D O S
¿Cinco meses cuántos días serían? Al rededor de ciento cincuenta tres días, más o menos. Realmente parecía mentira lo rápido que se me habían pasado éstos. Y es que el tiempo pasaba demasiado rápido. Hacía escasos años estaba en el salón de mi casa, jugando a los médicos junto a mi padre, sin saber que dentro de unos años no estaría estudiando medicina ni sería el orgullo de mi familia. Porque la vida es así, pasa demasiado rápido y cambia cuando menos te lo esperas.
Estábamos a escasas horas de entrar a la fábrica y dar por fin comienzo a todo esto. Conseguir el dinero y de una vez por todas empezar de cero, en un país que ni siquiera supiera pronunciar y estar en pelotas todo el día, sin preocupaciones, sin la policía de por medio, sin un puto problema.
Nos encontrábamos en la furgoneta de camino al gran edificio. Era conducida por Estambul y a su lado estaba Viena, quién le daba algo de conversación en su idioma. Los demás, mientras tanto, estábamos en la parte trasera sin apenas espacio personal. Nuestro cuerpo estaba ocultado por un mono rojo, el cual dudo que nos cambiáramos en todo el atraco. Nuestra cara se encontraba cubierta por la careta, como si no nos hubiéramos visto la cara durante cinco meses, como una cita a ciegas.
Los nervios se notaban en el ambiente. Todos estábamos tensos, unos lo mostraban como era el caso de Bangkok, y otras como Atlanta estaban tan tranquilas pintándose los labios, porque ella era así, una jodida caja de sorpresas.
El Cairo se quitó la máscara y la analizó durante unos segundos con el ceño fruncido. —¿Quién eligió esto? Porque esto da de todo menos miedo.
—Estoy de acuerdo, tío —lo apoyó Budapest quitándose la careta, siendo así el segundo en hacerlo.
—¿Qué problema tenéis ahora con la máscara? —preguntó Marsella cansado de esta discusión de niños de siete años.
—Tú ves las películas y las caretas dan miedo, te acojonas al verlas —explicó El Cairo seguro de sus palabras, como un político en el congreso diciendo una de sus tantas falacias. —Esqueletos, la muerte, cosas de esas.
Y sin más dilación, Marsella se acomodó la causante de toda esta discusión y apuntó al chico con su arma, dejándonos a todos sin palabras. Él lo miraba con miedo, pero su orgullo trataba de no mostrarlo de una forma tan abierta.
—Con una pistola da mucho más miedo un loco que un esqueleto, ¿No creéis? —concluyó Marsella con una sonrisa cínica, esa que siempre reinaba en su rostro.
—Ya está bien, vamos a tranquilizarnos.
—¿Y el del bigote quién es? ¿Otro colgao o qué? —preguntó Budapest mientras pasaba sus dedos por la máscara, provocando que mi mirada se centrara en sus muchos anillos.
—Es Salvador Dalí —respondió Bangkok ganándose mi atención. —Un pintor español del siglo XX, se le consideró uno de los máximos representantes del surrealismo.
—¿Un pintor?
—Sí.
—Un pintor de pintar —repetía para sí mismo.
—Sí, tío, un pintor de pintar con pintura —respondió Bangkok con una sonrisa burlona y algo cansado de la inseguridad de su amigo.
Reí y miré a través de mi careta a los dos chicos. Vale, he de confesaros una cosa, ahora mismo creía en el poliamor. Sí, a nada de atracar la casa de la moneda me ponía a pensar sobre estas cosas, pero joder, estos dos eran superiores a los dos mil cuatrocientos millones de euros.
—¿Sabéis lo que da miedo de cojones? Los muñecos de los críos —dijo Budapest provocando que dejara mis pensamientos a un lado.
—¿Qué muñecos? —preguntó Marsella curioso, provocando la sorpresa de todos los presentes.
—¿Estás diciendo que un ratón con orejas da más miedo? —cuestionó el Cairo mientras controlaba que una carcajada no saliera de su boca.
—Pues sí, gilipollas. ¿O quieres que te dé una ostia? —el más joven levantó los brazos en forma de defensa, como si él fuera un agente. —A ver. Si un payo entra a punta de pistola con la careta de Mickey Mouse a cualquier sitio, la peña va a pensar que está colgao, que va a liar una puta carnicería. ¿Sabes por qué? Porque las armas y los niños son cosas que nunca se juntan.
—Visto así sería más peligroso, mucho más retorcido —lo apoyó su progenitor.
—Entonces para el próximo encarguemos caretas de Jesucristo —sugerí, provocando la risa de todos mis compañero—, es más inocente, no me jodais.
Mientras los hombres del atraco seguían discutiendo sobre la careta, recapacité sobre las muchas cosas que nos diferenciaban de ellos. Ninguna de nosotras se pasaría ni un segundo en elegir la máscara, pero allí estaban ellos, como si se tratara de una cuestión de vida o muerte.
—O paráis con el temita u os meto un balazo en los cojones y ya veréis como la tontería se os pasa —añadí cansada, provocando el silencio de mis compañeros y la risa de las dos que se encontraban a mi lado.
De pronto la furgoneta paró, como si una fuerza superior hubiera hecho caso a nuestras oraciones. Segundos después se escucharon golpes contra el metal. Era el momento. Bajamos en medio de la vía vacía y cada uno fuimos hacia nuestra tarea asignada. Viena me acompañó a bloquear el paso al camión, el cual nos serviría de nexo para entrar a nuestro paraíso.
—No va a pasar ni Dios —gritó mi compañera a la vez que colocaba las vallas de la policía, la cual por una vez jugaría a nuestro favor.
—¿Tía, estás nerviosa? —pregunté a la vez que terminaba de poner la alambrada.
—Por supuesto, nos están esperando dos mil cuatrocientos millones de euros. Joder, Vene, para no estar nerviosa.
Terminamos nuestra parte, por lo que ahora solo tocaba esperar. Como un león con su presa. Con las mismas ansias y deseo.
Me coloqué al lado del Cairo para ver como el camión que pasaba cada dos semanas e iba hacia la Fábrica de la moneda y timbre hiciera acto de presencia. Tardó exactamente dos minutos y trece segundos en aparecer, dejándonos aún más clara una cosa: el profesor era un jodido genio. Y de esta conclusión llegamos a otra mucho más importante y, es que la seguridad española es una mierda.
Y de una vez por todas, nos pusimos en marcha: me puse la careta y fui hacia el camión, para así acomodar a nuestros primeros rehenes. Miré a uno de los agentes y noté el miedo en sus ojos, porque ahora Dalí sí que acojonaba. Y mucho.
—Os quiero a todos calladitos y quietecitos, ¿Vale guapos? —advertí antes de bajar del gran vehículo, dejando a los individuos escondidos al fondo de éste.
Mientras cuatro de los hombres del atraco se ponían los uniformes de policía, me apresuré a dar el cambio radical en menos de un minuto. Mi mono rojo fue sustituido por un vestido negro y una chupa, regalo de mi querida amiga Atlanta. Mi pelo fue cambiado a una peluca castaña bien conseguida. Dejando así nuestra identidad menos al descubierto.
—¡Ginebra! —la nombrada se giró al escuchar mi grito. Y como si me hubiera leído la mente, me pasó las llaves del descapotable que tendría el lujo de conducir. —Como te quiero.
Me subí al automóvil esperando a que Ginebra y Atlanta se subieran. Deberíamos ejercer como simples visitantes de la fábrica. Simples visitantes con varias pistolas en el bolso, ya sabéis.
Aparqué el vehículo junto a los coche patrulla, dejando a mis compañeras atrás y recibiendo varios insultos por su parte. Amor de atracadoras.
En uno de ellos se encontraban Bangkok y Budapest, enfundados en los uniformes de los agentes. Y como les quedaban. Como un jodido guante. Parecían los típicos boys que contrataban para una despedida de soltera, sólo que esta vez la despedida era de otro tipo.
—¿Me podéis detener?
Los chicos rieron al escucharla. Sabiendo que era un jodido suicidio haberse acercado tanto a ella, pero el peligro siempre les atrajo y Venecia no iba a ser menos, porque la segunda más joven era la definición perfecta de éste término.
Atlanta me dio un golpe en el hombro. —Nena, arranca.
—Agentes, ha sido un placer.
Y acto seguido arranqué. Debía tardar entre cuarenta minutos en llegar, y no me iba a retrasar ni un solo segundo.
Aparqué el coche de mala gana cerca del gran edificio. Ya pagaría la multa después del atraco.
Cogí el bolso y me coloqué las gafas de sol, no sin antes hacer una última pompa con el chicle.
—Señoritas, ha llegado la hora.
Caminamos las tres juntas, con el mismo paso, como si fuéramos soldados en uno de los tantos desfiles.
Nuestros tacones hicieron eco nada más entrar. Joder, era grande. Coloqué todas mis pertenencias en la bandeja, quedándome con las pistolas apretadas en las caderas. Pasé por el escáner con total normalidad y cuando pitó, la adrenalina se apoderó de mí.
—¡Que no se mueva ni Dios!
Y ahora sí que no había vuelta atrás.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro