie animadamente y le quitó la taza de las manos.

—¿Qué te parece si te enseño a hacer esos origamis que querías? —dijo y Mei se sorprendió de que lo recordara a pesar de que ya había pasado casi una semana desde que se lo pidiera.

Asintió y la Abuela desapareció en busca del papel especial.

—Por cierto —la escuchó preguntar desde uno de los cuartos—, ¿qué quieres cenar hoy?

¿Cenar? ¿Eso significaba que la dejaría quedarse toda la tarde con ella? Le gustaba la idea; no quería tener que volver a su apartamento tan pronto, en especial no si su madre seguía furiosa, pero le habían enseñado que nunca debía abusar de la hospitalidad de las personas, y más cuando no eran de su familia, así que..

—Desde allá atrás se te puede oír pensando, niña —se rió la Abuela, regresando cargada con rollos de papel de varios colores—. No te preocupes por nada. Pasarás la noche aquí en el cuarto que tengo libre; subiré más tarde a decirle a Kaylan y a buscarte ropa. Ahora ven.

Mei la siguió hasta la mesa del comedor, donde hicieron espacio para colocar los papeles. También había un par de tijeras de punta roma y un pequeño collar que de inmediato llamó su atención.

Era sencillo, apenas una fina cadena dorada que sostenía en su centro un dije hecho de un peculiar metal que parecía a medio camino entre el oro y el cobre. El fabricante era un artista a ojos de Mei; había logrado cortar la aleación en unas finas láminas que luego había doblado unas sobre otras hasta formar un diminuto zorro de nueve colas. Lo tomó en su mano, comprobando lo liviano que era.

—Es tuyo —dijo la Abuela, sorprendiéndola.

—¿Qué? ¡Oh, no! No hace falta, en serio. Yo solo...

—Tú solo lo estabas mirando porque es precioso y te gusta —completó la oración por ella—. Y eso es perfecto ya que lo compré especialmente para ti.

—¿Para mí?

—Sí, para ti. Así que no te asombres tanto y pruébatelo.

Mei se apresuró a obedecer, todavía sin creerse que esa prenda tan delicada fuese para ella. Tenía varias pulseras y collares, la mayoría de plástico y otros materiales que le daban un toque infantil, pero aquella era la primera vez que iba a tener un adorno "de adulto" y el hecho de que fuera solo para ella, y además con la imagen de uno de sus anhelados demonios zorros, la llenaba de emoción. Apenas podía aguantarse de reír a carcajadas por su suerte.

—Perfecto —sonrió la Abuela Feng cuando se volvió hacia ella con el dije sobre el pecho—, sabía que se vería bien en ti. No se oxida así que prométeme que lo llevarás siempre.

—¡Claro que sí! —exclamó, logrando avergonzarse un poco de su emoción, pero es que quería saltar de alegría. Era tan hermoso... Y tan suyo... Hacía menos de una hora había estado llorando y sintiendo que el mundo se le caía encima. ¿Cómo iba a imaginarse que el día daría un giro tan maravilloso? 

Sin saber de qué otro modo expresar su agradecimiento, se lanzó a los brazos que la Abuela le abría en invitación. Si tan solo todos los malos días tuviesen un final así de bueno...




¿Ya se están enamorando de la Abuela Feng? ;p

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