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Capítulo 13


No supo en qué momento exacto empezó a soñar, pero de pronto dejó de ser consciente de la suavidad de la cama debajo de ella y se encontró de pie en medio de una casa desconocida.

Todo estaba en penumbras, apenas iluminado por un tenue resplandor azul, y hacía tanto frío que de inmediato se le puso la piel de gallina. Sin embargo, el escalofrío que le recorrió la espalda y aceleró su corazón no respondía a eso, sino al hecho de que todo estaba en silencio. 

El silencio más absoluto reinaba en aquel lugar, tanto así que el único sonido procedía de la respiración, cada vez más agitada, de Mei.

Se cubrió la boca, intentando de algún modo acallarse a sí misma. Sentía que no debía romper la calma reinante. La notaba como una presencia palpable a su alrededor, enorme, oscura, cerniéndose lentamente sobre ella... Ahogó un grito al sentir un peso sobre sus hombros y se lanzó hacia la derecha.

Con la espalda pegada a la pared, miró nerviosamente a un lado y al otro, examinando las sombras en busca de cualquier amenaza.

Se encontraba en una habitación pequeña, donde los únicos muebles eran una mecedora con una mesita baja al lado, un corral para niños en el rincón a su izquierda y un armario que se erguía amenazador en la pared a su derecha. Este último era de una madera muy oscura, casi negra, y tan alto que poco le faltaba para rozar el techo. A Mei le dio la impresión de que se movía, como tambaleándose a ratos, a punto de lanzarse hacia adelante, sus dos puertas abiertas como las fauces hambrientas de alguna fiera, listas para engullirla, sumergiéndola para siempre en sus terribles profundidades.

Sacudió la cabeza, espantando esa repentina imagen, cuando un movimiento furtivo llamó su atención hacia el arco en la pared opuesta a la suya, por donde se avistaba parte de otra habitación. El resplandor azul era más intenso allí y luego de unos segundos notó que parecía oscilar por momentos.

Temerosa, avanzó hacia allí con pasos vacilantes. Era la sala de estar, mucho más iluminada y para nada tenebrosa. Mei se apresuró a cruzar el arco, aliviada de dejar la habitación del armario atrás. 

Unas largas cortinas color cielo velaban dos ventanales a su izquierda, moviéndose de vez en cuando por algún airecillo que se colaba, y convirtiendo la cálida luz del día en aquel frío resplandor azul que reinaba en la casa. Los muebles, un juego de sillones y sofá blancos, ocupaban la mayor parte del suelo alfombrado. Habían flores igualmente blancas adornando una mesita de centro y un aparador un poco más allá. Todo allí transmitía una sensación de paz que contrastaba con lo aterradora que le había parecido la habitación anterior.

Habían unos retratos colgados en la pared del fondo, sumidos en las sombras. Mei avanzó hacia ellos esperando dar con una pista sobre por qué estaba en aquella casa y a quién pertenecía, cuando un ruido la detuvo.

Paralizada a medio paso, aguzó el oído en busca del origen de aquel sonido. Era muy leve y se repetía a intervalos irregulares. Justo cuando creía que se había detenido, ahí estaba de nuevo, persistente, lejano, lastimero... Tardó unos segundos en reconocer que se trataban de sollozos y gemidos de dolor. Y eran humanos. Había alguien más ahí con ella.

Nuevos escalofríos recorrieron su columna vertebral cual descargas eléctricas.

¿Amigo o enemigo? 

Sí, estaba lamentándose como animal herido, pero eso no quería decir que no supusiese una amenaza para ella. Aunque...

Claramente sentía dolor, y con dolor nadie era capaz de moverse bien, y el suyo era lo suficientemente fuerte como para tenerle sollozando en un tono bastante alto. Además, el ruido que hacía cubriría los pasos de Mei si decidía acercarse. 

Y estaba pensando seriamente en acercarse. 

Si realmente era alguien en problemas, tal vez herido de gravedad y necesitando ayuda con urgencia, ella no podía hacer la vista gorda así como así. Si ese era el caso, su deber era auxiliarle. ¿Qué tal si su aparición en aquella casa desconocida se debía precisamente a eso, a que alguien la necesitaba? ¿Qué tal si no había sido una simple cuestión de azar? ¿Qué tal si ella era la única esperanza que tenía esa persona de sobrevivir?

Con aquella idea en la cabeza se lanzó hacia el arco que llevaba a la habitación siguiente, manteniéndose atenta a cualquier cambio en el sonido.

Aquel era el recibidor, un espacio reducido y casi por completo en sombras, donde solo estaban la puerta principal, una mesita con lo que debía ser la correspondencia encima, y varios ganchos en la pared de los que colgaban alternativamente abrigos, chubasqueros y paraguas.

Aguzó el oído y justo entonces se produjo una nueva cadena de sollozos. Esta vez se oían más cerca y como si vinieran de...

Escudriñó la oscuridad reinante a su derecha. Tardó un poco en distinguirla, pero había una escalera de madera ahí, completamente negra. La casa tenía segundo piso y los sollozos venían de allá arriba.

Mei tragó en seco. No le hacía gracia adentrarse en aquella oscuridad tan densa. Se le antojaba que era alguna especie de monstruo que esperaba apaciblemente a que ella entrara en él para devorarla sin piedad.

Más gemidos llegaron hasta donde estaba y eso acabó por decidirla. No había vuelta atrás.

Su primer paso en la escalera provocó que toda la estructura crujiera de un modo que le hizo temer a algo más que la oscuridad que se abría como boca de lobo ante ella. Tomando respiraciones profundas, siguió su avance. 

Unos escalones más allá dejó de pensar en lo que podría estar acechando en las sombras y comenzó a preocuparse por la temperatura, que parecía descender a pasos agigantados según ella seguía subiendo. No pasó mucho antes de que sus dientes comenzaran a castañetear y ella dejara de sentir sus dedos.

Se detuvo, indecisa, y exhaló en sus manos intentando calentarlas con su aliento. ¿Realmente valía la pena morir de frío por un desconocido? ¿Y si después de todo se equivocaba y quien aguardaba allí sí resultaba ser una amenaza?

En eso un alarido de angustia se hizo eco por toda la casa, logrando que su corazón se encogiese en respuesta. ¿Cómo podía estar dudando justo ahora? Allí arriba había alguien que la necesitaba desesperadamente.

Se lanzó a correr escalones arriba, ya sin importarle la oscuridad, ni el frío, ni la madera que crujía tanto que parecía a punto de desmoronarse bajo sus pies, y justo cuando pisaba por fin el rellano del segundo piso, una intensa luz apareció frente a sus ojos, haciendo que se arrodillase con un grito, enceguecida.

No supo cuánto tiempo permaneció allí encogida, con los brazos protegiéndose la cabeza a la espera de que algún monstruo hecho de luz la devorara, pero cuando finalmente reunió el valor para abrir de nuevo los ojos y pudo enfocarlos, se encontró con que la oscuridad se había desvanecido y todas las lámparas de la casa estaban encendidas. El frío también se había marchado, regresándole la sensibilidad en las manos.

Miró a su alrededor, examinando el pasillo en el que estaba. Había una puerta en cada extremo, las dos semiabiertas, y en el medio, una mesa volcada y un jarrón de porcelana hecho añicos, como si alguien los hubiese arrastrado consigo en medio de una loca carrera. Era extraño, pero eso despertaba algo en su memoria, como si no fuese la primera que veía esa escena.

Un lamento ahogado llamó su atención hacia la habitación de la izquierda, que tenía más cerca. Allí estaba a quien debía ayudar.

Poniéndose de pie, avanzó sin hacer ruido hasta la puerta. Unas manchas rojas y aún húmedas en la madera blanca llamaron su atención y de pronto supo qué era lo que la esperaba dentro.

Un par de pasos más hacia el interior bastaron para confirmar sus sospechas. Allí, en medio de todos los muebles y juguetes que ya no volverían a usarse, una mujer en ropa de dormir se doblaba de dolor, ahogando su desgarrador llanto en la alfombra. Junto a ella yacían unas cortinas ensangrentadas y, un poco más allá, se alzaba silenciosa la cuna, donde Mei sabía que ahora solo dormía la muerte.

Aquella era la familia de la que le había hablado la Abuela Feng, la de la mujer que su historia aún no terminaba.

Un movimiento la sacó de sus pensamientos y regresó su atención a la mujer en el suelo. Se estaba levantando, su cabello en desorden cubriendo gran parte de su cara, evitando que Mei tuviese un buen vistazo. Al parecer no notaba que ella estaba ahí, o quizás ya no le importase nada. La observó avanzar torpemente hacia la cuna y luego se escuchó una exclamación ahogada cuando descubrió en lo que se había transformado su bebé.

La escuchó murmurar algo ininteligible mientras alargaba los brazos hacia aquella nueva criatura. Mei había creído que su reacción sería de miedo, pero parecía fascinada. Lentamente alzó el pequeño bulto en sus brazos y se giró hacia ella. 

Lo primero que vio fue el pelaje rojizo y las dos colas que se entrelazaban, el diminuto hocico restregándose en busca de calor contra el pecho humano y luego...

—No...

Mei retrocedió trastabillando hasta que su espalda chocó contra la pared y entonces sus rodillas cedieron, enviándola directo al piso.

—No puede ser...

Su madre. Era su madre. De pie frente a ella, sonriendo amorosamente al demonio zorro en sus brazos. Aquello... ¿Cómo podía ser posible? ¿Su madre era la mujer de la historia de la Abuela Feng? ¿La mujer que lo había perdido todo en una noche? Y si era así, ¿eso quería decir entonces que...?

—Papá...

¿Era su padre quien estaba en la otra habitación? ¿Así era cómo había muerto? ¿De esa forma tan horrible? Y entonces la bebé... La bebé... ¿La bebé quién era? Y más importante que eso, ¿dónde estaba en la actualidad? ¿Y ella? ¿Qué había de Mei? Ella no era quien se había transformado en demonio. Ella ni siquiera parecía...

Miró a su alrededor. No había señales de que hubiera más de una niña en aquella casa. Pero entonces Mei...

¿Qué significaba eso? Tal parecía que ella aún no había nacido, pero si era así... ¿Eso quería decir que su padre era otro hombre? ¿Y quién? ¿Y por qué...? No. No podía ser.

Sentía que su cabeza iba a explotar. La Abuela Feng le había dicho que su padre era el amor de la vida de su madre. Ella jamás habría tenido una hija con otro hombre. No. Mei tenía que ser hija de él, pero...

Sus ojos viajaron al vientre de su progenitora, que ajena por completo a su presencia seguía meciendo al zorrito. ¿Estaba embarazada de Mei en ese momento? La barriga no se le notaba, pero las mujeres no comenzaban a hincharse de inmediato, así que era posible. Sin embargo, el demonio...

Un recuerdo acudió a su cabeza y mil ideas se formaron de inmediato.

La niña. La bebé de las fotos.

La Abuela Feng le había asegurado que ella era hija única, pero aun así... 

No.

Todos los cabos sueltos se ataron de pronto y fue igual que cuando terminó de subir la escalera y las luces se encendieron de un fogonazo.

¡Claro! Era eso. No había otra explicación.

La Abuela no le mintió. Ella realmente era hija única pues su hermana, aquella desafortunada niña que naciera primero, había muerto. Aquel zorro en brazos de su progenitora era y no era de su misma sangre.

Cuando ocurrió todo su madre ocultó que la niña se había transformado en un demonio. Se marchó a otra parte, la dio a luz a ella y... ¿Y qué hizo con su hermana?

Recordó lo que el señor Hoa le había contado. El objetivo de aquellos seres era vengarse, pero podían reencarnar si ayunaban por mil días. Sin embargo, si su madre la hubiera ayudado a reencarnar, Mei no habría crecido sola. No, eso no era lo que había hecho.

—¿Qué fue lo que le hiciste? —susurró, incorporándose.

Alcanzó a dar un par de pasos hacia ella antes de que un relámpago estallara en medio de la habitación, encegueciéndola. 

Lo siguiente que supo fue que la casa había desaparecido y que ella se encontraba de pie en medio de lo que parecía ser el claro de un bosque.

Era de noche, pero ni la luna ni las estrellas se veían por ningún lado, lo que intensificaba la imagen tenebrosa que daban aquellos árboles de ramas torcidas y troncos nudosos envueltos en sombras.

Mei estiró el cuello, intentando vislumbrar por encima de sus copas algo que le indicara dónde estaba. Hacia adelante no había nada, pero a su izquierda se podía ver una densa columna de humo negro recortada contra el cielo. El viento la alejaba del claro, pero aun así le pareció demasiado grande y cercana. ¿Y si el bosque se estaba incendiando y el fuego avanzaba en esos precisos momentos hacia donde ella estaba? Tenía que huir, buscar un lugar donde ponerse a salvo.

Se dio la vuelta, decidida a salir de la arboleda o al menos a encontrar un refugio, cuando reparó en unas figuras que destacaban en la lejanía. 

Reconocería esos cinco edificios agrupados en círculo en cualquier lugar. Eran los rascacielos que se alzaban en el corazón de la ciudad. Aquello no era un bosque salvaje y desconocido; era el Jardín Botánico que estaba en las afueras.

El sonido de varios roces, como si alguien se estuviese abriendo paso a través de los arbustos, le hizo girarse. No veía nada, pero el ruido continuaba y se sentía cada vez más cerca.

A toda prisa salió del claro y corrió a ocultarse detrás del tronco grueso de un árbol. Segundos después un zorro del tamaño de una persona adulta emergía de la espesura. Su pelaje escarlata parecía emitir destellos dorados en la oscuridad y tras él ondulaban cuatro colas grandes como banderas, entrelazándose entre sí en silencioso baile. No dio signos de notar a Mei, o tal vez no le importó. Se dedicaba a otear el cielo como si buscara algo en él.

Entonces algo se movió a un lateral y una mujer salió de entre los árboles para acercarse al demonio. El pelo oscuro caía hacia adelante, ocultando su perfil de Mei, y se envolvía en una especie de abrigo amplio y largo, de un tono que la hacía fundirse con la arboleda. Al verla, el zorro hinchó el pecho y el ondular de sus colas se incrementó, como si hubiese sido ella a quien estaba esperando y su llegada lo llenase de alegría.

La mujer lo abrazó por el cuello, enterrando el rostro en su pelaje, y un destello dorado recorrió al demonio desde las puntas de las orejas hasta instalarse en los extremos de sus colas, de las que al instante comenzaron a brotar zarcillos de fuego que iban a arremolinarse en el suelo en torno a ellos.

—Hiciste un gran trabajo, mi belleza —dijo entonces la desconocida y Mei sintió que el alma se le escapaba del cuerpo.

—No... —Apenas fue un susurro, pero bastó para que la mujer voltease el rostro hacia su escondite y comenzara a escudriñar la oscuridad.

Mei no esperó a dar un segundo vistazo. Dándose la vuelta, echó a correr desesperadamente sin ni siquiera mirar por dónde iba. Lo único que importaba era alejarse de ahí, alejarse de...

¿Cómo había sido tan tonta? ¿Cómo no lo había visto antes? Estaba delante de sus narices y simplemente eligió no darse cuenta.

Las lágrimas comenzaron a salir en torrente, impidiéndole ver todo, y antes de que siquiera tuviera tiempo de limpiarlas una raíz se interpuso en su camino, atrapando su pie y catapultándola de cara al suelo.




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