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Capítulo 3

La Abuela Feng resultó ser muy distinta a como Mei se la había imaginado. Para empezar, ni siquiera era una abuela. Como mucho tendría unos diez años más que su madre y ni una sola cana en la larga melena azabache. Lo único que de algún modo parecía verse viejo en ella eran sus ojos, del mismo tono gris que el cielo en un día lluvioso, y que parecían haber visto el surgimiento y la caída de muchos imperios. 

La mujer había llegado temprano, mientras su madre se preparaba para ir a buscar trabajo, y consigo traía galletas caseras para desayunar. Tal vez si Mei fuese otro tipo de persona el orgullo le habría impedido darles una sola mordida, pero como no lo era y en su caso el estómago siempre ocupaba un lugar de honor, ahora mismo estaba sentada a la mesa de la cocina, engullendo una galleta tras otra bajo la divertida mirada de la Abuela Feng. Su madre se había marchado hacía un rato, no sin antes dirigirle una mirada de advertencia sobre cómo quería que se comportase.

—Mañana traeré más —dijo la Abuela, señalando el plato casi vacío—; así puedes guardar para merendar más tarde. Me alegra ver que tienes buen apetito.

—Mamá dice que como demasiado y que es un milagro que no esté pesando más que ella —comentó Mei con la boca llena.

—Tonterías. No hay nada mejor que un niño con buen apetito; odio todas esas idioteces modernas sobre dietas sanas y sin azúcar. ¡Lo mejor que tiene ser niño es el azúcar!

—Las que siguen esas dietas son mujeres de tu edad. Hablas como si fueras más vieja —aquello le ganó una sonora carcajada de la mujer.

—Pues me alegra saber que solo me ves como vieja a secas —dijo entre risas—. La verdad es que soy más anciana de lo que aparento.

—¿Cuánto?

—Lo suficiente —le guiñó un ojo maquillado—. Para que tengas una idea, tu madre no es la única adulta a la que he visto nacer.

—Eso no quiere decir nada —repuso Mei—. No puedes llevarle más de diez años a ella. ¿Por qué te dicen Abuela? ¿Y cuál es tu verdadero nombre?

—Lien, pero ya nadie lo usa. Todos me llaman Abuela Feng y es un honor que sea así —se irguió en la silla con orgullo—. Significa que soy el miembro más antiguo y por tanto, líder de la ancestral familia Feng.

—¿Qué tan ancestral?

—Fundamos esta ciudad; éramos los guardianes del antiguo templo antes de que se destruyera.

—¿Templo?

—¿Tu madre no te contó nada? —frunció el ceño extrañada—. Esta ciudad tiene mucha historia; esperaba que supieses al menos lo básico.

—Ni siquiera sé lo básico de lo básico —Mei engulló la última galleta y se echó hacia atrás en la silla, satisfecha—. Hasta ayer mismo creía que mi mamá era de la capital. Dice que se le olvidó contarme que había nacido aquí.

—Kaylan y sus secretos... —suspiró la Abuela, frotándose el puente de la nariz con los dedos—. Sinceramente no sé en qué está pensando. Falta menos de un mes para que empiecen las clases y si no sabes nada de la historia de aquí pasarás mucho trabajo; nuestras escuelas le dan bastante importancia a eso.

—Entonces cuéntame tú lo que tengo que saber —se encogió de hombros—; estoy segura de que a Mamá le alegrará no tener que hacerlo ella.

—Solo puedo decirte algunas cosas; hay partes que únicamente le corresponden a Kaylan enseñar... No, no te diré cuáles partes —añadió severa ante la mirada inquisitiva de Mei—. No pienso buscarme un problema con tu madre por haber hablado de más.

—Bien. Cuenta entonces lo que no te va a buscar problemas —accedió la niña de mala gana.

—De acuerdo... Lo primero que debes saber es que nuestra ciudad nació a partir de un templo, el templo de mi familia —la Abuela se sacó un lapicero y una pequeña agenda del bolsillo de la falda y dibujó un círculo en la última página—. Al inicio sólo los Feng vivíamos aquí; en aquel tiempo la gente nos temía y nadie se acercaba a menos que nos necesitase.

—¿Por qué les tenían miedo?

—Los humanos siempre les han tenido miedo a las cosas que no comprenden. El templo de los Feng estaba dedicado a los espíritus y nosotros servíamos como puente entre su mundo y el nuestro.

—¿Su mundo? ¿Tienen un mundo aparte solo para ellos? —eso explicaría por qué Mei nunca había podido encontrar al demonio zorro.

—Mmmm... No. Eso es solo una forma de llamarlo; ellos conviven en el mismo espacio que nosotros, pero invisibles la mayor parte del tiempo. Solo se muestran cuando algún humano cobra especial interés para ellos o...

—¿O qué? —inquirió Mei cuando ella no continuó.

—Nada. O cuando se equivocan y se muestran sin querer, eso era lo que iba a decir... —sonrió de un modo que dejaba claro que estaba ocultando algo—. Mmmm... ¿Por dónde iba...? ¡Oh, sí! Las personas no se acercaban a nuestros terrenos a menos que tuviesen asuntos muy urgentes que tratar con algún espíritu y entonces nosotros nos convertíamos en su única opción. De hecho nuestros vecinos más cercanos vivían a casi cincuenta kilómetros de distancia.

—¿Qué asuntos tendría un humano que tratar con un espíritu? Creí que habías dicho que son ellos los que nos buscan cuando les interesamos.

—Es cierto, pero hay veces en que la ayuda de un espíritu resulta muy valiosa para un humano, como cuando un campesino desea tener una buena cosecha después de un año especialmente malo, o cuando toda la medicina del mundo ha fallado en curar a algún enfermo. En ocasiones así la gente se acercaba a nuestro templo con ofrendas y nos rogaba que intercediéramos por ellos ante los espíritus.

—¿Y funcionaba?

—¡Por supuesto que funcionaba! —la Abuela se rió como si su pregunta fuera lo más absurdo del mundo—. Los espíritus siempre escuchan a los Feng. Entre mi familia y ellos existe una conexión ancestral.

—Lo dices en presente —señaló Mei—. Pero dijiste que ya no hay templo. ¿Eso no quiere decir que ya ustedes no funcionan como puente o lo que sea?

—Te fijas en los detalles —observó ella complacida—. Eso es bueno... Sí, ya no hay templo, pero eso no quiere decir que los humanos y los espíritus hayan dejado de tener asuntos en común... Verás, hace un par de siglos hubo un terrible terremoto en esta zona —trazó varias líneas quebradas en la hoja alrededor del círculo—, tan terrible que todo en cien kilómetros a la redonda quedó destruido. Todo menos el templo —hizo énfasis señalando el círculo.

—¿Y la gente?

—Lo perdieron todo. En ese radio habían unas seis aldeas y todas quedaron reducidas a polvo. Esta provincia solía ser muy árida y precisamente cuando ocurrió el terremoto estábamos atravesando una de nuestras peores sequías; empezar de nuevo en el mismo lugar, en medio de toda aquella muerte y destrucción, era casi un suicidio. Así que una a una cada aldea volvió el rostro hacia el único lugar que había salido ileso de la catástrofe.

—El templo —a estas alturas Mei estaba tan inmersa en la historia, que se había corrido hasta el borde del asiento y bebía cada palabra de la Abuela como si de agua en el desierto se tratase.

—Exacto. Fueron llegando en caravanas, medio muertos de hambre y de sed, apenas con la ropa que llevaban encima y lo que habían podido cargar de las escasas pertenencias que les quedaron, pues incluso habían perdido a los animales y las carretas en el terremoto. Nosotros los atendimos lo mejor que pudimos, curamos a los heridos y los acomodamos en el templo hasta que cada habitación estuvo llena y aún seguían llegando personas. Fue entonces que el Gran Espíritu Dragón le habló a mi abuelo, Wei Feng.

—¿Y qué le dijo? —la apuró Mei.

—Los espíritus habían visto lo ocurrido y sabían que el éxodo de humanos hacia el templo continuaría todavía durante los días siguientes, así que habían discutido entre ellos y estaban de acuerdo en llegar a un trato con nosotros.

—¿Cuál?

—Renunciarían al templo y les regalarían ese hogar terrenal a los humanos que tanto lo necesitaban. Les permitirían construir sus casas allí y los protegerían de cualquier desastre natural que pudiera ocurrir; velarían para que sus cosechas fuesen buenas, para que nunca les faltasen las lluvias y nunca los azotase una plaga. Permitirían que alzasen allí una ciudad próspera como jamás lo sería ninguna otra, indestructible por el tiempo e intocable por las guerras. A cambio nunca deberían olvidar la fuente de su buena fortuna... —la Abuela la miró intensamente con sus ojos de lluvia—. Es por eso que aquí las escuelas le dan tanta importancia a la historia de nuestra ciudad; no debemos permitir que el pacto con los espíritus caiga en el olvido. De lo contrario, ellos nos arrebatarán todo lo que nos han dado en castigo por nuestra ingratitud y desgracias sin fin caerán sobre nosotros.

—¿Entonces todos aquí creen en los espíritus? —Mei no podía creer que hubiese encontrado al fin un lugar donde la gente creía en las mismas cosas que ella, donde nadie se reiría si se atrevía a repetir una de las leyendas de su madre, donde tal vez, solo tal vez, por fin encontraría a su anhelado demonio zorro, o al menos a alguien que la ayudase en su búsqueda.

—Los espíritus son reales para nosotros —confirmó la Abuela—, especialmente para mí que tengo un legado que mantener... De hecho, hacemos más que simplemente creer; tenemos festivales, uno para cada clase de espíritu, en los cuales les rendimos el tributo que merecen por velar por nosotros.

—¿Y ellos aparecen en esos festivales? ¿Se hacen visibles? —si aquello era posible, sería un sueño hecho realidad. Mei ya podía verse a sí misma recorriendo las calles adornadas con motivo de algún festival, espíritus de las más diversas formas y colores flotando de un lado a otro, y allí, justo frente a ella, casi al alcance de su mano, el más magnífico zorro rojo, su pelaje sedoso brillando con destellos dorados bajo las farolas y nueve enormes colas ondulando tras él...

—Ya te lo dije —la voz de la Abuela irrumpió en su fantasía, devolviéndola a la realidad—: los espíritus solo se dejan ver por algún que otro mortal que despierta especialmente su interés. Ni siquiera yo, que soy su puente, puedo verlos siempre.

Aquello hundió un poco las esperanzas de Mei, lo suficiente para que dejara de soñar despierta, pero no para que abandonara su obsesión. No ahora que estaba más cerca que nunca de encontrar a su demonio. 

Inesperadamente se dio cuenta de que su madre sí había tomado la decisión correcta al volver a su ciudad natal. Aquel era el lugar que tanto ella había buscado. No más mudanzas, no más reservas sobre echar raíces; aquel era el sitio adecuado para ella y se aseguraría de que su madre comprendiese que al fin habían llegado a su hogar.

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